No ha mucho, Francisco Escalante impartió cátedra en el histórico internado Cruz Gálvez de Hermosillo. La experiencia lo marcó y un buen día vomitó su sentir sobre el teclado.
Hoy que el internado cumple cien años lo traemos para ustedes, brillantemente acompañado por la lente de Jaime Villa.
Sea pues
[hr gap=»30″]
Cada día que el trinar de los pájaros y la llovizna de sol lo invitan a despertar, se impulsa y a la luna hace gol de chilena.
Los verdes e imponentes yucatecos del patio donde vive, las nubes, el cielo azul y sus maestros saben que este niño es infinitamente niño.
Que su temple y corazón no le permiten temer a King Kong, al diablo o a Godzilla.
Sus palabras generalmente son como relámpagos que tornan a la noche principio de mañana.
Por ello hacen del mar un vaso de limonada y a las estrellas medio kilo de azúcar para endulzar sus horchatas o cebadas. Con un espíritu tan grande, en un cuerpo tan pequeño, el niño Gálvez pone en jaque hasta el último grillo de esta sociedad y arranca desde sus raíces a la más vieja vanidad como si fuera una hierbecita.
A pesar de ser como una flor que brota de entre las espinas y la arena, a cincuenta grados es capaz de mantenerse fresco y rozagante como una naranja que camina.
Con su fuerza es capaz de volar y dejar en el olvido esta y muchas galaxias.
Pero por el tiempo y las circunstancias sociales en las que le tocó nacer a veces se pone corbata y toma el triste papel de adulto solo para hacernos recordar que sus alcances van más allá del fin de las estrellas.
Cotidianamente, el juicio de cualquiera acaba en el encuentro de sus ojos y en mirarlo hacia arriba. Si alguien ha tenido la desdicha de ver llorar a un niño Gálvez, de seguro ya sabe cómo es que Dios llora.
Es por eso que una de sus sonrisas es un pase directo a tomar un lugar en la última cena sobre la faz de esta tierra.
El niño Gálvez es prueba, pintura y retrato de toda la historia de la humanidad. Son todos los sueños posibles que en algún momento cobraron vida y que hoy corren vestidos con formas de niños y niñas.
Sin lugar a dudas, es el toc toc a todas las puertas existentes, el Leonardo Da Vinci perdido o ganado en algún tiempo y espacio posible.
Es de la A a la Z, del uno y hasta donde se cansen los números, el tuétano de todas las posibilidades de la vida humana.
El niño Gálvez se llama Gerardo, María, Estela, José Carlos o Antonio. Se escucha como todos los niños y grita con su piel, con sus ojos, con sus pies, por todo lo que hace feliz a cualquier niño cuando detienen sus lenguas.
Por Francisco Escalante
Fotografía del documental Los niños de la Cruz (2016) de Jaime Villa
Muy bonito!
gracias y felicidades.
A toda madre, mi Brad Pithaya. Pinche textazo. Recuerdo que me dijiste que ibas a subir algo ahora que te vi en la presentación del Gerry, pero ufa, no pensé que algo así.
A los niños de Navobaxia no les ajeno hacer gol con la luna de chilena, soñar con ser extraordinarios fariseos y mirar fascinados el rodar perpetúo de las canicas sin hacer wicca.
hijuela, que bonito.
su corazón que sonríe es como un gajo de naranja sin piel, brillante y dulcísimo.
gracias por el texto,felicidades.
Un gajo vecino de usted, que le dice gracias y le recuerda que juntos hacemos la misma naranja.
Me gusto mucho, Felicidades 🙂
Excelso, Panchao! Me encantó, me sacaste unas lágrimas.
Dicen que lo que te hace reír, te hace llorar y viceversa. Quizás a eso se deba que seas maestra y también madre!. Gracias Tita!
Felicidades!