Lo único que hace la diferencia en casi cualquier cosa que se hace en la vida es la pasión.

 

La pasión en Abigael Bohórquez, como en ningún otro escritor sonorense, constituye uno de los atributos románticos que hacen del poeta, del escritor, un personaje entrañable. Este hombre, que lo era mucho más que no pocos que se precian de serlo, no solo escribió una obra apasionada, sino que fue también la encarnación personalísima de esa su obra excepcional.

 

En su refugio biblioteca, rincón bohemio, sala de juntas, cocina y salón de conferencias, desplegó -entre quienes tuvimos el privilegio de su amistad- no sólo su talento como creador, sino su don de gentes, su generosidad, su sentido del humor, su afecto.

 

Conocí a Abigael Bohórquez a finales de los años ochentas. Vino a ofrecer, desde su exilio en Milpa Alta, un recital en el marco del XII Coloquio Nacional de Literaturas Regionales, jornadas académicas y de creación literaria que por esos años organizaba el Departamento de Humanidades de la Universidad de Sonora. Fue una velada histórica en la que el laureado poeta sonorense leyó magistralmente algunos de sus extraordinarios poemas. Al poco tiempo de aquella velada inolvidable, con un acuerdo bajo el brazo para ocupar un puesto de trabajo en la máxima casa de estudios de nuestro estado, vendría a radicar definitivamente a la ciudad de Hermosillo.

 

Tras el virtual agotamiento de una tradición literaria regional ya en retirada, y el surgimiento y consolidación a partir de los setentas de una generación de escritores  y aficionados a la pluma dispuestos a la aventura y a la búsqueda, la llegada a nuestro estado -tras décadas de ausencia- del más reconocido de sus escritores, marcaría un cambio de rumbo en el qué y el cómo decir las cosas envolviéndolas en un aire fresco, lúdico, provocador.

 

Su antisolemnidad y desenfado contribuirían a liberar una sensibilidad que no terminaba por encontrarse a sí  misma ni en la actitud ni en el lenguaje. Se abrirían con él otras rutas alternativas para transitar desde una estética con resabios decimonónicos a una poética de cara a la modernidad. Abigael representó un punto de llegada y de partida, un referente obligado para trascender el entorno cultural norteño y ver más allá de los cerros milenarios de Villa de Seris.

 

La pluma de Abigael es valiente y compasiva, hay detrás de sus versos una fuerza que aun en la aceptación de su debilidad, destila carácter:

 

Si me conmueve a la inútil ternura / el perro callejero

/ con mucha más razón el pobre / destripado pájaro que soy

 

Heredera natural de la generación del 27 español, algunos giros y coqueteos barrocos le dan a la escritura de nuestro autor aires de Góngora, de Quevedo o Espronceda. La obra de Bohórquez abreva también en los tempestuosos movimientos poéticos de los años sesentas en nuestra América, se emparenta con los Contemporáneos que en nuestro país fueron los primeros escritores modernos.

 

Atento lector, en sus más sentidos poemas se asoma melancólica y nostálgica la pluma de Bécquer: “Mi madre amaba las golondrinas / mis amigas, decía / pero nunca sobre el alero de las siete casas donde logró vivir / se aposentó jamás la golondrina. Aires de Vallejo se cuelan entre las rendijas de sus versos: “qué ganas de estar bien muerto, amigo, / paraquesí, paraqueno, paranovariar…”.

 

Vienen a la memoria imágenes del mesianismo militante de Neruda:

 

¿Hicieron algo por impedir la muerte horrenda de la vida / todos los canasteros de los frutos del odio, / la tribu de la ganancia y la rapiña, / la raza de las pezuñas de platino…?

 

Resuenan como en una hebra de voz, las desdichas y quebrantos Efraín … Huerta:

 

Entre escombros y cáscaras oscuras, / y en olvidados aposentos / se deslagriman ya / mis desgraciados amorosos amigos.

 

En un poema verdadero se dan cita, en perfectas dosis,  emoción y razón, el justo equilibrio entre sentir y saber, entre el qué y el cómo decir lo que se quiere decir. Bohórquez lo sabía y su arte poética se atuvo siempre a ese precepto, ni una palabra de más, ni una de menos … y algo más, insisto: la pasión que verso a verso destila su obra.

 

Generoso como era, supo compartir su talento y sus conocimientos con quienes en esos años de bohemia y desarreglos hacíamos nuestros primeros intentos de poner en el papel nuestras búsquedas, nuestros afanes, nuestras locuras, nuestras frustraciones. Paciente y tolerante impulsó, apreció y alentó nuestro entusiasmo y nuestros primeros pobrecitos poemas. Alumnos descarriados de la escuelita de Letras, los excesos, poses de malditos y nuestra absoluta falta de respeto o reconocimiento hacia los artistas locales y las mafias culturales del momento, le causaban hilaridad.

 

Recuerdo al poeta alguna mañana de sábado flotando en el aire invernal de Hermosillo,  lo veo en la reverberación del verano ardiente y del sudor escurriendo en las mejillas. Veo aquella humilde bolsa de estudiante sorteando los carros en el boulevard Rodríguez, veo al andarín. Evoco al gran conversador, vuelvo a escuchar al lector atento de los versos propios y ajenos. Veo al jardinero, el patio grande lleno de plantas que era su ilusión.

 

Pienso en él, en alguna corbata que me regalara. Pienso en su nombre, en que me gusta más su apellido sin hache, Bojórquez, ese sonido de la jota como un chasquido; el hombre, del que orgullosa una escuela lleva su nombre. El excelente cocinero, el perfecto anfitrión y mejor persona. El gran orador, el pocas veces silencioso que retrató a los perros que pasan, a la gente y su circunstancia, los paisajes donde los mezquites fundan su reino. Lo vuelvo a ver enfundado en la guayabera blanca, la mirada atenta y presta la sonrisa para liberar la carcajada, esa risa que espanta a la muerte, con la que coquetea, a la que reta:

 

Voy de paso / al paso / antojadísimo / de que al menos Tú, Muerte / ¡no me abandones!

 

En muy pocos escritores se da esa excepcional combinación entre el ciudadano común y el hombre  de letras, condición  que le permite elevarse por encima de los prejuicios, la miseria ética, la moral pueblerina y la mezquindad no de la vida, sino del contrato social. ¿Tu mayor virtud? – le pregunté en alguna entrevista de cantina: “Lo que te voy a contestar es mi mayor defecto, – me respondió – mi mayor virtud es ser yo, no negándome a mí mismo, aceptándome como soy.”

 

Aceptándose como era, sí, lo que lo llevó a tropezar a su paso, con la incomprensión, el desdén, la ironía… denuestos y críticas que enfrentaba desde la sencillez y la humildad:

 

  • “La poesía me ha dado muchas oportunidades, no me importa que me reconozcan o no; nunca me ha importado, soy humilde; no busco favores ni notoriedades.”

 

De los muchos Bohórquez, me quedo con el íntimo poeta de lo cotidiano que indaga en el corazón de los pequeños grandes asuntos que hacen la verdadera vida: un perro amado, la madre ausente, la tibieza del hogar, la cotidianidad de los días sin sobresaltos…

 

En parte por la soberbia y envidia de unos cuantos sonorenses, funcionarios y escritores de cuarta, en parte por una tradición cultural de rancho, no pudo en su tierra tener una vida digna a salvo de las vulgaridades del capitalismo salvaje. No pudo Sonora estar a la altura de su poeta mayor, los entretelones de la burocracia cerril, así como la mezquindad presupuestal de una institución universitaria que arroja millones al basurero patrocinando estudios superiores a investigadores de nada, a eminencias grises que no le devuelven a la institución más que ruido y placas de doctorados para la ostentación. “Soy rencoroso”, cito una frase de Sergio Rascón. La Universidad lo trajo, la Universidad lo abandonó.

 

Corría el primer lustro de los años noventa: “Regresó, después de un largo autoexilio, a su tierra sonorense, para morir aquí, olvidado por la cultura oficial (que siempre lo atacó y denostó)”. Esto escribió en el prólogo de una larga entrevista con el autor en la revista Oasis, el extinto terapeuta sonorense José Luis Navalles.

 

A pregunta expresa de su servidor acerca de quiénes le habrían puesto la zancadilla durante su estancia final en Sonora, entre serio y divertido el vate me reprendió:

 

-¡No me digas nombres, no se valen nombres!

 

-Alfonso Zamora, Leonel Perú, Carlos Moncada, aventuré.

 

-Ve nomás, no, no quiero nada, – remató – no me digas nombres, no se valen nombres, de una vez te lo digo, ya está muy pública la corrupción. Ya no hay nada que decir, nada

 

Nadie, ni por asomo, podrá ocupar su lugar. Nadie con su gracia, su simpatía, su don de  gentes, su personalidad cautivadora, su sentido del humor puestos al servicio de una obra pulcra, limpia, honesta.

 

Abigael, sigue por ahí. Nos hace un guiño cómplice desde cada una de sus líneas, vino a pasar sus últimos días a una tierra todavía negada a la poesía, a la que honró con su talento, en la que encontró cariño e ingratitud.

 

Habitaban en Abigael Bohórquez muchos Abigaeles: el maestro, el dramaturgo, el humorista, el poeta, el humanista, el que se indignaba ante la miseria ética y moral de los poderosos, el revolucionario.

 

He dicho unas cuantas cosas acerca de sus virtudes como creador, de su calidad humana, de su integridad y de su personalidad cautivadora. Entiendo que con estridencia algunos, con nostalgia y entusiasmo los más, y con acierto otros, se han ocupado en  doctos alegatos de la pertinencia de sus textos y de  abonarle al mito.

 

Finalmente, quien esto escribe se queda y los deja con la conversación con su obra. Sus búsquedas y sus hallazgos que son un legado que habrá de perdurar:

 

“Como poeta tengo el deber y el destino de ignorarme.” – Dijo con modestia en alguna de tantas entrevistas. A 20 años del punto final de su fructífera existencia, nada hay que reclamarle salvo su irse de repente. Con su muerte en noviembre de 1995 se ha cerrado un circulo en el que la poesía sonorense transita desde entonces, entre el antes y el después de Abigael Bohórquez.

 

Por Casildo Rivera

Fotografía de Mariano Galaz

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Sobre el autor

Profesor de niños con dificultades y egresado de la Escuela de Letras de la Universidad de Sonora. Promotor cultural y autor del documental Pluma Forever, video en el que se reseña la historia y aventuras poéticas de una tribu de outsiders que con sus actos y sus obras artísticas han contribuido al crecimiento de la cultura y las letras sonorenses.

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