Hermosillo, Sonora.-

Es natural odiar el cambio, produce siempre incomodidades con la promesa casi siempre incumplida de mejoras muchas veces insustanciales. Odio las actualizaciones de Windows, el nuevo diseño de Facebook y por supuesto que odio la Nueva Normalidad.

A principios de marzo hice mi último viaje en avión. Fui a la Ciudad de México y mientras que la primera página de La Jornada de ese lunes (que conservo como fetiche) estaba dedicada al paro de mujeres, en la contraportada estaba el ominoso espectro del avance del nuevo virus, que arrasaba Asia y Europa. 

A los pocos días hubo una reunión urgente en la escuela donde doy clase. Debido a la pandemia de coronavirus deberíamos suspender las clases presenciales y pasar las actividades a la plataforma virtual a partir de la siguiente semana. Era una medida temporal, esperábamos regresar a las aulas después de las vacaciones de semana santa.  

Cortamos las horas de clase, redujimos los contenidos, asignamos tareas que luego comentábamos en llamadas inestables donde se colaba la realidad cotidiana de hermanos, vecinos, ambientes inadecuados para la concentración, o de plano la cabecera de la cama y las ojeras del desvelo.

Descubrimos las posibilidades del Whatsapp y Facebook, los nuevos servicios de Google Classroom y nos presentamos ante Zoom, que sustituía al viejo Skype, mientras las megaplataformas de Teams o Moodle naufragaban bajo el tráfico inesperado con fallas catastróficas y oleadas de frustración.

La angustia por la incertidumbre era alta, la ansiedad generalizada y aún así el sistema escolar completo trataba de generar la ilusión de normalidad y continuidad del orden académico a las vidas de los alumnos (y los profes). 

Los administradores requerían reportes, no solo listas de asistencia sino evidencias de actividades. Circulaban historias de horror de directivos tratando de evaluar la velocidad del avance de este esfuerzo improvisado sobre las rodillas y desde las cocinas y recámaras de estudiantes y docentes. Afortunadamente no fue mi caso, pero había historias.

Aquello fue improvisar, recortar, aprender a contrarreloj y tratar de salvar el semestre en las últimas semanas antes del verano, donde de seguro el calor acabaría con este virus invernal. De seguro en agosto regresaríamos a las aulas.

El verano trajo primero los semáforos y después el acuerdo de la ANUIES de que el semestre completo sería en línea, a distancia, virtual. El cibersemestre había nacido. Luego todo México se convirtió en una telesecundaria, las clases de primaria y secundaria inundaron las pantallas de televisión mientras la educación superior empezaba por primera vez de manera general sin contacto cara a cara.

Afortunadamente mis clases son teóricas, porque los talleres y laboratorios han sufrido transformaciones y contorsiones imposibles en la nueva realidad. A pesar de meses y semanas de planeación cuidadosa de temas, materiales y actividades la frustración sigue siendo cotidiana.

Los alumnos se niegan a abrir sus cámaras, en parte porque el mayor tráfico de datos provoca la interrupción de las sesiones, y cierran sus micrófonos porque de otro modo el sonido devuelto con retraso por su viaje al éter provoca ecos. Así pues, las redes se caen, el sonido se vicia.

Y si con los estudiantes concentrados en cuartos sin ventanas era difícil mantenerlos atentos y concentrados, y las preguntas y participaciones escaseaban, la novedad del medio y la hostilidad de la desconexión agregan leguas a la distancia. 

Las clases pensadas a partir de preguntas generadoras para la reflexión y el cuestionamiento de los conocimientos y experiencias previas se vuelven sesiones espiritistas en plataforma Ouija: “José, ¿estás allí? Manifiéstate…”.

En las condiciones hermosillenses de calor extremo y espacios selectivamente climatizados por los minisplits, estas clases -entre esperadas y odiadas-, son la interrupción del encierro, una incomodidad que interrumpe el lento, grisáceo y chucatoso avance del tiempo cuarentenario.

Las plataformas han requerido la asignación de contraseñas que no siempre funcionan o no siempre llegan a tiempo, plataformas donde luego los micrófonos no funcionan después de haberlos usado en una plataforma diferente (y cada institución tiene una distinta), las sesiones se duplican, el sonido llega entrecortado…

Y no hablemos del malhadado tandeo del internet que tuvimos en agosto, cuando Telmex asignaba conexión a distintas horas a diferentes sectores de la ciudad, obligando a usar los carísimos datos de la conexión a través del teléfono celular o a cambiar a un servicio más caro y no siempre más eficiente ni eficaz.

Y eso cuando había conexión, un buen sector del alumnado se abstuvo de inscribirse ante la imposibilidad de conexión que habían padecido el semestre anterior o las dificultades para seguir pagando el servicio. Aunque dejamos de pagar transporte el gasto en telecomunicaciones aumentó en casi todos los hogares mientras la economía caía en picada. 

Odio el cibersemestre no solo por las dificultades para compartir la pantalla con mi powerpoint, o por las veces que la plataforma me ha impedido entrar a una sesión o dar una clase. Mi odio se alimenta, es cierto, de esas pequeñas frustraciones, pero en esencia lo odio porque sé, en el fondo de mi ser, que es la única posibilidad válida de seguir adelante, que las otras opciones implican la renuncia a la educación y el trabajo, o de plano gente muerta, enfermos y contagios. Odio la ausencia de contacto, la superficial cortesía de los pasillos, los chismes, los boletines y los carteles, hasta eso extraño, como se extrañan los tentempiés de media mañana o la música que oía mientras esperaba sudoroso en el semáforo.

No debería esperar que las medidas de emergencia para solventar una contingencia de alcance mundial fueran agradables, pero ya lo decía antes, odio estos cambios que no me dejan opción aunque tenga que adaptarme mientras rechino los dientes y me desvelo otra vez.

Por René Córdova

Foto by Zoom

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Sobre el autor

José René Córdova Rascón es Antropólogo Social por la ENAH, maestro en Salud Pública con especialidad en Políticas Públicas por la Universidad de Arizona en Tucsón, director de Espacios Expositivos, S.C. y curador externo de la nueva exposición permanente del Museo Comcaac (antes Museo de los Seris) en Bahía de Kino, Sonora. Contacto: rrenecordova@gmail.com

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