Señores, olvídense de Fidel y olvídense de todo.

Mejor leer las aventuras homoeróticas de José Manuel Avalos, sí señor

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Y quién sabe por qué. No sé de dónde saqué esta suerte que me cargo. Podría pararme sobre un objeto indestructible y sé que lo rompería. Podría decir «trágame tierra» y la Naturaleza haría lo suyo. Lo puedo jurar. ¿Qué más mala suerte puedo tener? ¿Caerme en una premiación? ¿Manchar el vestido de mi futura esposa en la noche de bodas? ¿Caer en la desdicha de recibir una incitación sexual por parte de un vagabundo en las calles de la ciudad? Lo primero no, lo segundo tampoco, lo tercero…ay, qué jodida suerte.

 

Una de las constantes de una ciudad son las personas que viven en la calle, llámense vagabundos, vagos, pordioseros, etc. Al gustoso de dar rondines por las veredas de la ciudad, en este caso mi Hermosillo,  le es imposible no cruzar miradas o palabras con alguno de estos personajes, al menos, una vez en la vida. Es simple; puedes reaccionar con un acto de bilateralidad, contestándole que sí, que sí traes dos pesos para “un taco” o irte por la unilateralidad, ignorar su petición de unos centavos, seguir caminando y escuchar cómo te dice, a tus espaldas, que qué mamón o que no te vayas a quedar pobre. Yo había estado realizando la segunda acción; me valía un bledo qué querían decirme esas figuras en mis rabiosos paseos por el centro de la ciudad. Todo esto cambió en el momento en que empecé a escuchar, por parte de historias de colegas, que muchos de estos sujetos tenían en sus mentes unas historias que habrían de dejarme con los ojos cuadrados; ya sean mentira o no, me comentaron que gustan de contar su vida, por más aburrida y gris que ésta sea. Por ello, después de saber lo anterior, me propuse a aceptar a quien sea que quiera acercárseme a platicar su vida; que cuántos polis lo persiguieron en el día, que cuántas horas lleva sin comer, que era un soldado americano que, por haber sido inútil en la guerra, se le desoló en México. Un sinfín de relatos que estaba ansioso por escuchar.

 

Uno de mis puntos favoritos de la ciudad es el Centro Histórico; podríamos agregarle la zona que rodea, también, a la Plaza Zaragoza. Aunque no tenga algún propósito, soy amante de echar la relajada y la creación por las calles que son allegadas al lugar. Conozco la Librería Alonso. Ésta del muchacho Paco, sonriente y capaz, que habría de buscar hasta en sus barbas por el libro que buscas. Estoy seguro que tiene libros escondidos allí que nadie jamás ha visto; se rumora que los liberará en el próximo Buen Fin (el de 2017), su barba es, y será, un misterio. La historia del vago, quien se acercó a mí para adularme por mi semblante, ocurrió en las faldas de dicha librería.

 

Eran alrededor de las tres de la tarde, faltaban quince minutos para que la librería abriera. Llegué temprano; había olvidado el horario de ésta. Arribé al lugar, pegué mis narices en la reja que protege (y muy bien, porque no falta el loco que llegue a meneársela al Paco) el vidrio del local y noté el horario. Sábados y domingos, de 4 de la tarde a 9 de la noche. Eran, como mencioné (y ojo que me acordaré de esto por siempre), las tres de la tarde; faltaban quince minutos para que abrieran la librería. No tenía pensado comprar o buscar algún libro –hay bastantes en mi repisa que ahí siguen sin ser abiertos y es un pecado olvidar a tus niños en tremendo lugar–, habría de visitar al dueño por mero placer de hacer algo, sacarle plática; debatir sobre si Fidel Castro había sido bueno o malo como gobernante. Me decidí por esperar a que abriera la librería, sentado en la banqueta de enfrente. La tarde estaba fresca, sentías un ligero soplo de que diciembre estaba llegando. Me senté, saqué mi celular, mi botella de agua, y me puse a admirar una tabla con dibujos pintados que hay enfrente del lugar. Alcancé a leer una señal –hecha con grafitti– señalando la prohibición de estacionamiento. “NO (señal de prohibición) E”, decía. En un momento de ocio hasta me puse a relacionar lo anterior dicho como una conformación entre ello que llevaba a leerse “NOE”. Intenté recordar a algún Noé que conocí en mi vida, pero mi memoria fue nula. Me aburrí de ver la pared de madera pintarrajeada y revisé el presupuesto que contenía mi billetera; doscientos pesos. Puse la billetera junto a mí, saqué mis audífonos y me propuse a escuchar música. «Guyamas Sonora» de Beirut sonaba en mi cabeza, combinaba con el ambiente que se sentía por allí. Beirut es genial, combina con todo.

 

Mi calma se esfumó cuando por el rabillo del ojo, noté a un pordiosero que se estaba acercando a mí. Chequé mis bolsillos; tenía una moneda de diez pesos, ocho pesos en morralla de a uno y un billete de a veinte. Le daré unos cinco bolas, pa’ que se cuaje, pensé. Se acercaba más a la banqueta y decidí  guardar mi billetera; quién quita y es un vago comunista. Llegó hacia donde me encontraba y como todos, empezó a contarme que le dolía la rodilla izquierda, que tenía horas sin comer y que él no era de aquí (Hermosillo). El hombre portaba una camiseta con el logo de alguna agencia de seguridad privada, también su gorra tenía lo mismo. Cargaba unos pantalones de mezclilla medios blancuzcos y unas botas cafés, como de minero. Parecía estar en la etapa de la calvicie; su castaña melena estaba raquítica; lucía unos ojos verdes y sí, en efecto, era viejo, unos 65 (Ojo que no estoy llamando a todos aquellos buenos señores de 65, viejos, sino que éste, por su mala figura, lucía de más). Yo empecé a decir que sí con la cabeza; «¿Si, no? Qué loco», le respondía a todo lo que me contaba. «Nuuuumbre, fíjate mijo, ¿me creerás si te digo que no he comido en todo el día?» Yo, inocentemente, cual alma pura recién persignada, hasta le pregunté por qué. Creo que todos los vagabundos ensayan sus historias falsas; debería, el Instituto Sonorense de Cultura, o el IMCA, realizar un concurso de relatos vagabunderos, a ver quién es el más chingón sacando mamada y media a raíz del resistol 5000.

 

Seguí escuchando la cantaleta de siempre; que venía de Estados Unidos, que lo habían deportado; que había llegado a Hermosillo porque en Obregón no había chamba, que estaba más bonito Hermosillo. Hasta intentó romper el hielo mencionando a Donald Trump; ya ves, quéste vato, el tal Dona Tron, ya no nos quiere allá, pos’ mejor me salí. En ese momento, en cuanto dijo que se había salido de EE.UU, supe que estaba chingándole al resistol. A duras penas podía entenderle su speech pues balbuceaba demasiado; los ojos recaían en las bolsas de las ojeras; totalmente estaba en un quinto mundo. El hombre, al ver que ya me estaba enfadando de su aburrida historia, me preguntó por mi nombre.

 

-Me llamo José Manuel, ¿y usted?- (Aún le estaba llamando de usted…)

– Ah, ah, qué bonito nombre, yo Juan. ¿Sabías que los Juanes somos bien querendones? Nos traemos un chorro de viejas por todos lados, pero ¡eh!, yo soy bien bondadoso, no le tiro a esa onda. ¿Cómo se llaman tus papás?

Obviamente no le iba a decir.

-Juan Pedro Rulfo y Claudia Francisca Pavlovich.-  Le respondí.

-¡A su madre! Tu papá se llama como yo.- Y rió. -¡Qué loco! Tu mamá se llama como la presidenta de México. Verás, mi papá se llamaba Juan, igual que mi abuelo.

-¿Ah sí? Jíjuela, qué padre.- Le respondí, mientras contestaba un whatsapp.

El viejo vio que estaba a punto de decirle que ya se fuera, o qué sacó de calificación en su historia, así que me propuso sentarse enseguida de mí.

-Pues sí, todo bien.- Le respondí.

En el momento en que dicho personaje puso el culo en la acera, y que empezó a mirarme directamente al rostro, supe que ya todo se había ido al carajo.

-Oye, ¿te pintas la boca?-  Preguntó al verme el hocico; tengo el defecto de parecer que me pinté los labios cuando hace frío. Lo primero que le quise decir era que no se dice pintarse la boca, sino pintarse los labios. Reí y le dije que no, me hice para un ladito más.

-Yo sí, con todo respeto, te daría un besito.- ¡Chan, chan! ¿Y el vagabundo tartamudo, ON’TA?

Después de esto, el hombre empezó a agarrar una confiancita apresurada con su servidor. Que qué bonito estoy, que qué bien parecido luzco, que qué envidia ser como yo.

-Ay, tienes una piel bien bonita oye.- Dijo, viéndome la mano.

-¿Erdá que sí? Hágase pa’ allá.

-Ay, no te enojes, qué simple eres.

 

Para este momento, el disque deportado tartamudo ya había olvidado su problema de dicción y hablaba perfectamente; el lado diva había salido. Como vio que no le estaba aflojando a sus joterías, decidió pedirme dinero.

-¿No traerás unos diez pesos? Pa’ comprarme un dogo, los de aquí están bien buenos, en Obregón están pal’ perro.-  Dijo.

En ese instante ya quería que se largara a la jodida, así que sacrifiqué mis diez pesos y se los dí.

-Ayyyyyy, qué bondadoso eres, en tus ojos se nota un alma pura. Es que estás bien guapo. La neta, con todo respeto que tú, como un muchachito se merece, si te doy un besito. ¿No quieres uno?

 

Revisé mi celular y aún faltaban ocho minutos para que Librería Alonso abriera. “¿Pacoooo? ¿Dónde estaaaaaas?” pensé y me sentí como Shaggy buscando a Scooby Doo. Habían pasado sólo siete minutos desde la llegada del individuo en cuestión. Después de todo esto, y para no hacer de ésta lectura un fragmento de Cincuenta sombras de Grey, parafrasearé lo que me dijo; «¿No le haces a…?» (mirando a su entrepierna) y  «¿Sabes cómo me gustan los morritos?» (y cerró los ojos, haciendo una mueca de pasión) que tengan todo bien ajustadito. Ya no sabía si el hombre estaba haciendo de mi sábado un delirio o una completa broma; me estaba riendo tanto, así como mi nivel de miedo y desesperación. Dudé en golpearlo; tenía unas manos de gigante que parecían haber recibido piquetes de abeja de lo grandes que estaban. Yo también tomé confianza. Cada vez que salía con un comentario jotolón, le decía que úchale, que se fuera de allí, que si no le quitaría los diez pesos.

 

-¡No, no, no! Ya, todo bien, me calmo… pero es que, estás bien guapo, ¿no jalas pa’ venirte conmigo?- (No sabía si la pregunta era literal, por cierto)

-Quítese de aquí, órale, sobres, ya estuvo.

-Ay, qué simple eres, pero bueno, a ver, levántame, es que fíjate, ya te dije que me duele la rodilla y a ti te vale, mira, tócamela, para que veas que está hinchada.- (Favor de no malpensar el contexto médico)- Ayúdame.

-Ya, ya. Quítese de aquí, o le quito los diez bolas y a ver qué va a comer.

Me puse de pie, como para imponer.

-Ay, pues te como a ti, si me quitas los diez pesos.- Y se echó unas risitas.

-Ya, hombre, cómo le hace al loco, allá vaya a buscar otro vato en Catedral, están más guapos.

-Oye, fíjate que sí, es cierto.- Se puso de pie, le di un chócalas y se fue, sin antes tirarme un beso para darse la vuelta y seguir “cojeando” por la rodilla “lastimada”.

 

Fueron los quince minutos más largos, extraños, incómodos y toda aquella palabra que termine en “os”, de mi vida. Y sí, si alguien se preguntaba por Paco, eran las 4 exactamente cuando el vago se fue, y fue en el mismo instante en que Paco llegó. Yo, asustado y entre risas, empecé a contarle la historia del vagabundo homosexual que me acosó. Él, riéndose, mientras entraba a la librería, me dijo que escribiera la historia. Vaya, pues aunque no salió acorde al plan de escuchar las historias de los indigentes, resultó ser una experiencia. Siempre pensé que mi acercamiento homosexual (no pedido por mi persona) podría ser con Brad Pitt o George Clooney, pero terminó siendo con un vago llamado Juan, del mismísimo Obregón, disque deportado de EE.UU, que busca niños para decirles que qué bonitos están. Qué desdicha.

 

Texto y fotografía por José Manuel Avalos

 

 

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Sobre el autor

Nació en Hermosillo (1998). Es estudiante del Colegio de Bachilleres del Estado de Sonora, plantel Reforma, y colaborador del Instituto Sonorense de Cultura. Escritor y narrador. Ha participado en varios certámenes de narrativa y cuento breve, así como en el Concurso del Libro Sonorense 2016. Asiste al taller de creación literaria Altazor, a cargo del escritor Horacio Valencia Rubio.

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14 comentarios

  1. En todo el texto imaginaba a un hombre muchísimo mayor que tú narrando. Terminaste más bien, siendo parte de la historia de los vagabundos. Muy buena anécdota!

  2. Excelente crónica urbana, felicidades !! en todo momento sentí tu relato, con cierto rubor en el rostro a mis 46 años, recordé algunos momentos de acoso de hombres mayores que se me acercaban en la parada de camiones cuando estaba en el Cobach Norte y tenia que tomar el camión de Ures o pedir «raite» rumbo a San Pedro El Saucito…

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