I
Todo se lo debo a las voces. Yo nunca he cometido crimen alguno. Son las voces que gritan dentro de mi cabeza, y que con el paso del tiempo he aprendido a controlar. Las que me persuaden, me seducen y me incitan a cometer actos de los que hasta la fecha no me arrepiento, pues las voces son sabias. Sutiles sonidos que son mi compañía, placer y, de cuando en vez, agonía. A veces ronda por mi cabeza ponerle fin a esto. Callar de una vez por todas estos sonidos sin procedencia. Sin embargo, no puedo, hasta que llegue el día preciso en que mi deuda con Él tenga que saldar. Por el momento todo lo debo. Todo se lo debo a las voces.
El detective dejó la nota arrugada que sostenía con guantes sobre la mesita de noche, a un lado de la Biblia y de un cuaderno lleno de garabatos. La mayoría de ellos sin sentido. Se llevó una mano a la cabeza y suspiró. Su celular comenzó a vibrar.
‒¿Diga?
‒Martín, ¿has encontrado algo?
‒Te necesito a ti y a dos más de la oficina.
‒Está bien, pero…
‒De inmediato ‒soltó Martín a secas y presionó el botón rojo de su celular.
Bajó por las escaleras y salió por la puerta principal de la casa abandonada en la que se encontraba. Se sentó en las escaleras de madera y de su bolsillo sacó un cigarro. Lo encendió y le dio una profunda calada.
‒Demonios ‒dijo en un suspiro‒. Necesito un trago.
Una vez llegado el equipo de investigación, Martín apagó su cigarro sobre las escaleras y entró siguiendo a su equipo. Al llegar a la habitación del piso de arriba el detective dirigió a su equipo hacia le mesita de noche.
‒Esto es lo que encontré. Una nota, una Biblia y un cuaderno lleno de apuntes, la mayoría garabatos.
Alberto, un individuo calvo y con barba de candado, preguntó:
‒¿Nota suicida, tal vez?
El detective tardó en contestar que no estaba seguro, a lo que Alberto se adelantó:
‒Sin duda se trata de algún fanático ‒dijo mientras tomaba la Biblia con los guantes‒. ¿Alguna hipótesis, jefe? ¿Se trata de alguien que está vivo o muerto?
‒Demasiado temprano para contestar tus interrogantes, Gutiérrez. Alonso, tú encárgate de las evidencias, y tú, Rafael, toma algunas fotografías. Es hora de irnos.
Sus acompañantes lo obedecieron y al llegar a la entrada principal se detuvieron en seco, sintiendo un golpe invisible en la boca del estómago y un escalofrío recorrer sus espaldas. Martín fue quien abrió la puerta de malla, mientras los demás exclamaban, asombrados, palabras indescriptibles para los oídos del detective. Rafael sacó su cámara y la puso en acción, no sin cierta mueca de desagrado en su rostro. El detective se puso en cuclillas a examinar de manera superficial lo que tenía delante de él. Una pequeña mano inerte. Fueron pasados algunos segundos antes de darse cuenta, por la palidez de la misma, de que no tenía uñas. Todas habían sido arrancadas. El detective soltó un suspiro.
‒Alonso ‒dijo.
El joven se acercó y recogió la mano del piso con unas pinzas. Una vez estando en la bolsa de plástico fue cuando todos fruncieron el ceño. En el reverso había una letra marcada con sangre. Era una S.
Ricardo permaneció sentado aun cuando la misa ya había terminado. Su cara acomplejada no dejaba de mirar en dirección hacia las figuras santas que escuchaba murmurar al desviar su mirada, cuando de repente sintió una mano tibia y pesada posarse sobre su hombro.
‒Hijo ‒le dijo el Padre Simón‒. ¿Liberarás la carga de tu mente?
Ricardo se limitó a mirarlo de reojo. Después asintió.
‒Bien ‒dijo el Padre‒. Vayamos.
Se encaminaron hacia el confesionario. Ricardo se puso en cuclillas con ambas manos posadas en su frente, mientras el Padre se sentó del otro lado y abrió la pequeña ventana. La confesión duró alrededor de quince minutos. Ninguno de los dos se despidió, pues ambos sabían que no pasaría ni una semana para volverse a ver. La penitencia era algo exagerado para Ricardo, pero aun así la cumplió. Al salir de la iglesia tomó un cigarro de su cajetilla roja, se lo colocó en la boca y lo encendió. Se subió a su pickup y se dirigió a su casa.
La sala en la que se encontraba el detective Martín sólo se encontraba iluminada por el foco de la misma. No tenía compañía más que la de su gato Félix y una taza con café negro. Eran las 11:55 P.M. y el sueño no se había apoderado del peso de sus párpados. Había mucho trabajo por hacer. Mil veces se preguntaba por qué se había decidido por este trabajo. La respuesta aún no llegaba a su cabeza. En momentos como estos, en donde no llegaba la inspiración para contestar a tal interrogante, se sumía más y más a su trabajo: encontrar a este malnacido. Lo que su jefe le había pedido era algo que estaba fuera de su alcance. Sus años como investigador se habían quedado cortos, pues éste pasaría a convertirse en uno de esos casos en los que uno, no se daría con el presunto homicida, o dos, sería demasiado tarde cuando lo encontraran. El gusto ya frío de su café hacía arrugarle un poco la nariz. No hay nada peor en el mundo que el paso de un café caliente a uno frío. Con una mano sobre su frente, y la otra sosteniendo una pluma, Martín anotaba en su libreta todo lo recabado de acuerdo a los informes que sus colegas de bajo rango habían anotado. Este malnacido no es un santo como aparenta ser. No sé a qué se referirá con que le sirve al Señor. Lo único que causa son daños… a no ser que…
El detective se queda pensando en ir a la única iglesia que hay en su pueblo. Le haría una cordial visita al padre Simón.
La vida de Ricardo siempre ha girado alrededor de hacer el bien para y ante todos. Sabiendo que esa acción es desgastante, él siempre se ha mostrado ferviente al momento de hacerlo y nunca ha causado mal a nadie… al menos no desde su perspectiva. Su madre, antes de morir, le había dicho a su esposo que, pasara lo que pasara, nunca dejara a Ricardo solo. Promesa que nunca cumplió, así como muchas otras. Es curioso que la madre de Ricardo presenciara su muerte. Algunas personas lo llegan a sentir, a otras simplemente les llega sin aviso. Ricardo siempre pensó que d esta última manera es más excitante; más sensual. Su padre fue todo lo contrario a un ejemplo a seguir. Casi todos los viernes se reunía con sus amigos de mala reputación a apostar. Por poco y apostaba a su propio hijo, quien lo veía aspirar una línea de polvo blanco sobre la mesa de póquer cada fin de semana. El elíxir de la vida, hijo mío, solía decirle su padre. Tiempo después, y con la edad, Ricardo supo a qué se refería su padre. Las drogas no eran lo suyo. Más bien lo era hacer el bien.
La muerte de su madre es algo que jamás se llegó a perdonar, y todo gracias a su padre. Los días en los que se encontraba ebrio o drogado abofeteaba a su hijo, lanzándole una mirada perdida, pero fija a la vez, colorada, dolida y vidriosa que le decía: es tu culpa que se haya ido, muchacho. TU culpa. Y le propinaba una cachetada. Ricardo subía corriendo a su cuarto cada vez que pasaba esto y lloraba, teniendo a una almohada como su única y fiel amiga. De vez en cuando sacaba de debajo del colchón una foto antigua de su madre a la que le prendía una vela. Esta acción la aprendió de un cura que conoció en la iglesia, quien le decía: Ella te escucha, hijo, aunque no esté aquí. Ella lo hace y está muy orgullosa de ti. Esto hacía derramar lágrimas en los ojos de Ricardo, quien siempre regresaba con una vela después de cada encuentro con el cura. Su padre, tras encontrar las velas, se burlaba de él. Ese farsante no sabe ni lo que dice. Es un maricón, solía decirle. Con el paso del tiempo Ricardo le prestaba menos atención. Tanto así que llegó a matarlo.
Matar es una palabra fuerte. Dejar morir a alguien lo es un poco más. Uno de los fines de semana en los que su padre se encontraba fuera de sí, Ricardo se lo llevó arrastrando hasta su cama. Lo hizo más bien por lástima que por deber. Lo recostó bocarriba sobre su cama. Al darse media vuelta escuchó sonidos guturales. Regresó medio paso y observó. Su padre no paraba de toser ni de estirar el brazo en señal de auxilio. Se encontraba tan ebrio que apenas podía articular palabra. No era necesario ser muy listo para poder descifrarla. Una línea delgada y curvilínea se asomó en el rostro de Ricardo. Su padre no paraba de toser. De repente, comenzó a aparecer un líquido viscoso y amarillo salir de la comisura de sus labios, que burbujeaba. Ricardo se acercó más. Arrastró la silla que siempre tenía su padre a un lado de la cama y se dedicó exclusivamente a verlo ahogarse en su propio vómito.
II
El creyente se orilló afuera de una casa no muy lejos de la iglesia. Desde que salió de su casa no había dejado de fumar. Un cigarro tras otro tarareando canciones que transmitían por la radio. Le gustaba tener la mente ocupada por aquello de las voces. En esta ocasión transmitían Paranoid Android, de Radiohead. A mitad de la canción vio salir a un niño de su casa con un pequeño avión de juguete. Esto captó por completo la atención de Ricardo, quien arrojó la colilla por la ventana y encendió su pickup. Esperó a que el niño se distanciara un par de metros para seguirlo. No muy lejos de ahí había un pequeño bosque en donde los niños solían jugar. A veces en conjunto, a veces en solitario. Parecía que en esta ocasión se trataba de algo solitario. Ricardo no dejaba de tararear el verso de la canción. El pequeño no dejaba de jugar con su avión, haciendo sonidos de motor, lo que hacía llenarle su barbilla de saliva burbujeante. Y, en efecto, el niño se adentró en el bosque. Ricardo comenzó a sentir nervios y un calor reconfortante se empezó a adueñar de su cuerpo. Apagó el motor de su pickup. Debajo del asiento copiloto, su mano derecha sintió la figura de lo que andaba buscando. Se bajó del pickup manteniendo una distancia prudente y guardó el instrumento gran parte por debajo de la camiseta de la espalda, pequeña parte en sus traseros. Ricardo trataba de caminar de la manera más sigilosa posible; algo difícil debido a las hojas secas de los árboles. De repente, el niño se detuvo en seco, volteando lentamente hacia atrás. De haber ocurrido en otro contexto, la situación en la que se encontraban resultaría cómica. Ricardo se quedó en blanco, paralizado, sintiendo el latido de su corazón en la garganta. Tragó gordo. Manzana de Adán, pensó.
‒Hey, pequeño. ¡Hola! No quería asustarte ‒dijo Ricardo.
El niño se limitó a quedarse parado, sin ninguna expresión en su rostro. Al ver que no cedía, Ricardo le dijo:
‒Muy mal comienzo, ¿verdad? Te pido una disculpa. Mi nombre es Juan, ¿cuál es el tuyo?
‒Miguel –contestó. De nuevo, inexpresivo.
Ricardo se aventuró a extenderle la mano. El niño se la estrechó, lo que le causó cierta sorpresa. El niño se dio cuenta y le dijo:
‒Pareces buen tipo.
‒Y lo soy, Miguel. Ahora no somos extraños, ¿cierto? Ya conocemos nuestros nombres.
El niño soltó una risita y dijo estar de acuerdo.
‒¿Quisieras ayudarme, pequeño? Mi pickup se quedó tirado y necesito a un jovencito fuerte y sano como tú que me ayude con un pequeño empujón.
‒¡Claro! –soltó el niño.
‒Excelente. No es muy lejos, es por aquí atrás. Después de ti, campeón.
Después de haberse distanciado un par de pasos, Ricardo lo siguió. El niño volteó preguntándole si faltaba mucho. Ricardo sólo reía y le hacía señas con la mano de que siguiera caminando.
‒Ya casi llegamos, campeón.
‒Oh, ya lo veo. ¡Lindo auto!
‒Es un pickup –le dijo mientras acariciaba su abundante cabellera.
‒¿Y cuál es el problema?
‒Creo que se averió una llanta. Me asomaría para verla, pero tengo un dolor de espalda terrible. ¿Podrías hacerme el favor de verla por mí?
El niño no replicó y asomó su cabeza por debajo mientras Ricardo sacaba su bate de baseball por detrás.
‒Señor, todo parece estar bi…
Un golpe seco bastó para dejar al niño inconsciente, pero la ansiedad y la locura de Ricardo lo incitaban a propinarle más golpes a la cabeza del niño. Pequeñas y grandes gotas de sangre salpicaron su rostro. De su pickup extrajo una manta y un hacha. Cortó una extremidad del niño y el resto lo envolvió. Cavó una fosa mientras tarareaba la misma canción desde el inicio y arrojó el pequeño cuerpo, cubriéndolo bien con la adición de las hojas de los árboles. La extremidad, que después pasaría a manos del detective, la metió dentro de su pickup. Esta vez no encendió el radio. La canción que seguía pegada en su cabeza había llegado a la última línea y eso le bastaba para el viaje de regreso: God loves his children, God loves his children, yeah!
La influencia del Padre Simón hacia Ricardo había sido buena en un principio. Sin embargo, como muchas cosas, eso cambió. Al Padre le rompía el corazón verlo triste cada vez que iba a visitarlo. El beneficio, en algunas ocasiones, se comporta de manera egoísta y cruel. Algunas personas se comportan como sanguijuelas al querer obtener lo que tanto han anhelado, abusando, en el buen sentido de la palabra, del otro. Este caso era uno de ellos. En su mayoría, la vida del Padre Simón había sido insípida, como un individuo que es atacado por un resfriado y que quiere saborear su comida, pero se da cuenta que ha perdido el sentido del gusto, quien vorazmente aspira y aspira para tan siquiera sentir un poco el sentido perdido. El Padre fue su mentor, parte en la adolescencia, parte en su adultez y madurez como buen cristiano. Cuando llegaba el momento de confesarse, el Padre volvía a sentirse vivo. Necesitaba sentir algo de adrenalina, algo que él, ni en sus más profundas anhelaciones, podría llegar a realizarlo. De ninguna manera. Necesitar el perdón por el acto y más que el acto. Haré esto porque sé que puedo rezar por el perdón una vez que esté hecho. La enseñanza más grande de Ricardo. Moralidad. Una vez que Ricardo se confesaba por mínimos actos de imprudencia, el Padre lo incitaba a acercarse cada vez más a cometer crímenes más grandes: asesinatos. Liberar la carga de su mente. Ahuyentar a las voces. Hasta llegar al día en el que la densidad fuera penetrada por algo de luz.
Al poner un pie fuera de su casa a la mañana siguiente, el detective se encontró con una desagradable sorpresa que hizo que su corazón soltara un brinco. Era otra mano. Esta vez era una mano izquierda. Todavía estando perplejo entró a su casa y tomó unos guantes y una bolsa. Al vaciarla se dio cuenta de que había dos letras más: O y L. El detective unió las palabras. ¿SOL?, se preguntó. Sacó su celular y llamó a su equipo para dirigirse hacia allá. El Padre podría esperar.
Las dos manos se encontraban en la mesa metálica siendo observadas por el equipo del detective.
‒Es hora de ir haciendo conexiones, caballeros ‒dijo el detective.
Rafael ya había fotografiado y guardado las evidencias. Gutiérrez llevaba su pequeña libreta con la palabra SOL anotada
‒No creo que se refiera a los rayos de luz, pero… tratándose de un fanático no me llevaría una sorpresa.
Los del círculo soltaron risas.
‒Yo tampoco ‒dijo el detective‒. De lo que sí estoy seguro es que nos irá dejando más rastros de pistas, lo que implica más víctimas. ¡Hay que detener a este malnacido ya! ‒espetó dejando caer su puño sobre la mesa.
‒Martín ‒dijo Alberto‒, creo que deberíamos meternos en la mente de este asesino. Comenzar a pensar como él.
‒¿De qué hablas?
‒Bueno, sabemos que es un fanático que venera. Nos ha mandado dos pistas: una mano derecha y una mano izquierda. En vez de colocar las evidencias que vayan surgiendo, que sabemos que habrá más, tal vez… bueno, no sé qué tan descabellado suene esto, pero… creo que deberíamos colocarlas en una cruz de madera.
El equipo quedó en silencio. La expresión en el rostro del detective era difícil de descifrar.
‒Vaya, me sorprende la destreza de tu mente abstracta, Alberto. Recuérdame darte un aumento. Encárgate de traer esa cruz.
Alberto asintió y emitió un grito ahogado. Los demás rieron.
El detective dividió tareas que consistían en ir a preguntar a los residentes de las casas si habían notado cosas inusuales en los últimos días. Ese mismo día, por la tarde, el detective decidió quedarse en su oficina con los ojos enfocados en su libreta. El cuaderno con garabatos estaba de su lado derecho, mientras que la nota a su izquierda. Si la nota era algo de qué preocuparse, el cuaderno lo era más. Contenía dibujos de anatomías humanas bastante explícitos. Automáticamente la memoria del detective regresó a la secundaria, en donde pubertos en la edad de la punzada abusaban de dichos dibujos. Sin embargo, no todo era sexual. Había dibujos de demonios, seres extraños y de ángeles con armas apuntando directo hacia sus corazones, trazados de manera tal que algunos dibujos se podían ver hasta en las tres hojas siguientes. Ahí el detective pudo percibir coraje en las ilustraciones. Siguió hojeando el libro hasta llegar a la última hoja, en donde sintió que su sangre se había helado. Permaneció varios segundos hasta que asimiló la imagen, pero… ¿cómo era eso posible? Le sorprendió mucho adecuarse al cambio, cual onda progresiva. La última imagen retrataba lo que parecía ser el interior de una iglesia, en donde aparecían unas bancas bastante pulcras y abandonadas. En un extremo se encontraban sentados dos individuos. Para ser exactos, sólo uno estaba sentado, el otro permanecía arrodillado. No se podía ver su rostro; la ilustración parecía haber sido dibujada desde arriba, como si alguien (o algo) los estuviera vigilando. Todo daba cabida a que se trataba de una confesión. El detective cerró de manera brusca el cuaderno, tomó la nota y salió furioso de su oficina. Ahora sí tenía que visitar al Padre Simón.
Las campanadas de la iglesia sonaron por tercera vez y su ferviente admirador se puso en pie. Había dos cosas que Ricardo disfrutaba en las misas. La primera era el sermón. Escuchar decirlo al Padre le resultaba reconfortante, sobre todo por su profunda voz. A veces solía cerrar los ojos y vislumbrar un paisaje, como el que narra la Biblia. ¿El paraíso? La segunda era algo de lo que se avergonzaba un poco, pero que la penitencia perdonaba: tener erecciones. Sobre todo durante la primer y segunda campanada, que es cuando la mayoría de la gente entraba y se sentaba. Aquellas jóvenes con vestidos y faldas largas. Al tener esas manifestaciones sentía un ligero calentamiento en su cuerpo. Una joven de cabello lacio y oscuro se sentó en la banca de enfrente. Al poco tiempo se hincó, subiéndosele un poco la falda. Ricardo se percató de ello y comenzó a sentir una reconfortante llamarada en su interior. La misa llegaba a su final, por lo que se puso en pie con sus manos entrelazadas en su entrepierna para ocultar su obviedad y se olvidó de todo lo demás.
Al finalizar la ceremonia permaneció sentado un momento más, esperando al Padre Simón para confesarle su última acción. Mientras esperaba su llegada, se entretenía mirando a aquellas muchachas, volteando de aquí para allá, discretamente. En una de sus torcidas de cuello vio a alguien parado en la puerta, como si esperase a alguien. Al darse cuenta acerca de quién era aquel individuo su calentamiento corporal desapareció. Era el detective.
III
El detective esperó a que la gente saliera de la iglesia para poder adentrarse en ella. Nunca había sido un hombre religioso, aunque de pequeño lo criaron como católico. Vislumbró al Padre y se dirigió a él, caminando lento y con las manos en los bolsillos. El padre lo vio dirigirse hacia él y permaneció en postura recta. No hay nada de qué preocuparse, Simón, pensó. Todo estará bien.
‒Buen día, Padre…
‒Simón. ¿Y usted es…?
‒Detective Martín ‒dijo mientras mostraba su placa.
‒La misa ha terminado, hijo. ¿En qué te puedo ayudar?
‒Estamos investigando a un individuo que creemos que es el autor de varias desgracias. Horribles desgracias.
El Padre cerró los ojos en gesto de dolor y añadió:
‒Me he enterado, hijo. Pero dime, ¿por qué has venido a la casa de Dios? Este es un templo sagrado y de buenos cristianos.
Martín sonrió y dijo:
‒Lo hago, Padre, porque en este pequeño pueblo sólo hay dos iglesias. Ésta, en la que puedo interrogar a personas, y otra, en la que puedo interrogar a escombros y a suciedad. Recuerde que es un pueblo pequeño, Padre, y ya sabe lo que dicen: “Pueblo chico…
‒…infierno grande” ‒concluyó el Padre viendo hacia su izquierda mediante su vista periférica‒. Es usted muy gracioso, Martín ‒y soltó una forzada carcajada, colocándole un brazo sobre el hombro‒, pero viene usted al lugar equivocado. Como le digo, esta es casa de buenos cristianos.
‒Entonces algún buen cristiano no está en su sano juicio. Es sólo mi opinión, Padre. ¿Pero hacer esto?
Martín sacó el cuaderno de dibujos que escondía debajo de su traje y lo abrió justamente en la última hoja. Se la extendió al Padre, quien tragó gordo. Su rostro se endureció y dijo:
‒Bonito dibujo. ¿Quién es el autor?
‒El mismo que ha cometido los asesinatos.
‒Pareces muy seguro de ello. Deberías de tener un poco de cuidado al encauzar al acusado.
‒Tengo corazonadas muy fuertes que rara vez se equivocan, Padre. Pero… dígame algo. ¿Acaso este individuo no es usted? ‒preguntó señalándole al Padre en caricatura que permanecía sentado.
El Padre Simón se colocó sus anteojos y lo estudió varios segundos. Al final dijo:
‒Demasiado delgado para ser yo ‒dijo mientras se tocaba la prominente barriga.
El detective hizo caso omiso de su contestación. Cerró el cuaderno y se lo volvió a guardar.
‒Podría parecerle un juego, Padre. Pero si me entero de que es cómplice de las confesiones de este malnacido…
El Padre le cubrió la boca.
‒No en la casa del Señor.
Martín apartó bruscamente la mano del Padre y continuó:
‒…usted pararía al mismo sitio que él.
‒No respondo por nadie, detective. Y si lo fuera, jamás, escúcheme bien, jamás revelaría algún secreto de confesión. Estaría violando a la moral, tanto a la mía como a la de la persona involucrada. Y de paso quedaría mal frente al Señor.
El detective dejó escapar un breve silencio.
‒Muy bien, Padre. Esto se resolverá con o sin su ayuda.
El Padre soltó una risa amarga y dijo:
‒Que la paz esté contigo, hijo mío.
Habiendo dicho esto, se alejó dirigiéndose hacia el lado izquierdo al que había estado mirando y en el cual se encontraba Ricardo, quien lo había escuchado todo.
‒…y con tu Espíritu ‒concluyó Martín y salió de ahí.
El Padre estaba parado delante de Ricardo con el gesto duro, comprimido. Ricardo sólo se limitaba a observar sus pies.
‒Creo que recuerdas a quien nos acaba de visitar, ¿no es así, Ricardo?
‒Sí, Padre ‒contestó en un susurro.
El Padre continuaba en su misma posición. El silencio torturaba por completo a Ricardo porque es en esos momentos en los que las voces comenzaban a rondar por su cabeza. El Padre era consciente de ello.
‒¿No tienes nada que decir? ¿Tal vez algo referente a un cuaderno lleno de tus estúpidos dibujos que dejaste en tu antigua casa?
Silencio por parte de Ricardo, quien sólo escuchaba la respiración lenta y profunda del Padre.
‒¿De veras eres tan estúpido y descuidado? Habernos dibujado a ti y a mí en la iglesia durante una confesión ‒el Padre soltó una carcajada burlona‒. Esto va a parar mal, Ricardo. Tú no me jalarás contigo. ¿Me escuchaste?
Diminutas perlas de sudor comenzaron a inundar la frente de Ricardo. Hazlo. ¡Sabes que lo tienes que hacer! Tienes una deuda que saldar.
‒Basta ‒susurró Ricardo.
‒¿Qué has dicho? ‒preguntó el Padre. ¿Acaso era eso una leve sonrisa en sus labios?
No vales nada. Sólo desperdicias el aire que respiras. ¡Eres un egoísta! ¡No mereces nada! Eres un inútil. Una aberración… ¡un asesino!
‒¡YA BASTA! ‒vociferó Ricardo.
El Padre retrocedió perplejo unos pasos. La mirada desafiante y desencajada del individuo que tenía enfrente hizo temblar su mandíbula. Ricardo se acercó apresuradamente. Estaba a tres centímetros de su rostro.
‒Yo les enseñaré, Padre.
Dicho esto, salió por donde hacía unos minutos el detective había abandonado la iglesia. El Padre se sentó en el púlpito y sacó su celular.
‒Hijo ‒dijo‒, sé que hace muy poco hablamos, pero yo te puedo ayudar a encontrar lo que buscas.
Los dos asesinatos que ocurrieron después ocurrieron en una sola noche, a sólo tres días de lo ocurrido en el bosque y en donde nadie había podido dar con el cuerpo… aún. Parecía que la suerte estaba de su lado. ¿Y por qué no? Si había sido buen prójimo. Ya estaba por terminar con su promesa, con su misión. Estacionó su pickup, como de costumbre, afuera de una casa en donde veía pasar a muchos niños yendo de aquí para allá. Había una fiesta familiar en una de las casas. Iban a ser las ocho de la noche cuando un par de sujetos salieron al patio a tomarse unas cervezas con dos pequeños: una niña y un niño. Ninguno parecía rebasar los diez años. Al pasar unos minutos, Ricardo escuchó que uno de los mayores les decía algo. Un Ya regreso, no te muevas. ¿Tal vez? Sí, pues los dos adultos se metieron a la casa dejando la puerta abierta. Ricardo tomó la máscara que tenía dentro de su pickup y se la colocó. Ahora era un conejo con los cachetes ruborizados. Bajó el vidrio del pickup y esperó. Los adultos que ahora estaban adentro de la casa parecían estar discutiendo, a juzgar por el tono y el volumen de la voz. La niña fue quien lo vio primero. Tocó el hombro del niño y señaló hacia el individuo con la máscara. Ricardo comenzó a hacer movimientos tontos con su cabeza de un lado para otro y haciendo ademanes, lo que causó que los niños rieran un poco. Les hizo señas con su índice de que se acercaran. La niña había dado dos pasos cuando el niño la detuvo. Tenía cara de preocupación. Su compañera le acarició la cabeza, lo tomó de la mano y juntos se dirigieron a la puerta del pickup que Ricardo tenía abierta.
Esta vez las pistas no fueron directamente hacia el detective, sino a la comisaría. Alberto, el individuo calvo y con barba de candado, fue quien recibió la sorpresa matutina. Una pequeña pierna derecha con pequeñas uñas pintadas y una pierna izquierda colgaban dentro de una bolsa de plástico en la puerta principal de la comisaría sujetadas por un alambre. En ella había una hoja doblada, aparte de lo escrito en cada pierna: UC e IÓN.
‒Solución ‒dijo el detective Martín‒. Solución… ‒repitió aún más perplejo.
‒Y no se olvide de la nota ‒le recordó Alberto.
El detective le lanzó una mirada interrogativa. Alberto se la dio. Martín la abrió y la comenzó a leer:
Sé que eventualmente esto pasará a sus manos, detective. Sólo quiero avisarle que con esto culmino los infortunios que le he estado causando a usted y a su equipo. Espero. Solución es una palabra que tal vez usted(es) no entienda(n), y la verdad no me importa, pero significa mucho para mí. Fue un placer haberle causado tantos dolores de cabeza, detective. Créame que lo disfruté bastante, casi como haber asesinado a todas esas pobres e inocentes criaturas. Se me enchina la piel con sólo recordarlo.
Tenga buen día, detective. Espero verlo pronto con Él. Estoy seguro que tengo un lugar apartado allá arriba. De usted… bueno, de usted no estoy tan seguro.
P.D. El Padre Simón lo sabe todo
A veces es imposible articular palabra cuando se siente y se piensa mucho. Por más que tratas de acomodar tus ideas no encuentras la manera en la que las palabras salgan a formar parte del viento. Así se sentía todo el equipo de investigación. Alberto se dirigió hacia su auto en donde se encontraba la cruz de madera que había propuesto. La colocó en la mesa metálica y comenzó a adornarla con las evidencias. Parecía una imagen sacada de una pesadilla. Una mano hacia la derecha, otra hacia la izquierda. Una pierna debajo y la otra a un lado formaban parte de la palabra final.
‒Listo, jefe ‒dijo Alberto.
El detective soltó un suspiro.
‒Vayamos.
Todo el equipo de investigación, junto a un par de patrullas se dirigieron a la iglesia. Bajaron de ellas policías armados delante del equipo de investigación y se adentraron a la iglesia.
‒¡Despejado! ‒gritó uno de los oficiales.
‒¡Verifiquen bien! ‒gritó el detective.
Inspeccionaron detrás de las puertas, en las bancas, dentro del salón de los nichos. Ni un alma. El detective vio algo más adelante, de cara al púlpito, y se acercó.
‒¡Detective! ¡No vaya tan lejos! ‒gritó un oficial.
Martín hizo caso omiso y continuó acercándose. Lo que tenía a unos centímetros de él era una paloma blanca muerta con dos letras pintadas en sangre.
‒¿Qué es, Martín? ¿Qué pasa? ‒preguntó Alberto y se percató de lo que tenía enfrente.
‒La última pista, Alberto. Ese hijo de puta lo volvió a hacer. Y ahora se nos escapa
En el pecho de la paloma había dos letras: A y B.
‒Absolución, jefe ‒dijo Alberto.
‒Para el perdón de los pecados ‒concluyó el detective.
Martín dejó escapar su furia en un grito que hizo eco por toda la iglesia, haciendo volar varias palomas que se posaban en la campana. Una de ellas, la última pista, pasaría más tarde a formar parte de la evidencia y del informe final, colocándose en el centro de la cruz. En el centro de todo. Ya era demasiado tarde.
El individuo recargado sobre el pino sostenía un cigarro que se consumía solo. Raramente se lo llevaba a la boca. Estaba esperando a alguien, a quien había conocido desde pequeño. Ahora esa persona era un adulto que sabía tomar decisiones, la de hoy la más importante y culminante de todas. El esperado llegó con paso sereno, con las manos en los bolsillos y con el gorro de su sudadera puesto. El individuo recargado sobre el pino se puso derecho y arrojó el cigarro ya consumido.
‒¿Qué hacemos aquí? ‒preguntó el esperado
‒Ya lo verás. Esperaremos a La Señal.
El esperado miraba por todos lados, aún sin comprender.
‒No tienes de qué preocuparte. Veo que ya estás listo.
El esperado no contestó. A lo lejos se escuchaba un ligero sonido arrullador, que aumentaba con el pasar de los pesados y eternos segundos. A lo lejos ambos vislumbraron algo amarillo de gran altura y tamaño. El sonido aumentó, junto con el objeto andante. Ya no era arrullador, de hecho, era bastante ruidoso y, ¿qué era aquello que lo acompañaba? ¿Gritos? ¿Carcajadas? Se dibujó una sonrisa en el rostro del esperado y un autobús repleto de niños pasó por enfrente de ellos.
‒Él nos ha mandado La Señal. Ya estás listo, Ricardo.
Éste sonrió.
Por Pedro Luis Salas*
*Entierro de voces constituye la precuela de El autobús, ambos estrenados en Crónica Sonora.
«Coffee and Cigarettes», ilustración de Néstor Pe