«DESCUBRIENDO» EL NOROESTE

La lejanía es una sensación que nos ha marcado, más que sonorenses, somos “lejanos”. Una lejanía en la que aún sobrevive el estigma de la “incultura”, a la que aún es necesario “llevarle” los trastos del conocimiento, en donde aún flota la mítica frase de Vasconcelos, “donde termina la cultura y empieza la carne asada.” Como lejanía no se puede definir a sí misma. Es definida “Allá” y su definición enviada más lejos, lejos del alcance de la vida cotidiana de sus vecinos. Entramos a la modernidad marcados por la lejanía. Desde “Allá”, desde aquel punto mítico donde dibujan los perfiles y colorean los blancos del mapa nacional para “integrarlos” a la vida nacional, le dieron forma al Noroeste de México. Antes era eso, una gran mancha blanca, primero en el mapa de la conquista occidental y luego otra gran mancha en el mapa nacional. 

Desde aquella lejanía en la que vivía la pequeña “tribu” de los hermosillenses cultivando las labores para producir trigo y otros productos y regresar a la monotonía de la vida pueblerina, vieron llegar las formas de la nueva modernidad. Formas que ya habían leído unos cuarenta años atrás y de las que quedaban bastantes restos. La modernidad finisecular, la porfirista, extendió su influencia sin llegar a romper por completo los límites de una región que no alcanzó a tender las comunicaciones hacia el “centro” del país. A diferencia de otras ciudades norteñas, como Monterrey y Chihuahua, no trazaron una ruta del centro hacia los Estados Unidos que motivara su desarrollo urbano. Al otro lado de Sonora, había otra lejanía, Arizona. Un territorio de paso haciendo un comercio transfronterizo bastante primario con Sonora, algunas yardas de indiana por rastras de chile colorado o paquetes de carne seca. Desde mediados del siglo XIX, ambas lejanías trataban de complementarse.

México es un país que tiene un centro e imaginamos la geografía humana dependiendo de la distancia, de la lejanía o cercanía, que nos separa del punto dador de las formas que recibe del mundo que las genera. El norte de México se fue “descubriendo” al trazar caminos de ese punto centro hacia la línea fronteriza, hacia los Estados Unidos. Primero fue el noreste, con sus puntos fronterizos y el puerto de Tampico que, junto con el de Veracruz, daba entrada y salida al comercio. Posteriormente el centro norte, Coahuila y Chihuahua, hacia donde tendieron líneas férreas. El Paso (Hoy Ciudad Juárez), llegó a ser un centro comercial al igual que la efímera Ciudad Bagdad, cerca de la desembocadura del río Bravo. El noroeste permaneció al margen del norte durante el siglo XIX. El Ferrocarril de Sonora, tendido durante los primeros años de la década de 1880, cubría una distancia entre Guaymas y Nogales, similar a la que cubría el ferrocarril de Tampico a la Ciudad de México.

El centro descubre el Noroeste de México con la revolución mexicana y lo ocupa pasada la Segunda Guerra Mundial. Las compañías agrícolas estadounidenses le dejaron en herencia importantes y fructíferos valles agrícolas, el de Mexicali, en Baja California, los del Yaqui y Mayo, en Sonora, y el del Fuerte, en Sinaloa, que pasaron a fortalecer la economía nacionalista del México posrevolucionario. Grandes extensiones de tierras agrícolas complementadas con obras hidráulicas en la década de los cincuenta, presas y sistemas de canales de riego, para aumentar la producción agrícola, que atrajeron a miles de inmigrantes del centro y sur del país. Fue cuando el centro descubrió el Noroeste y lo integró al Norte de México. El “descubrimiento” fue una verdadera avalancha humana cargando con las formas de sus orígenes, desde recetas culinarias hasta formas arquitectónicas y urbanas ya experimentadas en la región. Llegaron los artesanos que en Puebla elaboraban la cerámica de Talavera, que en Michoacán laqueaban la madera y fabricaban guitarras de Paracho, que en Oaxaca presumían sus piezas de barro negro, que por todos los rumbos de donde se desprendían guisaban mejores guisos que la rústica carne asada regional. Artesanos que, al llegar a los desolados rumbos del norte mexicano, perdieron sus habilidades para convertirse en recuerdos nostálgicos de sus querencias, mientras se integraban en calidad de mano de obra a las actividades industriales.

 El “descubrimiento” del Noroeste de México fue, al igual que el descubrimiento del Septentrión de la Nueva España, el catálogo de recursos naturales y humanos para el enriquecimiento de la metrópoli. Los escritos de los misioneros, como “Los Triunfos de “Nuestra Santa Fe”, del jesuita Andrés Pérez de Rivas, o los “favores Celestiales” de Eusebio Francisco Kino S. J., son reportes de las potencialidades económicas de cada región, equiparables a los estudios regionales contemporáneos. Al igual que los misioneros en la colonia, los ingenieros y los geógrafos del México posrevolucionario, perfilaron las regiones desde los recursos naturales, las capacidades humanas y la naturaleza con un mismo objetivo, el sostén de la metrópoli. Perfilaron las regiones desde una lejanía buscando trazar las ligas, establecer las “oficinas” desde donde se manejaban los reglamentos del Gobierno Central. Pero a diferencia de los misioneros que vivieron una frontera con grandes manchas blancas en el mapa de la conquista, los ingenieros y los geógrafos enfrentaron una frontera donde “el otro lado” les marcaba los rumbos de los caminos. La frontera se define no tanto por lo que yo estoy construyendo en este lado, sino por lo que desconozco del otro. Las fronteras son punto de contacto con formas ajenas y, en la medida en que aquellas formas ajenas al Centro lo van influyendo, lo van interviniendo, redactan la definición de las regiones fronterizas, en este caso.

Como alumno de la Escuela Nacional de Arquitectura, de la UNAM, tuve la oportunidad de asistir a un par de conferencias, por allá en 1973, dictadas por don Ángel Bassols Batalla sobre la importancia de los estudios regionales. Con gran entusiasmo disertó sobre el promisorio futuro de México a partir del conocimiento de las potencialidades de sus diversas y diferenciadas regiones. En aquellos tiempos jugaban con la idea de un México invirtiendo en sus propios recursos, construyendo la infraestructura necesaria para la explotación de la agricultura, la minería, la pesca. En una de sus pláticas comentó su próximo viaje a Francia, donde estudiaría las “nuevas” metodologías de estudios regionales. Los que vienen de lejos a definir la región, también tienen su propia lejanía a la que ir para aprender a leer los procesos regionales e históricos.

Bassols Batalla se lanzó al Noroeste en 1943, siendo aún un joven en rebeldía, “contra un mundo hipócrita que dejaba morir a millones de hombres en la Segunda Guerra Mundial.” (El Noroeste de México. 1972. Ángel Bassols Batalla), mientras en el país las “clases altas” hacían lo propio con los desposeídos. En un intento por alejarse decidió, dice: “marcharme a lejanas regiones de nuestro país.” Envuelto en el “romanticismo” de “lejanas tierras” va descubriendo una “realidad”. Un espacio que, por sus mismas sorpresas al vivirlo y describirlo, nos dice de manera clara la verdadera dimensión de aquella lejanía. Al igual que los misioneros, no vio una región discurriendo en su propia dinámica, sino un territorio al margen y sin historia. El juego del tiempo le niega el pasado y le dibuja un futuro que, si “antes” giraba en torno al suroeste de los Estados Unidos y a los proyectos agrícolas y mineros del vecino país, ahora lo hará en torno a aquel centro que lo ve desde lejos. Pero la lejanía tiene su propio juego, su propio encanto.

Al analizar el Hermosillo de la década de 1950, regresa a la mente aquella preocupación del Estado por definir las regiones en relación al proyecto de industrialización por sustitución, que incluyó a la capital sonorense en un proceso de crecimiento demográfico con todas las consecuencias que trataremos de analizar en el presente trabajo. El proceso urbano de Hermosillo en las décadas del cuarenta, cincuenta y sesenta, adquieren sentido y mayor profundidad al recorrerlo con el trasfondo de este proyecto nacional redefiniendo lo regional.

A la lejanía de los hermosillenses se fueron sumando las lejanías de los inmigrantes que abordaron el ferrocarril o el autobús, cargando con sus formas para encontrarse entre sí. Un montón de formas y sentidos del humor  encontrándose en las calles, en las plazas, en los edificios públicos, reclamándose entre sí y a los que ya estaban, ser los poseedores de la forma “verdadera”. La pequeña tribu de los hermosillenses originales, se fue diluyendo al paso de los años, mientras los inmigrantes continúan reclamándoles un “regionalismo”, sin darse cuenta que éstos se desvanecieron y ellos pasaron a ocupar el gentilicio que, por cierto, continúan rechazando. Lejanos contra lejanos reconstruyendo el espacio urbano, armando el discurso del hermosillense en gestación en un intercambio que marcaba las diferencias de cada pequeño grupo identificado con alguna región del país. Pero el desaparecido hermosillense aun vaga como un fantasma al que se le atribuyen los males y los conflictos generados por las diferencias y desavenencias entre los diferentes grupos de lejanos.

Por Jesús Félix Uribe García
Este ensayo es parte de la obra que mostramos en foto a continuación, y está disponible a la venta en miserables cien pesos, tratando directamente con el autor al teléfono 662 201 3659

Fotografía de portada, tomada a las afueras de Hermosillo, por Benjamín Alonso Rascón

Sobre el autor

Arquitecto, editor y cronista de Hermosillo

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