¿Qué pertinencia tienen hoy las películas de espionaje con la carrera armamentista como telón de fondo, si el final de la guerra fría, época en la cual potencias hegemónicas luchaban por la ventaja política, militar, espacial y nuclear, tuvo un requiem de horror: el desastre en Chernobyl?

Más allá del número de víctimas, sea por la explosión o por consecuencias radioactivas, el evento permanece como una de las mayores catástrofes ambientales en la historia. 

Así es como la ideología en occidente ha cambiado sus preocupaciones. El calentamiento global, incendios forestales y especies en peligro de extinción, ocupan lugar preferente en la agenda de nuestro siglo y no la posible amenaza de una guerra nuclear. 

Entonces, La espía roja (Trevor Nunn, 2019) apuesta a la nostalgia, siempre sentimental y a la compasión que despierta la dulce abuelita, el anciano tierno y bueno. 

Aunque la producción toma como punto de partida un hecho real: el arresto, en 1999, de la longeva Melita Norwood, espía inglesa que proporcionó información a la Unión Soviética sobre secretos relativos al programa nuclear británico, La espía roja decide construir una historia diferente con apego al corazón.

Aquí es Joan Stanley (Judi Dench). Sus primeras escenas la muestran como venerable octagenaria al cuidado de su casa y jardín; de pronto, es aprehendida por las autoridades para someterla a interrogatorios sobre lo sucedido en el pasado y su papel como informante al servicio secreto de su majestad, Josef Stalin.

La espía roja echa mano de una edición predecible al insertar pasajes anteriores con la joven Joan (Sophie Cookson) y como fue que, por amor, se involucró en los laberintos doctrinarios del comunismo. El rojo es el color de la pasión, sin duda. 

Joan, estudiante de física en la Universidad de Cambridge, conoce a Leo Galich (Tom Hughes), activista soviético que aprovecha la alianza momentánea entre Gran Bretaña y la URSS para frenar a Hitler. Cuando Joan es reclutada para trabajar en la fabricación del arma atómica inglesa, Leo busca obtener claves y cifras fundamentales pues asegura que Churchill no piensa cumplir con el compromiso de compartir los avances obtenidos. 

La espía roja, entre saltos en el tiempo, exhibe una portentosa dirección de arte. La recreación de laboratorios, aulas y dormitorios universitarios dibujan la atmósfera precisa para mostrar fortalezas, talento y debilidades de Joan, jóven. 

Mitines clandestinos – fervientes, solemnes y acompañados por la proyección de El acorazado Potemkin (Sergei Eisenstein, 1925) -, urgente ardor sexual que se resuelve al esconderse y la arquitectura medieval de Cambridge, alternan con cámaras fijas en el frío cuarto de interrogatorio donde, a punta de close ups, Judi Dench muestra el poder de su experimentado histrionismo. 

A medida que avanza el metraje, La espía roja decide justificar los devaneos de Joan como espía porque, según esto, aquello fue por amor y por la salvación de la humanidad. Tomemos distancia. En realidad, la película no se atreve a cuestionar a Joan. La justifica a través de la piedad implícita en los ojos llorosos y ancianos de Judi Dench.

No hay viejito malo, pues. 

Además hay un elemento que el guión aborda, pero de manera paulatina, traiciona: la condición femenina durante aquellos años. Era impensable que una mujer fuera reconocida como científica meritoria y Joan lo fue. Sostener que todo lo que ella decidió hacer fue por enamorarse no ayuda mucho al empoderamiento.

Hay poco gusto por el suspenso, ingrediente indispensable en un relato de espionaje antes y después de la Segunda Guerra Mundial: ahí están los nazis, la Guerra Civil Española, seductoras lecturas de Charles Dickens, el apasionado comunismo soviético y el comienzo de la Guerra Fría, pero presentadas a lo melodrama, en deuda con producciones televisivas europeas – españolas, sobre todo – por su gran atención en la utilería y escenografías.

Esta espía no es roja. Es Rosa. Y no Luxemburgo. 

Melita Norwood, bautizada por la prensa como “the granny spy”, nunca negó los cargos. Es más, dijo que de ser posible, volvería a recorrer el mismo sendero. 

El gobierno británico no la procesó. Argumentaron como razón la edad de Melita. En realidad evitaron el juicio porque eso hubiera expuesto la incapacidad del MI6 – agencia de espionaje donde trabaja James Bond – para descubrir a la infiltrada, cuya labor a la URSS cubrió de 1937 a 1973. Mejor ni le muevan. 

Por eso, cuando La espía roja resuelve presentar amor y pacifismo como motivos fundamentales de la ficcionada protagonista, en realidad hace de Joan (jóven o vieja) sólo una víctima más de los hombres. 

No se vale. Dime abuelita, porqué.

Qué leer antes o después de la función

Desde Rusia con Amor, de Ian Fleming. La más eficiente novela de la saga original de James Bond, el agente 007, se presenta con un prefacio del autor donde asegura que todo lo relatado tiene sustento de verdad, producto de sus investigaciones como espía y reportero. 

SMERSH, organización soviética secreta, es el brazo ejecutor contra espías enemigos. Se ha desarrollado un complot hacia Bond. Están involucrados la infame Rosa Klebb, Red Grant, asesino desalmado, la bellísima carnada Tatiana Romanova y una máquina capaz de descifrar códigos usados por la Unión Soviética. 

El expreso de Oriente será el escenario donde suspenso y acción provocarán una lucha a muerte entre Oriente y Occidente.

Sobre el autor

Horacio Vidal (Hermosillo, 1964 ) es publicista y crítico de cine. Actualmente participa en Z93 FM, en la emisión Café 93 con una reseña cinematográfica semanal, así como en Stereo100.3 FM, con crítica de cine y recomendación de lectura. En esa misma estación, todos los sábados de 11:00 A.M. a 1:00 P.M., produce y conduce Cinema 100, el único -dicen- programa en la radio comercial en México especializado en la música de cine. Aparece también en ¡Qué gusto!, de Televisa Sonora.

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