Uno de los efectos que más depresión me causan del crecer es la inexorabilidad de la muerte, estar totalmente concientizado de que las personas que has amado irán migrando a la noche de los tiempos. Las muertes, variadas y mórbidas, irán apareciendo esquivas en días de aparente calma donde el relato parece ser el paroxismo de lo cotidiano. Y claro, de pronto, la desgarradura, el enfrentamiento con la crueldad y la tortura del vivir.

 

Mi relación con Juan Gabriel no tiene nada de especial. Debe ser una de tantas historias donde el oído atestigua y colecciona. Poeta de los amores enconados, de los desamores culminados en tragedias y en pequeñas rememoraciones de la fragilidad en la comunicación humana, su música me ha acompañado desde que tengo memoria:

 

Primero porque siempre me ha permitido echar un vistazo fiel al pasado, desempolvar las imágenes grabadas a fuego y dicha para encontrar a mi madre, porque la música no sólo es un lenguaje alternativo, sino que es la forma que uno tiene de revivir en el día a día.

 

Segundo, porque siempre me acompañó en las noches aciagas donde los fracasos amorosos se convertían en una ley marcial. A el famoso Divo de Juárez, puedo decir sin sonrojarme, yo lo amo (o amaba): siempre que lo escuchaba me daba la impresión de estar ante el último ejemplar de una época idealizada: el de los músicos con mística y alma, seres dipsómanos y díscolos, profundamente sumidos en lo que ellos consideraban su única forma de vivir.

 

Heredero de José Alfredo Jiménez, a la par con la Chabela Vargas, Juan Gabriel era un «midnight crooner». Cuando cantaba siempre se podía intuir un algo indescifrable y que se asemejaba con el lamento del mundo, a la vez que parecía ser una celebración sin parangón del estar vivos. Fue un híbrido, un devorador de arquetipos y clichés. La voz oficial del mal de amores, un rebelde que rompió los estereotipos de esa especie de machismo insertado en el consciente colectivo. Aglutinaba a todo dios: música (en mayúsculas) para todos. Una especie de híbrido donde alma y mediatización confluían. El punto cero en la cartografía musical.

 

Más de mil canciones, su inventario es el relato de alguna mexicanidad que se antoja escurridiza, llena de lágrimas-de tristeza, rabia, felicidad…todo el espectro sensorial de la experiencia humana-. Allá lo veo-o fantaseo que lo veo- entrando a algún bar en el cinturón fronterizo de Ciudad Juárez, pidiendo algún tequila en ese olimpo sórdido y que intuyo de estética posrevolucionaria mientras se prepara para dar un espectáculo más. DEP.

 

Por Omar Quintana Nagano

Aspecto del centro de Ciudad Juárez en el año 2010. Fotografía de Benjamín Alonso

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Sobre el autor

Omar Quintana Nagano estudió periodismo a pesar de que su padre le dijo que se moriría de hambre. Escribe ocasionalmente y ganó el Concurso del Libro Sonorense 2015. Contacto: omar.qn@gmail.com

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