Un retrato fresco sobre una realidad compleja para celebrar el regreso de Joel García a esta su casa editorial

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A Miguelina Fontes

I

Se despertó con sed, quizá debido a la serie de ejercicios que hizo justo antes de irse a la cama. Fabián, de oficio albañil (dieciocho años, tez morena, 1.65 metros, secundaria trunca, boxeador amateur, descendiente de yaquis y acólito de iglesia), fue a la cocina, tomó un vaso de aluminio, se sirvió agua del grifo y tomó, pausadamente, todo el contenido. Volvió a llenar de agua el recipiente metálico, esta vez hasta su máxima capacidad y lo puso sobre la ornilla de la estufa de leña que, para esas horas ya estaba encendida -doña Lupe, su madre, se levantaba religiosamente a las cinco de la mañana, todos los días, para hacer tortillas de harina para los burritos de papa con carne machaca y frijol que les ponía de lonche a su esposo Fabián y a su único hijo Fabiancito-.

Después de cerciorarse de que hubiese suficiente brasa en la ornilla, Fabián enfiló  hacia el baño y se dio una breve ducha. Salió del baño, se vistió con la misma ropa desgastada de siempre, esa que usaba para ir a trabajar a la obra y que apestaba a sudor agrio a pesar de que su mamá la lavaba a diario, pantalones de mezclilla deslavada, playera blanca translúcida de tan vieja que estaba, con la leyenda apenas legible impresa sobre la espalda en letras rojiverdes de  ¨Colosio sí¨.

Fabiancito disfrutaba hasta cierto punto de su trabajo. Le gustaba traer dinero y la idea de no tener por jefe a un desconocido. Por lo regular el maestro de obras y jefe de los proyectos donde trabajaba, era su padre, Don Fabian-. 

Disfrutaba salir temprano de casa en su bicicleta de montaña que acababa de comprar en abonos semanales. A Fabián le interesaba el mundo de las bicicletas y, desde niño, había deseado tener una, pero por más que se la pidió a su padre, este nunca pudo comprarle una. No fue sino hasta la adolescencia de Fabián que, con el dinero que semanalmente recibía por ayudar en la obra a su padre los fines de semana, pudo al fin comprarse una.

Era la primera ocasión que Fabián compraba algo en pagos semanales, y, cada que pensaba en ello, se sentía orgulloso de poder tener la capacidad económica de pagarla. 

A Fabián le gustaba, sobre todo, la sensación de libertad que le brindaba conducirla durante largos trayectos, ir montado en ella y sentir el roce del aire fresco contra su cara.

A pesar de que no lo entendía del todo, a Fabián le incomodaba el ritual del oficio antes de empezar cada jornada laboral. Y es que, en el gremio de albañiles del desierto sonorense, existía desde hacía mucho tiempo, un curioso ritual que nadie sabe a ciencia cierta quién o cuándo se inventó, pero que consistía en que todos los trabajadores del proyecto en turno, se reunían en algún punto del terreno, justo antes de iniciar cada jornal, acomodándose de forma circular, a fumar un gran porro de marihuana que el albañil en jefe se encargaba de proporcionar diariamente, y que pasaban, alegremente, de mano en mano y de boca en boca, hasta consumirlo por completo. Aquello era una convención obligatoria.

Fabiancito conocía a la perfección y desde la infancia -innumerables ocasiones había escuchado a Don Fabián referirse a esa tradición como ¨la medicina del oficio¨-, pero el ritual lo ponía francamente de malas y, no pocas veces, había intentado saltárselo inventando cualquier pretexto, sin embargo sus compañeros siempre se las ingeniaban para traerlo de vuelta al círculo humano que formaban. Nadie escapaba del ritual.

Había en la vida de Fabián otro elemento que lo inquietaba, y que hacía que una extraña y sobrenatural voz se manifestara en su cabeza. Casi siempre que esa voz le hablaba era para reprenderlo y para hacer comentarios incisivos; y le hacía sospechar que, la decisión de haber abandonado tempranamente sus estudios le traería consecuencias a futuro, pero Fabián elegía no pensar demasiado en ello. Sin embargo, cada vez que veía a sus amigos de infancia pasar frente a su casa con los libros y cuadernos entre las  manos rumbo a la universidad, experimentaba justo en la boca del estómago, una sensación inexplicable muy parecida a la vergüenza. Aunque él no sabía con certeza que eso que sentía fuera vergüenza. En el fondo, a Fabián le preocupaba convertirse en su papá, terminar como él. Es decir, en ese viejo sin sueños y mal humorado que detestaba ser albañil, pero que por falta de iniciativa o carácter nunca se animó a dedicarse a otra cosa, o a aprender otro oficio y ahora se la vivía frustrado y refunfuñando por todo.

 

II

La despertó a las 7:30 de la mañana la ruidosa alarma del despertador digital que tenía sobre el buró junto a la cama. Regina -34 años, 1,75 metros, descendiente de familia caucásica, doctora en sociología cultural, productora de radio y maestra universitaria-, buscó a tientas, con los ojos aún cerrados y el rostro ligeramente fruncido, su caja de cigarrillos Benson & Hegdes mentolados. Encendió uno y le dio una larga calada. Abrió los ojos y clavó su mirada en el ventilador de techo que giraba sobre su cama. Mientras sacaba el cigarrillo de la caja y se acercaba a su rostro el encendedor, a Regina la asaltó un bello recuerdo de su infancia más profunda -de cuando su tío Fernando, hermano de su papá, le pedía juguetonamente ayuda con los cerillos para encender las velas de sus pasteles de cumpleaños-, y se quedó un largo rato tendida en silencio sobre la cama fumando, y añorando la inconmensurable felicidad del pasado. Se terminó el cigarrillo y enfiló hacia la cocina, cargó de agua y café la máquina de hacer espresso, la encendió y se metió a bañar, donde se masturbó con tenacidad -con la manguera de mano a presión que tenía conectada al grifo de la ducha, pensando en la gruesa verga de su expareja y en el pubis casi adolescente de la estudiante de octavo semestre de comunicación que hacía sus prácticas profesionales en la radio donde ella trabajaba, y con la que ocasionalmente tenía sexo-, hasta conseguir tres cortos pero intensos espasmos a la altura del bajo vientre que la hicieron soltar sonidos quedos. 

Terminó de bañarse y al estarse lavando los dientes trató de contemplar su reflejo en el espejo empañado del baño; la excitación previa, aunada al agua caliente, le habían puesto las mejillas y la frente ligeramente ruborizadas, pero solo alcanzó a ver borrosamente su silueta. Se puso la ropa y regresó a la cocina a beber el primer café del día y a fumar el segundo cigarrillo de la mañana antes de salir rumbo al trabajo. 

Regina no estaba conforme con el rumbo que estaba tomando su vida. A pesar de la enorme herencia que le había dejado su padre -no sabía qué hacer con tanto dinero almacenado en el banco- y que le aseguraba su futuro material, se sentía sola, y le molestaba imaginarse laborando como productora de radio toda la vida, produciendo programas educativos que casi nadie escuchaba, y sentía una profunda frustración por no haber podido conseguir, hasta el momento, la plaza de maestra de tiempo completo en la facultad de Sociología que tanto había perseguido. Francamente se le hacía muy poca cosa producir programas educativos de radio y ser maestra de horas sueltas y, para agravar el asunto, eran materias de tronco común las que impartía. ¨Todavía fueran las de Sociología¨, se lamentaba todo el tiempo, mientras conducía su camioneta Jeep todo terreno camino a la oficina.

 

III

Esa mañana, después del ritual colectivo, Fabián se puso reflexivo y se le ocurrió preguntarle a su padre por qué tenían que fumar “la medicina del oficio” religiosamente y todo el tiempo, antes de empezar a trabajar.

━A mí me gusta fumar, que te quede claro, pero no entiendo por qué  tenemos que fumar todos los días ━Dijo Fabián.

━No me hagas esas preguntas pendejas, hijo. A estas alturas ya deberías saber que la marihuana es para aguantar el jornal. Lo hacemos diario para resistir el jodido calorón. No lo hacemos por diversión ━Respondió con evidente  molestia el viejo Fabián.  

Fabián agachó la mirada, se quedó en silencio unos segundos, recogió del suelo el cinturón de cuero cargado de herramientas, se lo ató a la cintura y empezó a trepar el enorme andamio montado desde el primer día de trabajo, y que cubría, de extremo a extremo, los tres pisos del edificio que estaban remozando. Aquel viejo edificio salitroso y erosionado por el clima del desierto de Sonora, era la sede de la radio universitaria del Estado donde había vivido siempre. 

Desde una altura de dos metros y medio, Fabián dominaba panorámicamente todo el escenario donde trabajaba la cuadrilla completa de colegas albañiles. Unos tumbaban pedazos de pared, otros embadurnaban las paredes con una aceitosa sustancia ambarina que, supuestamente, controlaba el salitre, otros pegaban ladrillos y otros más pintaban lo ya reparado. Era un trabajo que llevaban poco más de dos semanas realizando entre catorce albañiles. Había una peculiaridad que a todos agradaba de aquel proyecto de restauración; se trataba de las bocinas que estaban dispuestas en varios puntos al exterior del edificio, y que transmitían la programación diaria de la radio universitaria. A todos les parecía simpático trabajar escuchando los distintos y disímiles géneros musicales que se programaban. Muy temprano en la mañana estaba la barra de música clásica que amenizaba el arranque de cada jornada, incluido ¨el ritual del oficio¨. Fue así como todos los obreros tuvieron contacto con música que jamás habían escuchado antes, de compositores icónicos como Ludwig van Beethoven, Johann Sebastian Bach y Wolfgang Amadeus Mozart, la cual escuchaban con no poco extrañamiento.

A media mañana, y para goce del respetable, la radio soltaba su popular barra de música regional mexicana, que incluía todos los éxitos del momento. Ese era el momento climático del día, en el cual la cuadrilla entera trabajaba con mayor esmero. De hecho, Don Fabián notaba que, durante las horas que duraba dicha barra musical, mejoraba sustancialmente el ánimo de sus trabajadores y, además,  era cuando más se avanzaba en el trabajo, lo que le permitía alcanzar con holgura las metas diarias que Don Fabián proyectaba para la obra. 

Fabian conocía de memoria la hora exacta en la que Regina pasaba por la obra rumbo a la oficina que estaba al fondo del pasillo. De hecho, esperaba con ansia ese momento del día y abandonaba cualquier tarea que estuviera realizando con tal de observar con atención la figura deslumbrante de aquella mujer. Le fascinaba observar cómo se contoneaba al caminar -era una cadencia perfecta, pensaba-, y se deleitaba con la forma precisa de corazón que se le dibujaba sobre sus glúteos  -han de ser firmes y rosados, suponía-  cuando iba enfundada en esos ajustados pantalones de mezclilla deslavada o blanca, que permitían a Fabián pasear su mirada -con no poca lascivia- por aquellas sugerentes formas que tanto deseaba en su cabeza, o los días cuando ella llevaba esos brevísimos vestidos sueltos color pastel que, si tenía suerte, y le tocaba estar lavando las herramientas en el grifo cercano  a la puerta de entrada a la oficina, y por donde ella pasaba a escasos metros de distancia, él alcanzaba a oler la deliciosa fragancia que despedía ese cuerpo que casi a diario le robaba el sueño, y al que apodaba en secreto: la ¨Drupi¨ (en clara alusión al único muñeco de peluche que tuvo cuando niño y que su papá le regaló, y con el que durmió diariamente hasta pasados los 6 años de edad).

Fabiancito, como solía llamarlo el presbítero de la parroquia donde cada domingo asistía en todos los rituales que le encomendaban, sabía de antemano que, a las puras ocho con veinte minutos de la mañana, su deseada ¨Drupi¨ pasaba radiante rumbo a la oficina, y también sabía que, a las puras dos con treinta minutos de la tarde, cuando el sol estaba en todo lo alto y ellos estaban devorando su lonche -los burritos de carne machaca con papa que doña Lupe preparaba eran los más cotizados de toda la cuadrilla-,  su ¨Drupi¨ volvía a pasar frente a ellos rumbo a su casa -suponía-, porque ella ya no se dejaba ver en todo el resto de la jornada, la cual terminaba puntualmente a las 6 de la tarde.

Fabián también conocía de memoria los desagradables piropos e improperios que casi todos sus colegas -a excepción de su papá- le soltaban sin empacho y en voz alta cada vez que la Drupi pasaba por la obra, como si quisieran cerciorarse de que ella los escuchara. Frases por demás obscenas seguidas de silbidos como:

¨¡En esa cola sí me formo!, ¡Bombón, dime quién es tu ginecólogo para chuparle los dedos!, ¡Esas sí son carnes y no las que mi amá echa al cocido!, ¡Fiu, fiu! ¡qué bonitas piernas, ¿a qué hora abren?, ¡Cómo quisiera ser mesero para acomodar mesas! o ¡Cómo quisiera ser sol, para darte todo el día!¨.

Bajezas y vulgaridades por el estilo que Fabián reprobaba en secreto, porque su tímida personalidad no le permitía enfrentarse a sus colegas para decirles que no le hicieran aquella flagrante grosería a su Drupi. De hecho, cada vez que ella aparecía por la obra, la voz imaginaria se manifestaba en la cabeza de Fabián  y lo invitaba a que callara a sus colegas con lujo de violencia. Es decir, la voz en su cabeza le aconsejaba con insistencia que agarrara una pala y los callara a todos a punta de palazos en la cabeza,  pero su cobardía -o su prudencia- eran tan grandes que, Fabián se limitaba a guardar silencio y a escuchar con rencor cómo ofendían diariamente a su platónico amor. 

Paralelamente, mientras aquellas escenas de improperios e insultos sucedían y, como tratando de compensar imaginariamente a su Drupi, Fabián se esforzaba en ignorar esa voz maligna que habitaba en su cabeza, para evitar una escena de ultraviolencia en el lugar de trabajo, y se concentraba con todas sus fuerzas en  pensar en el improbable día en el que por fin se animarĺa a saludar a su Drupi y, ¿por qué, no? a presentarse con formalidad ante ella. De hecho, fantaseaba todo el tiempo con la idea de invitarla a salir. ¿Qué será mejor? ¿Llevarla a cenar o invitarla a caminar por la plaza mientras nos comemos un helado?, solía preguntarse todo el tiempo Fabián.

Incluso, varias veces había ensayado el diálogo con el que eventualmente la abordaría, frente al viejo espejo que tenía pegado en la pared de su cuarto. Y en esos hipotéticos diálogos con Regina, ensayaba frases como: hola, buen día. Me llamo Fabián Corrales Martinez, trabajo en la remodelación del edificio. Creo que ya me has visto. Disculpa que te moleste, pero te he visto pasar diariamente por aquí desde hace varias semanas y me gustaría mucho conocerte. ¿Qué te parece si una tarde me permites invitarte a caminar a la plaza a comer un helado? Puede ser el día que quieras, ya sea entre semana o en fin de semana.

Pero luego Fabián pensaba en la posibilidad de ser demasiado directo y se arrepentía -por ningún motivo quería incomodar a Regina-, y enseguida ensayaba otra frase parado frente al espejo quebrado y sucio de su cuarto; mirándose a los ojos se decía para sí: hola, buen día, Me llamo Fabián Corrales. Desde hace un par de semanas trabajo en la reparación del edificio donde trabajas, ¿porque aquí trabajas, verdad? Disculpa la apariencia, me dedico a la construcción, pero también soy boxeador y acólito de iglesia. Perdona que te moleste, me da mucha pena la verdad, pero quería preguntarte si aceptarías ir a cenar conmigo. Me interesa conocerte. Mis intenciones son buenas. Tal vez si me conoces un poco podamos ser amigos. 

Después de ensayar sus hipotéticos monólogos frente al espejo, Fabián se metía al baño y se masturbaba furiosamente pensando en el perfecto corazón que a Regina se le formaba sobre sus glúteos, cuando portaba los pantalones blancos que tanto le gustaban. Y justo después de eyacular, a Fabián lo asaltaban todas las dudas e inseguridades del mundo, es decir,  pensaba en la posibilidad de ser rechazado por Regina. Intuía, que, su condición de ser albañil no le favorecía, y que quizá ella lo rechazaría. Cada que se veía abrumado por esas inseguridades se reprochaba a sí mismo haber abandonado sus estudios. Y para evadir esos malos pensamientos que lo angustiaban, Fabián se ponía a hacer su rutina de ejercicios nocturnos hasta que lo vencía el agotamiento y se quedaba dormido.

 

IV

Esa mañana, harta de tener que soportar la andanada diaria de improperios y majaderías en su lugar de trabajo, de parte de esa horda de analfabetas funcionales,  Regina llegó a la oficina temblando de coraje y resuelta a hacer algo para acabar, de una vez por todas  con esa dinámica enfermiza que ya tenía semanas sucediendo.

Acomodó sus cosas sobre el escritorio y caminó hacia el baño, donde se encerró para tratar de calmarse. Mientras estaba ahí encerrada, sentada sobre el mingitorio -llevándose ocasionalmente las manos a su rostro sollozante- pensaba que no se podía permitir que esos salvajes ataques verbales afectaran a tal grado su desempeño laboral, pues había días en los que llegaba a la oficina completamente perturbada y no se concentraba en nada. Y mientras contemplaba sus ojos llorosos y su arremolinado cabello en el espejo del baño, la asaltó un coraje aún mayor, pues recordó todos esos años de humillaciones y desagradables groserías que había recibido en la calle a lo largo de su vida, desde que era niña; aquellas miradas obscenas que solía sentir sobre su cuerpo cada vez que caminaba por las calles del vecindario o cuando caminaba rumbo a la escuela. 

Conmovida por ese amargo recuerdo, le sobrevino un pensamiento desde lo más profundo de su ser -como si su cuerpo le hablara- que le decía que había llegado el momento definitivo, la hora decisiva de salvarse salvarse a sí misma, con sus propias manos, esa deuda de honor que se debía desde hacía tanto tiempo.  

━Estoy hasta la madre de esos estúpidos gorilas de pico y pala. Tengo que hacer algo para que esto acabe de una buena vez. No es justo que me insulten a su antojo todo el tiempo y nadie diga nada y no pase nada  ━Pensó.

 

V

Esa misma mañana, Don Fabían había instruido con firmeza a su hijo para que limpiara unas herramientas que hacía días no se limpiaban y ya mostraban signos de oxidación. 

—Lávalas muy bien. No importa cuánto tiempo te tardes en hacerlo. No quiero que se vayan a echar a perder. Hace poco que se compraron y ya se empezaron a joder ━Le había dicho a su hijo en un tono molesto, quien, de mala gana -no le parecía justo que nomás él fuera el único responsable de limpiar las herramientas con las que toda la cuadrilla de albañiles trabajaba-, no tuvo opción más que atender la imperativa solicitud de su padre. Después de todo, Don Fabián también era su jefe, por lo que se abocó a hacer la tarea con dedicación. Como aquella tarea le disgustaba tanto, para distraerse un poco y ayudarse a combatir el tedio que le provocaba hacerlo, se puso a tararear la canción de moda de una popular cantante de música regional de nombre Ana Bárbara, de la cual Fabián era ferviente admirador. El estribillo principal de la canción, que era su favorito, le provocaba unas incontenibles ganas de bailar y, de hecho, siempre que estaba en la soledad de su habitación, solía bailarla y cantarla contemplando sus movimientos cumbiamberos frente al desgastado espejo, mientras repetía hasta el agotamiento el estribillo: ¨tú amor es una trampa, una trampa maldita, una trampa que poco a poco acaba con mi vida. Tú amor es una trampa, una trampa maldita, una trampa que poco a poco acaba con mi vida…¨

 

V

Regina salió del baño con evidente furia y se dirigió hacia la cafetería, de donde tomó una jarra grande de cristal -la que usaban para llevar agua al salón de juntas-, y la llenó de agua hirviendo hasta su máxima capacidad. Enfiló hacia la salida, abrió la puerta con violencia, y se detuvo en cuanto puso un pie fuera de la oficina, tratando de controlar su pulso para no hacer vibrar demasiado la jarra y esta a su vez se desbordara y le quemara las manos,  para observar con detenimiento la ubicación exacta de todos los trabajadores de la obra -que a esas alturas ya todos le parecían unos verdaderos gorilas-, y que para esa hora de la mañana estaban concentrados en sus labores. 

Con la respiración entrecortada y con los ojos inyectados de rabia, notó que ninguno estaba al alcance de ella y comprendió que aquello que estaba a punto de hacer era una rotunda locura, pero cuando se disponía a abandonar aquel arrebato por demás irracional, para dar media vuelta y regresar hacia el interior del edificio, con el rabillo del ojo izquierdo advirtió la presencia de un albañil que se encontraba a escasos metros de ella, agachado -de espaldas-, en cuclillas, concentrado en el grifo del jardín del edificio de la radio universitaria. 

Regina, absolutamente resuelta, con paso firme y esta vez sin que le temblaran tanto las manos, se dirigió hacia el gorila -que no se percató nunca de que alguien se le acercaba- y, mientras caminaba hacia él, recordó con pasmosa precisión la repulsiva consigna que tanto detestaba y que a esas alturas, muy a su pesar,  ya había escuchado demasiadas veces a lo largo de su vida: ¨qué bonitas piernas, ¿a qué hora abren?¨; y justo cuando estaba encima de aquella primitiva bestia de piel morena, se detuvo, hizo una pausa, tomó aire y leyó para sí, casi sin darse cuenta como por reflejo, la frase que el asqueroso sujeto portaba sobre la espalda, y que en letras rojiverdes decía: ¨Colosio sí¨. Y, sin vacilar, vació hasta la última gota, todo el contenido humeante de la jarra sobre aquella espalda quieta. Seguidamente, dio media vuelta, y mientras caminaba hacia la puerta de entrada al edificio donde laboraba, de las bocinas exteriores dispuestas en el jardín, se escuchó a lo lejos el lema institucional de la radio universitaria del estado: ¨una voz para todas las voces¨. 

Sobre el autor

Joel García (Hermosillo, 1978) es oficinista y a veces escribe.

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