A lo largo del siglo XX, como parte del proyecto político de los gobiernos emanados de la revolución, se buscó propiciar una buena nutrición para los trabajadores mexicanos. Era un derecho de las masas, tal como se desprendía del artículo 23, pero también una necesidad del proyecto de industrialización nacional, que los individuos contaran con fuerza necesaria para desempeñarse como los obreros que el país necesitaba.

Atrás se quería dejar una alimentación que se pensaba como la evidencia del atraso y barbarie

De esta manera, la nutrición se convirtió en ideología y, bajo la guía nacionalista del moderno Estado mexicano, se nos hizo creer que la dieta debía incluir carne y sobre todo leche. Estos eran, por excelencia, el alimento con el que se identificaban los pueblos progresistas e industrializados.  Atrás se quería dejar una alimentación basada en chile, frijol y maíz, que se pensaba como la evidencia del atraso y barbarie de un sector de los mexicanos: los trabajadores del campo; población, principalmente, de origen indígena. 

Durante el siglo pasado se decía que la  baja estatura, la falta de peso, la debilidad muscular e incluso la pelagra (enfermedad producida por ausencia de niacina) eran resultado de la dieta del campo. Pero no cabe duda que el tiempo pasa y, a la vuelta del nuevo milenio, nos encontramos no sólo con el repliegue de la ideología nacionalista, sino también  con un gobierno que a diferencia de los revolucionarios  no sólo no puede velar por la buena nutrición del pueblo mexicano, sino que también restringe las posibilidades alimenticias y, por ende, buena salud, de la sociedad. 

La semana pasada la encuesta elaborada por Acción Ciudadana Frente a la Pobreza reveló que la mitad de los mexicanos son incapaces de sufragar el costo de la canasta básica. El problema no es el empleo, como en algún momento se dijo desde los espacios de Palacio. Si bien es cierto que quienes carecen de seguridad laboral, es decir, los trabajadores que se desempeñan en la informalidad, generan un ingreso de cerca de la mitad de lo que arroja el sueldo promedio de un empleado registrado en el IMSS, entre las seguridades que ofrecen las medianas y grandes empresas no se encuentra la alimentaria. Más de diez millones de personas ven recortada cada vez más su poder de compra, su capacidad adquisitiva. 

Se puede desviar la atención hacia sucesos que han influido en la situación de la economía mundial para justificar la realidad, entre ellos la pandemia de covid y la crisis provocada por la guerra en Ucrania;

sin embargo, la verdad es que no es novedad que desde hace algunos años el dinero cada día alcanza menos. La casta básica del INEGI consta de 84 productos, más de los que la mayoría de los trabajadores pueden costear, lo que equivale a alrededor de $10, 500  mensuales en promedio. Por su parte, el gobierno propone en su página de internet una despensa de menor volumen, consistente en 40 artículos. Pero, si las posibilidades se ven coartadas con lo previsto por los organismos institucionales, desde la óptica del presidente un mexicano puede subsistir con tan sólo 24 alimentos; ésto nos  coloca no sólo en el plano de lo básico, sino también en lo elemental, para una familia mexicana. 

Los estudiosos advierten que la pérdida del poder adquisitivo afecta directamente a la salud pública. Ante la incapacidad de los trabajadores de proveer a su familia de alimentos naturales y sanos, los individuos optan por productos altamente industrializados, plenos en azúcares y grasas. Como es sabido, el consumo de estos artículos es causa directa de enfermedades como la diabetes, hipertensión y obesidad. Ante el panorama que se avisora, la propuesta de algunos nutriólogos mexicanos de regresar a los alimentos tradicionales: chile, maíz y frijol, cuyo valor nutrimental está más que comprobado, pareciera un remanso, una voz de consuelo, aunque sin duda, el retorno a la dieta del campo nos volvería un pueblo atrasado, incivilizado, a los ojos de los ideólogos revolucionarios.

Por Patricia Vega

En portada, campesinos trabajan un cultivo de maíz orgánico en Munihuaza, Álamos, Sonora

Fotografía de Luis Gutiérrez / Norte Photo

Sobre el autor

María Patricia Vega Amaya vive en Hermosillo y es historiadora dedicada a la docencia. Licenciada en Historia por la Universidad de Sonora, maestra en Historia por el Instituto Mora y egresada del doctorado en Historia del Colegio de México. Twitter: @profe_patty

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