En 1989, toda una generación se asomó a Alemania para ver caer el muro de Berlín: “General Secretary Gorbachev, if you seek peace, if you seek liberalization, come here to this gate. Mister Gorbachev, open this gate, tear down this wall!”, fue el desafío de Ronald Reagan apenas dos años atrás.
Atómica (Atomic Blonde, David Leitch, 2017) presenta una pequeña crónica de grandes días al tomar, como punto de partida, la víspera del derrumbe. La agente británica Lorraine Broughton (Charlize Theron) es enviada a la capital alemana para recuperar una lista mortal que contiene la identidad de varios espías. Algunos corren peligro. Otros son traidores.
Es verdad. Se trata, si consideramos el argumento, solo una cinta más, en todo caso derivativa del género de la Guerra Fría. Porque si de espionaje va la cosa, ¿cuántas veces más debemos tragarnos la frase “no confíes en nadie”?
Su contacto es Percival (James McAvoy), en apariencia dispuesto a ayudar. Él revela que la lista es importante, pero que es vital salvar a Spyglass (Eddie Marsan), nombre clave del espía que sabe demasiado: los nombres de todos los mencionados en la minuta.
Sin embargo la apuesta de Atómica está en nuestros sentidos. Muy alejada de la propuesta impresa que le dio origen, su fotografía y dirección artística es una explosión de colores neón, cuyos azules, magentas y morados muestran la decadencia de Berlín y el ascenso del caos punk.
El cómic – o novela gráfica – “The coldest city” fue concebido en blanco y negro. La película, en su idea visual, se coloca en las antípodas. Constituye uno de los pilares de la cinta.
Otros apoyos definitivos: la música, las coreografías de ataque y persecución, sobre todo, la moda. Y el sexo.
Atómica descarga un vigoroso soundtrack que incluye hits de culto vivos después de casi treinta años. David Bowie, Queen, Depeche Mode, New Order, The Clash y Peter Schilling colocan la pista sonora sobre la cual correrá la acción y la violencia.
Este es un ejercicio estilístico donde Lorraine Broughton/Charlize Theron es colocada siempre al centro. La espectacular y atlética belleza de la Imperatrix Furiosa en Mad Max, furia en la carretera (George Miller, 2015), regresa, aunque envuelta en atuendos haute couture caminando sobre la pasarela de la brutalidad.
De la cabeza a los pies, moda impecable e implacable. Los zapatos rojos de Dior, la gabardina blanca de Galliano y conjuntos de Burberry y Saint Laurent, se rinden ante la figura de la rubia atómica.
Destaca la decisión de vestir a Lorreine en blanco y negro, de manera preferente. Quizás es para mantener el nexo con el estilo artístico de “The coldest city”, dibujada en tinta, sin colores.
Las sucesiones de combates cuerpo a cuerpo resultan ser estampas de admiración por la rubia protagonista. Sobresale, de manera muy particular, un plano secuencia – ¿sin cortes? – donde hay una pelea que baja por las escaleras y termina en una persecución automovilística en realidad impresionante.
El triángulo de traiciones entre Percival, Spyglass y Lorreine, alcanza su clímax durante una protesta libertaria multitudinaria. Será entonces cuando la audiencia descubrirá la vuelta de tuerca esperada, mientras los paraguas se abren. De nuevo, la elegancia y la tradición cubren al filme.
El personaje es intenso. Acostumbrada a medirse a golpes frente a otros varones, encuentra en una agente francesa, Delphine Lasalle (Sofia Boutella), el compás de espera, el consuelo ante la falta de cariño. Un comentario sobre el erotismo femenino y su innata necesidad de proteger al más necesitado.
Más que una respuesta femenina – o feminista – a James Bond, Atómica sugiere la consolidación de la mujer como figura de acción por excelencia.
Esa es la razón por la cual esta película destaca. Hay una rubia experta en el intercambio de golpes y porrazos. Y mientras el muro de Berlín es derribado, camina con la gracia de una top model, vestida para matar.
Una bellísima asesina, al servicio secreto de su majestad.
Por Horacio Vidal