Si usted no fue al ‘Ortiz Tirado’ no se preocupe, aquí están Samantha Leyva (flamantísimo estreno de CS) y Benjamin Alonso para mostrarle un poco de lo que se perdió.
¡Salud!

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Es 19 de enero. La llamada Ciudad de los Portales se está poniendo guapa. El sol también se pone, se esconde entre los cerros. Estructuras de metal se alzan, armándose como rompecabezas, formando los escenarios. Visten a los sitios más importantes del pueblo mágico como foros para servir a la trigésima tercera edición del Festival Alfonso Ortiz Tirado. Es en Álamos, Sonora.

La tranquilidad del jueves es innegable. Los establecimientos de comida reciben solo unos cuantos clientes. Un disfrute el paseo en el trenecillo de turistas antes del tumulto de los próximos fines de semana. Un tarro chelado en Teresita’s a un día del inicio del evento cultural más importante de Sonora por antonomasia.

El trenecito, por Samantha Leyva

El festival da inicio el viernes. Álamos de manteles largos. Privilegiadas voces y trayectorias se premian durante la Noche de Gala inaugural. La fila de quienes esperan es cuantiosa. Envuelve al Palacio Municipal. Adultos en su mayoría, personas de la tercera edad,  la clase económica «acomodada» es el principal nicho de estos clásicos conciertos. «Gringos viejos» y «señoras copetudas» (diría mi apá) envueltas en vasta joyería y largos chales logran acomodarse en el recinto. Aplausos a  Elīna Garanča, Arturo Márquez y Ariadne Montijo, galardonados.

Elīna Garanča, por Samantha Leyva

Al finalizar las galas nocturnas, el burro ya está cargado. La estudiantina Alfonso Ortiz Tirado hace su aparición y envuelven a los invitados en un recorrido musical por las calles de Álamos durante las tradicionales callejoneadas. El viernes pasa tranquilo.

El jumento, por Benjamín Alonso

La fiesta llega hasta el sábado. Los jóvenes se apoderan de la Ciudad de los Portales. Van a ver a Mon Laferte. En las hieleras, la cheve como piezas de Lego. Y tal vez una o dos cajetillas de cigarros en las bolsas. En los expendios, la Indio se acabó desde mediodía.

La espera ansiosa tras la valla de seguridad: se abre en punto de las veinte horas y el Callejón del Templo se vuelve una broma. Un tormento. Una estampida en búsqueda del lugar más oportuno para ver a su amor completo.

Monserrat sale al escenario. Álamos vibra. Una, dos, tres rolas. Cambian las luces. Cientos de brazos levantados vivendo el concierto a través de la pantalla de un smartphone. Laferte es popular en la radio, oriunda de Chile pero mexicana por honores. Siete mil voces aprox corean su falta de querer.

Laferte y los smartphones, por Samantha Leyva

Vuelve la calma del lunes. Entre semana, una moderada cantidad de visitantes.

De los autobuses que arriban al lugar descienden cientos de estudiantes entre el entusiasmo y la mera obligación. Pero el escape de las aulas. La vagancia es el fin. Niveles de primaria, secundaria y bachiller comparten los asientos en las funciones matutinas, aunque probablemente el teatro les importa poco, y seguramente, la vida de Alfonso Ortiz Tirado les vale madre.

Representación de Ortiz Tirado -en la imagen junto a Frida Kahlo-, por Samantha Leyva

Son pocos asistentes que entre semana tienen el privilegio de caminar con soltura entre los callejones y las calles empedradas. Admirar los portales, las fachadas, los escalones que se convierten en rampas, las flores de las enredaderas, los colores de las residencias, el paseo en los vehículos turísticos, la brevedad de la espera en los restaurantes del pueblo y el aroma que emanan las gorditas de nata.

El escenario infantil, la casa de la cultura, el Mercado de Artesanías, el Museo Costumbrista son los foros. Sin duda, La Alameda se lució. Se lleva los aplausos. La Gusana Ciega, Chan Santa Roots, La Rumorosa, Yadi Cámara, Mala Rumba, Héctor Guerra, desfilan por el escenario.

Los Apson, Toqe y Tono, Nunca Jamás, Grupo Yndio y más, como embajadores de la cultura sonorense a través de diferentes épocas y géneros. Una cartelera diversa e interesante. El foro de La Alameda: el Disneylandia de cualquier melómano. Hay cumbia y hay baladas. Ritmos latinos, rock, hip hop,  hasta música africana y canciones con influencias prehispánicas. Aquí todo cabe.

Chan Santa Roots y Yadi Cámara, por Samantha Leyva

Y todos bailan.

Pero ni Álamos ni el FAOT están listos para la cumbia. Se refuerza el operativo de seguridad. Un kilómetro a la redonda del centro histórico del pueblo mágico. El cambio de escenario. La Plaza de Armas se convierte en la pista de baile para quienes van a soltar el listón de su pelo.

El director del Instituto Sonorense de Cultura lo anuncia. Más de dieciséis mil pares de piernas se esperan el sábado 28, día de la clausura. Que será un festival histórico, dice el Welfo. Para dudarse. Le creí cuando la masa humana me llevaba a punto de la asfixia. En los callejones ya no cabe ni un alma. Pero sí las hieleras.

Veinte horas, trece minutos. Las luces apuntan a quienes poco se alcanzan a ver. Ahí están Los Ángeles Azules. Suenan.

El público se trepa en el kiosco, en las escalinatas, en las banquetas. Se asoman desde los balcones. Otros pocos desde los techos. «Cómo te voy a olvidar» y en el perímetro de la Plaza de Armas un polvadero. Álamos baila. Álamos hoy es pura fiesta.

Ángeles verdes, por Benjamín Alonso
Público azul, por Benjamín Alonso

Ya han transcurrido algunos minutos de la presentación sinfónica por la agrupación originaria “de Iztapalapa para el mundo”, que se recuerda porque lo repitieron más de diez veces. U once. O doce. La Orquesta Filarmónica de Sonora hace presencia. Ni se escucha.

Entre el público, unas cuantas riñas. “Señora, no sé si sepa que aquí hay más de diez mil personas, y si no le gusta, pues váyase”; un joven se dirige a una pareja de adultos. El esposo alega. Mi oído no distingue la respuesta. Que si estaban aquí antes, que no empujen, que no le agarren la nalga a mi vieja. Ángeles tocando «Mis sentimientos». Pásenme otro bote.

El debate entre las ganas de ir al baño distante, entre la bullanga, la posibilidad de no reencontrarse con sus acompañantes, el despilfarre de cinco pesos por meada o seguir pisteando. Pásenme otro bote.

Suenan las trompetas de una de las canciones más esperadas de la noche y la Ciudad de los Portales se estremece. Es callada, tímida, inocente. «Diecisiete años». La plaza revienta. Alegría colectiva. Se olvida el gasolinazo y el muro de Trump. Aplausos, piruetas y cumbia. Con esta, Los Ángeles Azules se despiden.

Cinco, diez, quince minutos. Imposible cruzar de un extremo de la Plaza al otro. Quienes disfrutaron el concierto se convierten ahora en una masa. Se mueven lento, aprietan e  incomodan. El sudor y la risa nerviosa. El oxígeno. Ayuda.

Un hondo respiro quienes logran salir victoriosos del océano de humanos. Brotan de los callejones, parecen hormigas. Después se dispersan. Yo mejor me voy a dormir.

Domingo 29. Impregnado en los bellos callejones la peste del agua de riñón. Basura por todos lados. Si por algo se quejan los alamenses del festival, entonces ya sé. Ni el intento por asomarse a los pocos restaurantes del lugar. Lleno. Luz del Sol: lleno. Doña Lola: lleno. Los taquitos de cabeza ya están abiertos.

Exorbitante la derrama económica. Más del doble que el festival del año pasado, se lee en los medios. En mi cabeza guardo las experiencias y mis pasos de baile más ridículos de los últimos doce días que viví en Álamos, Sonora. Lugar inigualable.

Que será un festival histórico, dice el Welfo. Entre la ópera y la cumbia. La vara bien alta. Espero la siguiente edición. Ya nomás faltan trescientos cuarenta y tantos días.

Por Samantha Leyva

Fotografía de Samantha Leyva y Benjamín Alonso

Videos por Benjamín Alonso

Sobre el autor

Escribe desde ayer. Veintidós inviernos. Ya casi egresa de Ciencias de la Comunicación, del eje de cultura. En una ocasión fue reportera. Ha colaborado en Zoom 95 y actualmente en el Instituto Sonorense de Cultura. Amante de Porfirio Díaz. No usa pantalones.

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