Era callejero por derecho propio…

Alberto Cortez

¿Qué es la muerte? ¿Cómo puede un ser vivo estar tan vivo y de pronto, en un instante, estar muerto? ¿Qué sucede con ese ser que, apenas unas horas antes habitaba nuestro espacio y lo llenaba todo de energía, vitalidad y entusiasmo? Nuestros animales son una extensión de nosotros, así hayan llegado apenas a nuestras vidas.

Fui consciente de la muerte a muy tierna edad. Tenía apenas siete años cuando atropellaron a nuestro perro de entonces, Duque, atrás de nuestra calle. Los vecinos corrieron a avisarnos y aún tengo grabada en mi mente la imagen de mi perro con un hilo de sangre en su hocico y sus ojitos aun abiertos. Mi corazón de niña no podía con tanto dolor y tuvieron que pasar semanas antes de aceptar que Duque ya no volvería a estar conmigo.

A lo largo de los años he tenido varios perros, la mayoría recogidos o adoptados y he sufrido mucho al perderlos, aunque la mayoría han muerto de viejos. Los he cuidado y querido mucho y he sentido su amor hacia mí. Y aunque su partida ha sido dolorosa, me queda su recuerdo y la certeza de haberles dado una vida digna.

Canela llegó a nuestro barrio hace apenas tres semanas.

Canela llegó a nuestro barrio hace apenas tres semanas. La veíamos deambular por la calle, corretear pájaros e ir detrás de otros perros para jugar con ellos. Zenaida, mi vecina, le puso algo de agua y comida en su cochera y durante unos días ese fue su hogar. Por las mañanas se acercaba a mi casa y yo también la alimentaba y le daba de beber.

No sabíamos de dónde venía, si tenía dueños o nombre, así que hace apenas una semana decidimos, mi hijo y yo, adoptarla. La bañamos, la llevamos a vacunar y desparasitar, le compramos comida, juguetes y un collar y correa. Decidimos llamarla “Canela”, no sólo por su color café claro, sino por su temperamento juguetón e inquieto.

La doctora nos dijo que, a lo mucho, debía tener dos años. Desde que la adoptamos, salíamos cada mañana tempranito a correr con su correa alrededor de la manzana, pues queríamos que aprendiera a caminar por la acera y no en la calle, por temor a que la arrollara un carro. Con órdenes sencillas y tirando de la correa, aprendió muy pronto a detenerse y a avanzar a mi lado. 

Mi esposo llegó a visitarnos y su estancia aquí coincidió con la de Canela, quien lo recibió con saltos y mordiscos como si supiera que él también era de la casa. El sentimiento fue mutuo, pues mi esposo se encariñó pronto con ella. Y cómo no, si estaba llena de vida, sólo quería jugar y demostrarnos amor y nosotros a ella. También demostró sus dotes de guardiana, pues no permitía que nadie se acercara al cerco y sus ladridos nos despertaron de madrugada varias veces.

Ayer fui al aeropuerto a despedir a mi esposo y Canela, como sospechando su partida, aulló con tristeza y puso una expresión compungida. Le ordené quedarse quieta hasta que volviera y así lo hizo. Al regresar fuimos a dar nuestra caminata nocturna y la felicité por su obediencia premiándola con una ración extra de croquetas. Se quedó profundamente dormida en la entrada de la casa y esta mañana fue de correr y jugar con su pelota. Su energía era inagotable.

Hoy por la tarde, antes de irme a la universidad, volvimos a jugar

Hoy por la tarde, antes de irme a la universidad, volvimos a jugar con su pelota y a salir a pasear. Cuando se cansó, le puse agua, comida y le ordené echarse y así lo hizo. Sólo estuve fuera de casa hora y media. La tarde era preciosa y el clima perfecto y yo sólo pensaba, mientras manejaba de vuelta a casa, en ponerme unos tenis para ir a correr con mi perrita.

Dicen que las almas buenas mueren rápido y no sufren. Así quiero creerlo. Al doblar la esquina hacia mi casa vi una multitud en torno a un perro atropellado. Mi corazón dejó de latir unos instantes. Al acercarme más, rogué a Dios que no fuera ella. Los vecinos lloraron al verme llegar. Corrí hacia ella y ví un charco de sangre y su cuerpo inerte. Sus ojos apretados como en un rictus de dolor. La cargué hasta afuera de la casa llorando a grito de pulmón. Llegó mi hijo y no pudo contener el llanto. Se abalanzó sobre ella, pero ya era inútil. 

Es terriblemente doloroso perder a un perro. Ya lo habíamos padacido, pero a una perrita que apenas si había llegado a nuestra vida y que era feliz, juguetona, traviesa y amorosa, es aún más doloroso.

Llamamos a los servicios de cremación. Vinieron por ella y le dimos el último adiós apenas hace un par de horas. No sé si podremos dormir hoy, pero miro al cielo constelado e intento consolarme pensando en que tal vez su último recuerdo fue el de mi cara acariciándola, hablándole por su nombre y diciéndole lo feliz que seríamos por muchos años.

Adiós perrita hermosa del amor. Canela. Espero verte algún día en el Cielo de los animales, junto a Sancho, Pupusa, Duque 1 y 2 y junto a todos los perritos del mundo.

Por Teresa Padrón Benavides

Hermosillo, Sonora, 18 de abril del 2023

Sobre el autor

Teresa Padrón Benavides (Matamoros, 1967) es Licenciada en Traducción por la UABC, casi Licenciada en Letras Inglesas por la UNAM y próximamente Licenciada en Literaturas Hispánicas por la UNISON.

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