Contentos por estrenar pluma en la figura de Marisa Gálvez,

ensayista que discurre sobre las fronteras mentales y geográficas que nos circundan.

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Un escritor alemán dijo en un cuento: “Nosotros somos nosotros, y los otros son los otros. […] A veces me pregunto si en realidad nosotros somos nosotros. Puesto que nosotros, como es natural, somos al mismo tiempo los otros de los otros”. Este cuestionamiento sobre la identidad propia y ajena, aunque planteado en un relato literario, representa una realidad actual en cuanto a las dinámicas que establecemos para diferenciarnos, acentuar nuestras particularidades y defender la cultura propia; es decir, todo aquello que nos diferencia de los otros.

 

La barrera más obvia e inmediata para configurar esta diferenciación entre yo y el otro resulta en la mayoría de las veces la frontera que, virtual o geográfica, divide (si no es que opone) todo un sistema de creencias, pensamiento y comportamiento entre las culturas vecinas. O al menos esa es la concepción que tradicionalmente se ha impuesto de la frontera como una división de las naciones con fines de proteccionismo cultural, político y económico. Ante el panorama actual en el que las políticas internacionales en materia de migración, cabe cuestionarnos cuál es el papel de las fronteras hoy en día, así como debatir en dónde reside eso que enfatiza la otredad en los sujetos externos a nuestros sistemas. La observación de las identidades fronterizas y la manera en que éstas se desarrollan en cada uno de los países que habitan han de ofrecer nuevos panoramas sobre cómo vemos y cómo nos ven y descubrir que, en esencia, las diferencias son impuestas más por nosotros que por barreras internacionales.

 

Ante una cultura del consumo, el poder adquisitivo parece ser la cédula de identidad más efectiva que garantiza la inclusión y pertenencia, derriba las barreras culturales e idiosincráticas y ofrece posibilidades de apertura hacia lo extranjero. La estrecha brecha entre los unos y los otros queda marcada por las dinámicas económicas, más que sociales. A partir de este punto, la inclusión y aún la humanización del otro, el de afuera, el extranjero, refugiado, migrante o ilegal, se convierte en un asunto en el que su procedencia, religión o lengua se encuentran por debajo de su participación activa en el mercado global.

 

Los otros no son los extranjeros de países exóticos, portadores del turismo que enriquece la identidad nacional  y ante quienes el folclor de cada nación se engrandece y los regionalismos se intensifican. Los otros son quienes merecen, de acuerdo al pensamiento colectivo, esa diferenciación, porque no hay un nosotros que aspire a convertirse en el otro, hablar con el otro, ayudar al otro.

 

Retomando la idea de la nación como una invención de la sociedad, el hecho de construirla con características definidas e inamovibles ha actuado como un arma de dos filos. En su proyecto de reafirmación de sentimientos patrióticos como defensa de la identidad colectiva regional, más que proteger la cultura propia se ha logrado una formulación y promoción de estereotipos que han devenido en prejuicios portadores de racismo, xenofobia y las peores misantropías.

 

A riesgo de caer en el lugar común de las utopías, la frontera aparece como un antecedente real y simbólico de las problemáticas sociales y culturales relacionadas con la migración, pero también como una posible solución (parcial) cuyo poder reside en su naturaleza conectora y su carácter intermedio que posibilita la comunión de múltiples culturas. Si bien la otredad de migrantes en proceso de desplazamiento se ve acentuada por su escasa o nula participación en las dinámicas mercantiles, la apertura de la frontera como un espacio receptivo a la inclusión de la diversidad cultural atenuaría las actitudes prejuiciosas y, tal vez, sería posible lograr que el otro sea un yo también.

 

Los valores nacionalistas absolutos, como pensar invariablemente que mi cultura es mejor que cualquier otra, pierden vigencia gracias a los préstamos e intercambios culturales generados en el marco de la globalización. Esto permite el reconocimiento de múltiples voces anteriormente marginadas por no tener cabida en una nación acostumbrada a excluir a quienes fueran diferentes. Es aquí donde personajes como el chicano, el migrante o el sujeto fronterizo tienen la oportunidad de validar su identidad como parte de un proceso cultural cuya importancia no puede ser negada.

 

Por lo general, la palabra frontera suele ser configurada como un muro, una división o una barrera que separa y delimita a un territorio de otro. Sin embargo, a menudo las fronteras suelen ser porosas, ya que imaginarias o reales, geográficas o políticas, permiten el paso de costumbres, idiomas y estilos de vida que hacen de los escenarios fronterizos sitios de comunión e intercambio. Cruzar la frontera se ha vuelto una expresión que utilizamos muy seguido y que designa los movimientos de migración de los países, aunque pocas veces reflexionamos en la manera que la frontera nos ha cruzado a nosotros, al experimentar los cambios derivados del ir y venir, no solamente de personas, sino de toda una cultura que se ha abierto a la mezcla y a la pluralidad.

 

La frontera no solamente es aquella que delimita la extensión de los países, ya que en la historia de la humanidad hemos podido observar cómo las fronteras mismas han ido cambiando y nos han ido cambiando a nosotros mismos. Como un espacio que permite el tránsito, da lugar a una convivencia simultánea de identidades diferentes, que muestran que el territorio no significa necesariamente nacionalidad, y viceversa. Tanto el idioma como las tradiciones características de un país son tomados también en la frontera del país vecino, logrando así un enriquecimiento cultural por parte de ambos lados.

 

La idea de una nación fija, representante de las identidades colectivas, se ha valido de las diferencias entre las sociedades de uno u otro lado de la frontera, en un esfuerzo de defender una identidad nacional propia por medio de la diferenciación, o sea, considerar siempre a quienes habitan del otro lado como los otros, o sujetos distintos a “nosotros”. En los espacios fronterizos, sin embargo, toda esta serie de términos empiezan a cuestionarse, ya que ese “nosotros” y ese “otros” se vuelven más difusos al desarrollarse en un ambiente en el que todos nos confundimos en una amalgama o mezcla cultural en donde impera la diversidad, y en donde los sujetos híbridos empiezan a tener cabida y a ser valorados y reconocidos. Las identidades se forman por medio de la unión de categorías que al irse sumando nos van definiendo de manera más específica hasta llegar al punto de resultar individuos únicos.

 

Estas identidades diferentes que conviven en un mismo espacio fronterizo no resultan negativas, ya que existe un grado en el que es incluso necesario el ser culturalmente distintos, como modo de preservar nuestra propia autenticidad. Sin embargo, también sucede que estas diferencias socioculturales promuevan algunos estereotipos, ya sea por parte de mexicanos, estadounidenses, méxico-americanos, europeos o cualquier otra nacionalidad. Cuando la migración de mexicanos a Estados Unidos se hizo más evidente los mexicanos eran considerados invasores, para después ser vistos como extranjeros, hasta alcanzar, como hoy en día, un reconocimiento como parte de la identidad nacional de la multiculturalidad de Estados Unidos.

 

Habría qué cuestionar si de la misma manera que la frontera necesita ser re pensada en este contexto migrante, desplazado, global y múltiple, la nación aún tiene vigencia en su construcción de estado conformado por una identidad colectiva, oficial, generalizada y patriótica. En tiempos de intercambios e ires y venires culturales me aventuro a repetir lo que grandes teóricos culturales incansablemente han dicho: la nación es una idea, una invención de las sociedades que han encontrado en sus diferenciaciones su carácter único y, que de la misma manera que se construyen a sí mismas, construyen las leyes para determinar hasta qué punto somos “nosotros” o “los otros”.

 

¿Qué pasa con los individuos (el término ciudadano está bien lejos de ser apropiado) que no cumplen con los criterios de pertenencia creados por la nación? ¿Cuáles son estos criterios que determinan hasta qué grado pertenecemos a la sociedad en la que participamos? Responder estas interrogativas actuales desde la perspectiva nacionalista de siglos pasados en donde la identidad nacional se basaba en el territorio, lengua y religión, resulta por demás absurdo ante un contexto en el que la globalización impera y rompe con barreras culturales. Está en nosotros, entonces, abrirnos a las diferencias. Ya sea para descubrir que éstas son mínimas o para reconocerlas y aprender de ellas. Está en la apertura, en la destrucción de las fronteras imaginarias, el aprender que los otros son también un nosotros.

 

Por Marissa Gálvez Cuen

En la gráfica, mujer regresando de la línea fronteriza (física) entre los Nogales. Por Luis Gutiérrez

Frontera Nogales

Sobre el autor

Marissa Gálvez Cuen es maestra en Literatura Hispanoamericana por parte de la Universidad de Sonora. Ha participado en congresos a nivel nacional, trabajado en proyectos de difusión científica para el Fondo de Cultura Económica y actualmente se dedica a la docencia e investigación.

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