La mitología nórdica ha sido piedra de toque para las más majestuosas creaciones en el arte. Ahí están Richard Wagner y sus solemnes trabajos operísticos; Tolkien y sus mundos fantásticos; en la pintura, los fastuosos lienzos decimonónicos a lo Nicolai Arbo; sin faltar, claro está, la obligada influencia entre los grupos de heavy metal contemporáneos.
El estilo que une a todo este götterdämerung, a este crepúsculo de los dioses, es la augusta grandiosidad que se impone a los mortales cuando se habla de las deidades.
Sin “La cabalgata de las valquirias”, la secuencia del ataque aéreo en Apocalipsis ahora (Francis Ford Coppola, 1979) ya habría sido olvidada. Aunque hay que admitirlo, sin “Tannhäuser” sería imposible reírnos tanto con Elmer Fudd y Bugs Bunny en What´s opera, doc (Chuck Jones, 1957).
Así el culto, Thor Ragnarok (Taka Waititi, 2017) es aceptable como comedia, insulsa como drama y mediocre como cine de vanidad.
El universo marvelita goza de cabal salud, es verdad. Sin embargo, más allá de la taquilla, es inevitable notar ya signos de agotamiento. En este cierre de la trilogía dedicada a Thor, el superhéroe, una verdad será revelada: la existencia de Hela (Cate Blanchett), villana cruel y poderosa como ninguna, cuya oscura silueta es tan sensual como devastadora.
Gracias a la tecnología (y al maquillaje), la Blanchett ha quedado transformada en símbolo erótico y sexual.
Odín (Anthony Hopkins), decide dejar Asgord en manos de Thor (Chris Hemsworth) y su antagónico hermano, Loki (Tom Hiddleston); los varones de la divina familia deberán entonces hacer un gran esfuerzo por mantenerse unidos para luchar contra el despiadado empoderamiento de la Hela y su catastrófico propósito.
Es el Ragnarok, que es decir el apocalipsis, el fin del mundo, el acabóse.
La comedia asoma su rostro irreverente. Desde el inicio de la cinta. Y su humor es una bocanada de aire fresco. Pero cuando a lo largo de la proyección, todos son payasos, las bromas cansan. Y el amor acaba.
Hay una rebelión entre fans que se dicen agredidos por el tono cómico de Thor Ragnarok. Pero por otra parte, la plataforma paródica de la película sigue siendo su mejor aportación. Paradójico, ¿no es así?
Y tal vez ese sea el problema. Ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre. ¿Es necesario revisar los filmes anteriores? No. ¿Hay que profundizar en la lectura de los comics para entender lo que sucede en pantalla? Tampoco.
Cuando determina coquetear con la fórmula socarrona de Guardianes de la Galaxia (James Gunn, 2014) y Deadpool (Tim Miller, 2016), esta película establece inevitables comparaciones y apenas sale adelante.
Ni su espectacular fotografía o la banda sonora – opacada por “Inmigrant song” de Led Zeppelin – logran amortiguar la sensación de un largo, largo viaje en la sala de cine.
Personajes secundarios, con respetable genealogía entre el público, como Dr. Strange (Benedict Cumberbatch) y Bruce Banner/ Hulk (Mark Ruffalo), inyectan cierto interés a la trama, aunque se diluyan, ya sea por la brevedad o superficialidad en sus apariciones.
Quizás nuevos caracteres sean de mayor atractivo. La intervención del caprichoso y divertido Grandmaster (Jeff Goldblum) en su planeta de hedonismo chatarra y el perfomance de la primer Valquiria afroamericana (Tessa Thompson), atraparán la atención del auditorio.
Y en medio de los dos, el Thor como un dios.
En fin. Más humano que de costumbre, Thor miente, engaña y trata de manipular a quienes le rodean. Así, a Odín rogando y con el mazo dando, el divino superhéroe parece haber encontrado en la comedia una manera de fortalecerse y salir adelante.
Pero nada con exceso, todo con medida.
El camino ha sido pavimentado para la siguiente entrega: Infinity War. Y ahí está la trampa marvelita. Muy probablemente será necesario ver todas las películas para comprender los argumentos que siguen. Entre Wagner, Tolkien, Coppola y Bugs Bunny, el simpático e irreverente conejo parece estar ganando la partida.
Los dioses se han vuelto locos.
Por Horacio Vidal