Hermosillo, Sonora, México.-
En Octubre de 2015 vino Manlio a mi tercera casa, la Sociedad Sonorense de Historia, para presentar un libro sobre el poder, de la autoría de Eduardo Robledo, papá del hoy secretario del IMSS, Zoé Robledo, joven cuadro de la 4T… el poder, ya saben. En ese entonces escribí mis impresiones en un artículo intitulado «Yo también saludé a Beltrones», publicado en este mismo portal. Y ha sucedido que el pasado viernes, en pleno Día de las Madres, vino Fabio a mi segunda casa, el Mercado Municipal, con motivo de su nueva campaña al senado de la república. Quiso dios que yo estuviera ahí esa mañana —me había ausentado por semanas— para dar un pormenor de lo que a mí me ha pasado. Cojan piedras.
Mi historia (!) con Manlio Fabio se remonta a mi feliz infancia. Cuando frisaba los doce años fui invitado a repartir volantes para el cierre de campaña del candidato a gobernador. El periplo incluía la periferia de Villa Juárez —ah sí, pequeño detalle: mi infancia feliz transcurrió en el mismo pueblo en el que nació el candidato— y ahí andaba yo en una troca nuevesona con dos viejos (uno de apellido Cañez) que hablaban bien sabroso: «aquel cabrón era más largo que el chorizo de Toluca», le decía uno al otro, se carcajeaban, y yo me preguntaba cuál era el sentido oculto de la oración, sin menoscabo de unirme al coro de risotadas.
Por supuesto, asistí al cierre de campaña. Apoteósico. Inolvidable para un chamaco de aquellos años maravillosos de vagancia y aventura, finales de los ochenta, principios de los noventa, cuando la plebada tenía permiso para todo y si no se la aventaba. No obstante, más tarde sería yo un joven crítico del sistema, alborotador y todo lo que ustedes quieran. A la par de mi novel proceso, el de Beltrones seguía el suyo propio, con serias acusaciones en su contra, como incontables anécdotas a su favor. El mismo fenómeno que atraviesa a las grandes figuras de la política: lo mismo a don Álvaro Obregón Salido, desde hace cien años, lo mismo que a Andres Manuel López Obrador hoy día, con perdón del salto cuántico.
— Dame chance de decirle algo al licenciado, le aventé a su asistente, no te voa quitar un minuto. Claro que sí, respondió muy amable, y rápido ataqué.
— Don Beltrone, me llamo Benjamín Alonso Rascón, soy nieto de don Eduardo Rascón Quijada, quien, según me han contado en la familia, pasaba largas horas platicando con su abuelo, don Mateo Beltrones, en su parcela de Villa Juárez, o mejor dicho, de la entonces Colonia Irrigación.
El tal Beltrone reaccionó sorprendido pero sin perder la compostura.
— Mira nomás. Claro que sí, el nombre de tu abuelo está en la placa del monumento a los colonos (en VJ), igual que el de mi abuelo, también colono.
Entonces el sorprendido fui yo. Y ya no sé si me verbeó, con tal de ganar mi voto, o en realidad lo dijo con conocimiento de causa cuando añadió:
— Tu abuelo era un tipo muy informado, un gran conversador.
Seguro vio mi cara mitad estupefacto (el viejo se chingaba la prensa diaria y los mejores títulos sobre la revolución mexicana, empezando con Martín Luis Guzmán y terminando con La frontera nómada), mitad escéptico (el otro viejo tiene fama de encantador de serpientes), pero dio prueba irrefutable de que conocía a la familia cuando deslicé el nombre de un tío que anduvo en la polaca y acto seguido movió la siniestra como Zidane cuando Cristiano Ronaldo metió un golazo de chilena…
Pasada la introducción familiar, me adentré en temas de interés general.
— ¿Y cómo ve que medio mundo se está colgando de usted en las campañas? Hasta el Chapo Bours le entró al quite.
Se medio rió, se limpió el menudo en las comisuras y escupió:
— ¿Qué anda haciendo ese? (léase con un toque displicente, beltroniano)
— El güero Zúñiga lo entrevistó (mitote completo) y dijo que cómo era posible que tuviera tal patrimonio si no le conocía más chamba que la de político, que no le conocía empresa alguna.
— Ja, si ese lo heredó todo. Es un huevón (léase lo de huevón con acento sonorense auténtico, no como en los spots). Yo todo lo que tengo lo he ganado sin recursos públicos ni influencias. De hecho, gano más en mi actividad profesional que en la política.
— ¿Cuál actividad?, reviré con valentía
— La de mi despacho
— ¿Tiene usted un despacho?
— Por supuesto
— Ah pues con razón estuvo tanto tiempo fuera de la política, tercié, y di por zanjada la entrevista periodística.
Luego me despedí pero volví para darle la revista de moda en el rancho y sacarme una foto con la celebridad. Todo vende, pensé.
Lo conminé a apoyarla (como he conminado a medio mundo: priistas, blanquiazules, morenos y prietos) y no dijo que sí ni dijo que no. Que primero la iba a leer y a ver si le gustaba. Valiendo queso, pensé, le hubiera entregado otra edición, con más rollo filosófico o histórico, y no la del nalgón lujurioso en primavera. En eso estábamos cuando la locataria que fungía de anfitriona, y a la que nunca había visto sonreir, pidió una foto para el recuerdo. Accedimos. Luego me volví a despedir y el licenciado se dio cuenta que cargaba yo el libro cuya carátula reproduzco a continuación:
Uy, ese libro está muy bueno, le confesó a uno de sus achichin digo asistentes. Zambrano me lo regaló, añadió. ¿Jesús?, tercié yo. Así es, contestó. La verdad no conocía al autor, pero está muy bueno el libro, me confió. Yo tampoco lo conocía y está muy bueno, es verdad, aunque basa sus primeros capítulos en una sola obra, la de Ocho mil kilómetros en campaña, nada de investigación de archivo, critiqué. Beltrones asintió y rápido agregué:
— Yo creo que va a estar mejor el de Ignacio Almada, del que adelantaron un capítulo en nexos hace poco. Se dice que en noviembre vienen a presentarlo Alan Knight, Aguilar Camín y Javier Garciadiego, además del propio Nacho.
— Ah caray, suena muy bien, todos ellos buenos amigos míos. A ver si me cuelo.
Afuera del Mercado me encontré a Rodolfo Rascón Valencia, mi querido pariente y leyenda de la crónica sonorense. Le comenté asombrado que MFBR sí lee.
— Cómo no va a leer, hombre, si una vez me compró cien libros; creo que eran para su hija, que andaba en campaña. Pero de que lee lee.
Por Benjamín Alonso Rascón
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Fotografía de portada realizada por un paparazzo que iba pasando