Nosotras 

Autora: Suzette Celaya Aguilar 

Editorial: Paraíso Perdido / Instituto Sonorense de Cultura

Año: 202

páginas: 192.

Nosotras es una novela que se sitúa en el año de 1967, en un pueblo anónimo que está a punto de desaparecer bajo las aguas de una presa que se desbordará en poco tiempo. Somos testigo de los últimos meses y días de esta desgracia que Violeta, la protagonista de esta historia, encarna en nombre del pueblo desahuciado por los burócratas del gobierno, quienes no paran de acosar a los pocos habitantes para tratar de convencerlos de que se vayan a la ciudad capital con una especie de indemnización. Ellos creen que pueden corromper a los pobladores que restan con dinero. Violeta sabe de ello porque su abuela era la prestamista del pueblo, avara y fría, distante y recelosa de la protagonista. La culpa del suicidio de su hija y de sus demás penas. Violeta crece cargando el recuerdo del cadáver de su madre y la de su hijita, que comparten un sino por demás trágico. Por supuesto, vive acongojada por la fuerte presencia de su abuela, la prestamista que alza su siniestra sombra sobre el resto de los habitantes, incluso después de su muerte a los 89 años, porque de alguna u otra forma todos le deben o tuvieron alguna deuda con ella. En algún momento se nos hace saber, incluso, que la abuela, junto a don Fortunato, era una de las benefactoras del pueblo.

La estampa de esta matriarca, muy cercana a don Pedro Páramo, da paso a otra figura de autoridad: Fermín, el macho tuerto que regresa del norte y se reencuentra con Violeta precisamente en el velorio de la abuela. Es un hombre transformado también por las penurias de la vida, una víctima de la violencia, pero también alguien que sabe jugar su papel de depredador. Y es que la novela de Suzette Celaya Aguilar evita idealizar o satanizar a sus personajes. Su tenaz ojo narrativo nos lleva al corazón de cada uno de sus habitantes, a sus malos actos, a sus repentinos momentos de bondad, a sus temores y a sus sueños, a sus anhelos, a su misterioso andar por los caminos terregosos, de sus casas a la iglesia o a la cueva, donde un grupo de mujeres, lideradas por Reinalda, tejen sombreros.

Admiro la franqueza con que Suzette Celaya Aguilar ha construido a cada uno de las mujeres y hombres que viven en las páginas de su novela (sus diálogos son maravillosos); la fuerza nostálgica con la que ha erigido los diversos espacios de este pueblo condenado a desaparecer de forma abrupta y definitiva; pero también su capacidad de pintar escenarios bucólicos, algunos deteriorados, que de pronto se ven intervenidos por un conato de violencia; finas manchas de sangre, imperceptibles heridas y boquetes grotescos que de vez en vez nos muestra la autora de forma cruda, en oposición a la parsimonia de este hábitat. 

El tema profundo de esta novela habla de la complejidad que implica construir una identidad. El pueblo funge como una red de metáforas pertinente, porque su muerte o su agonía se empareja con el estado espiritual de la protagonista, es casi una presencia tan viva como cualquier habitante más, tan puntual que me fue inevitable pensar en el Ixtepec de la novela Los recuerdos del porvenir de Elena Garro. Al parecer nadie se da cuenta de que están condenados a desparecer porque nadie puede sobrevivir sin su pasado, a pesar de que se vayan a la ciudad. Un drama del exilio que se convirtió en uno de los temas nodales de la literatura del siglo XX. Pero ahora Violeta habla de esos exilios interiores, de los que se viven en silencio en el tiempo contemporáneo, sobre todo el que experimentan las mujeres, incluso amputadas de sus derechos de decidir sobre su ser, exiliadas a fuerzas machistas de su condición vital. Esto es lo difícil, sostener la identidad si no hay una memoria que la sostenga, si uno se aleja de sí mismo o, peor aún, si pierde toda noción de su origen. En algún momento de la historia Violeta dice con tino: “Es más fácil partir si uno no ve lo que abandona”. 

Así, pues, es que la protagonista añora haber conocido más a su mamá, de quien posee solo recuerdos y ensoñaciones, o de haber visto a su hija crecer a su lado. Quizá sea ella, nos decimos, quien tiene más razones para irse de ahí y comenzar una nueva vida. Quizá sea verdad, pero desde el punto de vista del progreso, representado por los empleados de Gobierno que tratan de evacuar el pueblo, persiguiendo únicamente sus intereses. En el lenguaje simbólico en el que nos sumerge la novela, que precisamente oscila también entre la dramaturgia y la poesía, más explícito esto en la parte final del libro, es que encontramos que Violeta busca su identidad en sus recuerdos, en ese pueblo, pero también en su proyección hacia el futuro ahí en ese espacio originario, aunque esté condenado a desaparecer. Esta imposibilidad es lo que convierte a Violeta en un personaje excepcional. ¿Qué sería de la buena literatura sin aquellas heroínas que desafían al sentido común y a la lógica más básica? 

El poeta iraní Adonis, cuando hablaba de Las metamorfosis de Ovidio, resaltaba el papel preponderante que encarnaba el tema de la identidad en el mundo clásico. Para Adonis, la pérdida de la identidad de quienes se transforman va aparejada obviamente de la adquisición de una nueva constitución. En el plano de lo simbólico ocurre lo mismo: en la metáfora, los significados de las palabras mutan hacia una nueva faz. Los contrarios se transforman mutuamente, como el fuego sagrado que envuelve el cadáver inconsumible de doña Isidra y el agua que amenaza la existencia del pueblo donde Violeta vive. Tras una breve iluminación, intuimos ese momento de anagnórisis, tan caro al drama y a la poesía, en el que Violeta puede reconocer en la muerte otra identidad, así como el espejo que carga a todos lados le muestra la naturaleza dual de la realidad que a veces observa a través de él. Así es: el espejo resquebrajado de la muerte le devuelve una imagen de transformación. La mutación, el cambio, como lo resalta la doctrina de Heráclito, solo se da en la conflagración de los contrarios. Hegel hablaría siglos después de la dialéctica en términos se tesis, antítesis y síntesis. El simbolismo que metaforiza la totalidad de la novela, bajo el signo de esta transmutación, le da un impulso inusitado que en la relectura enriquece la historia del pueblo y la vida de Violeta: la dota de una nueva identidad que resuelve el conflicto interior de la protagonista, su búsqueda melancólica, su obstinación por quedarse en ese sitio.

La importancia de la metamorfosis es de vital importancia para entender el microcosmos que Suzette Celaya Aguilar ha creado. Émile Benveniste hablaba de la reversibilidad del lenguaje, la posición del hablante respecto del discurso y cómo es que intercambia su estatus ontológico con el otro: “yo” también es el “él” y el “ella”, y estos pronombres también mutan hacia el “yo” cuando cambia la posición del hablante. La actualización del título de la presente obra nos permite incluirnos en él, es tan potente esta condición que alquimiza y transforma la identidad de quien lo lee, aunque se refiera a personajes muy específicos de esta novela. Creo que ahí puede residir su fuerza y el atractivo de este título. Finalmente, me resta apuntar que es un libro escrito con obvia dedicación, con mucho amor y una pasión inquebrantables. No tengo dudas de que el genio de la autora la llevará a explorar historias increíbles, bellas y nostálgicas como la que se presenta en esta reseña, ni que su capacidad y disciplina la llevarán a otros escenarios. Ojalá las editoriales más importantes le den la oportunidad de publicar sus obras con ellos y le ofrezcan la proyección que su gran talento merece. 

Sobre el autor

Licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad de Sonora y maestro en Letras Españolas por la UNAM. Ha obtenido, en diversas ocasiones, el premio del Concurso del Libro Sonorense en poesía, cuento, ensayo y novela.

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