Vengo a estarme de luto
por aquellos que recibieron prematuramente
su funeral de escándalo,
su ración, su camastro, su obituario, velado,
pero más por aquellos
que, desde que nacieron,
son confinados, etiquetados, muertos
en sus propios rediles,
herrados, engrillados a un escritorio oculto,
a un cubículo negro.
Ah, caravana de las carcajadas,
carne desamparada de la arcaica matanza,
paredón de la pública befa,
arrimaditos, amontonadito
en el muro del asco.
Duelo (fragmento)
Abigael Bohórquez
MUERTO EN VIDA
Abigael Bohórquez representa un punto ciego en la literatura mexicana. Quizá porque avergonzaba, su obra poética se volvió un secreto a voces, la llaga indecible, íntima, que aún viven aquellos hombres y mujeres que nacieron con un estigma social y que debieron sobreponerse a las desventajas de una vida sin privilegios, ajenos a los status de abolengo o de un nacimiento celebrado en los periódicos. No me refiero a su homosexualidad elegida o aceptada, que azuzó tanto su leyenda negra y lo convirtió en un poeta de culto, me refiero a la causa de su desencanto con la vida: su bastardía, una suerte de mancha indeleble, que lo marcará para siempre a lo largo de su carrera y de su vida, tan llena de obstáculos sociales y literarios.
A su paso muerto-vivo por el mundo, este poeta underground no deja a nadie indiferente: sus versos hieren tanto o más que las heridas infligidas a su amor propio, desde que tuvo conciencia de su origen y destino involuntario. Era una herida abierta que había nacido de otra: la de su madre Sofía Bojórquez García; una joven de 27 años que lo concibe fuera del matrimonio, a las veras del río Asunción en el pueblo rural de Caborca, luego de que alguien «violentó su soltería», aquel el verano de 1935. Ahí fue donde su madre recibe el «beso más profundo» y él se vuelve «una dolorosa advertencia/ en su interior», cuando rememora el origen de su nacimiento a la edad de veinte años en su poema «Madre, ya he crecido». Abigael también ha compartido el destino de su madre: su nacimiento, el 12 de marzo de 1936, significó una dolorosa fecha en el calendario familiar, una herida quemante que no cerrará hasta su muerte, sucedida cincuenta y nueve años después, el 26 de noviembre de 1995.
Aunque su madre se le adelantó en el camino y murió diecisiete años antes, ambos estuvieron unidos por la tristeza familiar y la desventaja social que recayó sobre ellos. Aunque no recibieran un abierto desprecio de su familia, como una antesala de la confrontación social de su tiempo, su nacimiento provocaría innumerables infamias: la reclusión de ella y de su hijo, el encierro forzado de puertas y ventanas en la casa paterna, que sólo demorará el enfrentamiento con la maledicencia pública; si ya en privado, durante su infancia, sufría los flagelos de una sociedad de fuertes costumbres católicas.
A los dieciocho años había irrumpido su voz, singularísima, en la poesía regional cuando gana su primera gesta poética en San Luis Río Colorado, sobre 200 participantes que loaron a la «madre universal» de aquel olvidado mayo de 1954. Al pasar de dos años renegará de Ensayos poéticos (1955), que incluye su poema ganador y de todos aquellos escritos con anterioridad. La continuidad en su visión trágica del mundo, a pesar de su rompimiento con la estética modernista, señalan una realidad contundente: ha de ser el apóstol de la disidencia, un antipoeta, un agitador de las buenas conciencias cuando escribe: «Madre, ya he crecido» y «Llanto por la muerte de un perro», entre muchos otros poemas de su segunda selección poética: «Fe de bautismo» (1960 [1982]).
Con estos nuevos cantos desbordantes ha alcanzado su madurez creativa y surgen sus primeros poemas antológicos, donde hace de su madre y de sí mismo personajes de su propio calvario. Resentido con la vida por saberse convertido en el motivo de las más amargas tristezas de su madre, aceptará su estrella, sabiéndose condenado, preso bajo su influjo lunar, cuando acepta su «destino poeta ―dirá―,/ la dura suerte de morir temprano».
Al cantar sus alegrías y sus tristezas en la plenitud de su madurez creativa, recordará su pueblo natal como lo que fue, el sitio de su nacimiento y de su infancia, donde le «amarraron la lengua» y sólo fue testigo de la felicidad de los otros a través de una ventana «penadamente abierta». Su decepción se había acrecentado más, cuando supo que era para su madre un «bandolero» de la felicidad familiar, un «asesino» de sus alegrías y un «verdugo de tu paz»; en resumen, «un ángel malo de Dios» que la ha martirizado desde su nacimiento. Se volverá, así, en un grito agónico de una persona muerta en vida (en un poeta trágico, cuyo testimonio convierte a su vida en una obra de arte involuntaria), que renegará y denunciará una y otra vez de los frutos agrios de su destino.
Aunque salió de quince años de Caborca, volverá a recordar a su pueblo natal como un sitio de agrias alegrías. Si por una parte dice que es un «pueblo lleno de saliva», o «ese pueblo rascuache», donde su madre «recibió una túnica de palos» y debió andar «con la mirada erguida»; por la otra dirá: «Te hablo de amor con las voces de mi pueblo,/ y en Caborca, las voces son de todos los colores». Atrapará el instante, como lo hicieran en sus crónicas de viajes los poetas del romanticismo, el modernismo y las vanguardias, con un grito erizado de tristeza, un descubrimiento de la naturaleza, con imágenes sencillas, novedosas y precisas. Será así, con una imagen ambivalente, donde todo su odio y todo su amor cabe en una sola palabra: «Caborca, es la mordaza del silencio/ pero/ tiene tu mansedumbre de azucena».
Abigael compila en Acta de confirmación (1966), los poemas más virulentos contra el régimen político nacional; incluso antes de 1968, cuando son muy pocos los poetas sensibles a las cuitas de la vida nacional; es decir, que viven fuera de la burbuja de su clase social acomodada. Denuncia el abuso de las madres por el hijo, el yugo que han de cargar con sus hijos sin padre; el pesar que sienten por su perpetua soltería que las señala y el ingrato oficio de madre que practican: «Madre,/ si para ti no fue el sol,/ si no fue hecho a tu alcance el mar abierto,/ si sólo para ti fueron las sobras,/ el mar cerrado al mar y el desaliento,/ si para ti no fue libado el polen/ ni para ti fue el pétalo nocturno,/ alza los puños,/ junta a todas las madres de la tierra,/ y también haz el paro,/ organiza motines,/ cierra el útero amargo con tus manos/ y levántate en armas».
En esas fechas también anuncia el derecho a la ternura y la pasión entre los hombres, una muestra de su vida privada, que aparece en una obra subversiva en lo político pero lejos de las consignas ideológicas: Las Amarras terrestres (1969), un poemario que está al margen de las crisis políticas y sociales de finales de los sesenta que vive la capital y algunos estados del país. Sus nuevos poemas son valientes, dolientes, pero desentonan por su reclamo de un amor y una ternura que le han sido negadas por la gazmoñería religiosa de la sociedad rural de su pueblo natal y está prohibida en los medios de la ciudad donde vive.
Sólo un fragmento de un poema, que aparecerá en otro poemario posteriormente, tiene ese fuego que lo abraza en 1969, que se deja mirar cuando ha abierto las puertas de su casa como las de su corazón, con un reclamo punzante a nombre de su madre:
Mi madre, Sofía Bohórquez García, múltiple y dulcísima,
aguantadora de todas las mandíbulas,
hacedora de todas las llaves
devoradora de todos los clavos
para abrir las compuertas de perdonarlo todo,
sonrisa de pan,
ojos de hermanita huérfana,
lloradora sin freno,
mamá,
mi fórmula secreta,
mi era atómica,
niñita bajo las arrugas,
me parió frente a todos a palos.
Tiene treinta y tres años, la edad de Cristo. Su padre, es una ominosa presencia, como un Espíritu Infame que tomó parte en la concepción de Sofía, virgen, a la vera del Río Asunción en su natal Caborca. Pero su madre es más heroica que él y su pueblo natal: ha cargado esa cruz, como Abigael, su bastardía, durante ese tiempo. Se sabe culpable de las penas de su hijo, como su hijo se sabe culpable de ser el fruto de ese pecado. Su dolor no desaparece, reaparece antes de aplazarla en su obra poética. Sólo lo desplaza su lucha contra el dolor ajeno y su constante evocación a un amor distinto, del mismo sexo o de sí mismo. A partir de ese momento, se inventa cada día, viviendo lo que no tiene paralelo con la Biblia, aunque adopta nuevas mitologías como calcetines o sandalias a sus pies. Se encuentra reflejado en Narciso, fascinado; también en el, a veces bello y otras horripilante, personaje de Oscar Wilde.
A la edad de cincuenta y cuatro años, vuelve el resentimiento por la vida de su madre y la suya propia, Abigael arremete contra un pueblo que atiza, con el fuego de sus principios cristianos, su propio infierno. «Y ya lo ves, amá,/ si algo vale la pena,/ es la confesa cruz de ti a mi heredada/ y levantar la cara,/ silvante la pedrada», dice Abigael, doce años después de la muerte de su madre. Elevará su canto por aquellos desahuciados en vida, condolido por el último lugar que les tocó las vendimias de las alegrías del mundo. Su sentimiento de culpa no se desvanece, se acrecienta, como se verá hasta sus últimos sonetos fechado el 2 de noviembre de 1994, con los que tratará de redimirse de su culpa por medio de un canto final y definitivo hacia su madre.
Si recibió pronto la intransigencia pública, también llegará la comprensión de algunas almas sensibles y martirizadas como la suya. Mujeres, la mayoría, que se volverán sus amigas, aminorando el dolor de las lenguas y miradas de fuego quemándole su espalda. Recaen sobre si mismo nuevos martirios: además del menosprecio de su bastardía y la violenta carcajada por su nombre de mujer (su nombre oficial era «Abigail»), surge su oficio literario de cuestionada masculinidad, su retraimiento y afeminamiento adolescente, su amor y deseos distintos a los convencionales, sucediéndose ―como parte de una tragedia griega a la mexicana―, sumándose ―como una llaga que no deja de crecer y ocupar todo su cuerpo―, que inauguran nuevos sufrimientos.
¿Qué más faltaba a cada una de las galerías del horror humano de sus poemarios, donde expone sus poemas? Aún sin quererlo y sin proponérselo debió trasgredir las normas de conducta de la sociedad mexicana del siglo XX. ¿Qué otro papel habría de representar sino era en la disidencia/desobediencia social? ¿A caso no había nacido con la letra escarlata tatuada en la frente? ¿No recibía acaso la «p» (de la palabra prohibida) que se volvió un eufemismo de la palabra poesía? ¿No «creció en los rincones/ tirándole pedradas al hastío?» Desde temprano se dio cuenta de su cariz trágico, que debía escribir desde la llaga, pues había nacido condenado, herido de muerte, con su despertar temprano a los sinsabores de la vida. Proclive al desamor y a un deseo distintos, su obra poética revela con las mayores muestras de un amor desconcedido (sinónimo de la desposesión, a través de añoranza de una ternura ganada momentáneamente), y de un deseo desatendido (ese insinuación a la melancolía de una pérdida amorosa o del violento oleaje de una sexualidad perdida).
Su obra poética se explica a través de la circunstancia de su nacimiento y la ausencia de un padre; a su naturaleza inestable de su economía personal (recuérdese que su madre se vuelve tempranamente en dependiente de su hijo); que se refleja en su nacimiento bajo el signo de Piscis, cuyo elemento es el agua (símbolo del agua) y el invierno (símbolo de la muerte) su estación. O quizá no fue eso y fueron los genes, quienes decidieron por él; o el agua tóxica del Río Colorado, o la bomba atómica; pero hay algo que no podrá negarse y el resultado de su vida será siempre el mismo: nunca podrá acallarse su nombre en las celebraciones civiles (aunque no esté presente en las cívicas) ni podrá borrarse de los memoriales privados, aunque no se escriba su nombre en letras de oro en la rotonda de los hombres ilustres, si es el ejemplo más señero de la denuncia y la resistencia a las tragedias que los hombres más vulnerables que, como él, tuvieron que soportarlo todo durante su penosa existencia.
Será en el invierno, la estación difícil, donde el hielo y la aridez de la tierra causen los estragos a todas las floraciones menos las suyas, donde crezcan sus poemas sediciosos y blasfemos; porque en su obra poética no han de darse fácilmente esos «frutos envenenados» contra quienes salvaguardan todas las normas que rompe su existencia. No será reconocido como un poeta solar ni bajo el influjo de Apolo, aunque a veces figure lo contrario; si blandió sus poemas como si fueran botellas de vino para su propia consagración. Sus cantos, tan premiados todos en múltiples gestas de un nivel nacional, sólo son el destello de un reflejo lunar, de un hombre que escribe bajo el signo de Dionisio. Su embriaguez, más íntima o más pública, se vuelve un canto celebratorio, sacramental, con una doble intención: la literaria y la libertaria.
Lanzó consignas y protestó con una virulencia inusitada (reivindicando el papel del poeta en las transformaciones civiles contra las conmemoraciones cívicas de los potentados del poder), como lo hiciera un Efraín Huerta o un Pablo Neruda. Cantó y blasfemó, bellamente (aunque respetando el sentido último de las escrituras: el amor al prójimo), como lo hiciera un Luis Cernuda o un Charles Baudalaire. Quizá porque era un poeta dionisíaco, que le daba lo mismo querer y despreciar (al unísono) los címbalos y trompetas de la vida pública, si sabe cuál fue su verdad de fondo: «Me liberaron los ángeles de espuma», dirá, consciente del origen de su renovación poética a través de la congregación de un poeta con sus iguales, cuando sale de su propio capullo y vuelve poesía cada sacudida de sus propias alas.
Así se sintió más sincero, despertando la alegría del carnaval y de sus fuegos florales; porque tuvo claro que «Dionisos no fue precisamente/ de los Alcohólicos Anónimos», sino de los «Alcohólicos unánimes»; porque no todo fue un sorber la sal de sus propias lágrimas y se entregó a los rituales cotidianos con una abierta carcajada de alegría o de amargura, cuando supo que padecería el martirio de ser crucificado en vida y llevar en sus manos «los estigmas de aquel pueblo» que atrapó la imaginación desde su infancia.
Bebió de sí mismo el amor que no le daban. También guardó celosamente en sus aljibes los retratos veleidosos e injuriosos que sus críticos le prodigaron. A la manera de un insaciable Dorian Gray, ávido guardián de una belleza evanescente de esas imágenes y palabras, se descubrió a sí mismo en su soledad más sola dentro de esa cárcel de reflejos. Sobre esas superficies, perplejo, dejó de beber de su propia imagen: se murió de una sed de ese amor, volvió a ser trigo en la mesnada. Su biografía, pues, encarna la desolación del mítico Narciso: siempre hubo de lamerse las heridas, amarse a sí mismo y sobreponerse a los escamoteos del valor de su obra poética y de su lugar en el mundo. Al comprender su destino aceptó la presencia de la muerte de manera temprana, pero no dejará de tronarle los dedos para que desentuma sus propios huesos y siga en la cosecha de quienes tanto amo y odió en este mundo. Ella rondaba sus libros. Él la esperó trabajando. Sabía que, muerto en vida, habría de vivir «calacachóndimo» su propia muerte.
Por Omar de la Cadena y Aragón
Próxima entrega: «Vivo en muerte», segundo de doce ensayos cuya versión electrónica aparecerá en Crónica Sonora y de manera impresa en la serie Archivos de la editorial Vértigo Digital.
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