Me llevaba de ventaja escasos tres o cuatro meses, cosa que no supe hasta que pude tomar conciencia del tiempo y de la edad. Siendo la más pequeña dentro del escalafón generacional de dos grandes familias avejentadas, crecí asistiendo a muchos más funerales que piñatas, bautizos, bodas o cualquier cosa relacionada más a un inicio que a un final. Esta razón fue por la que creo que también tome pronta conciencia de la muerte. De la misma forma en que, al convivir diariamente con perros, pronto noté que ellos crecen y se desarrollan mucho más rápido que las personas.

Yo era una niña y la Sarabi ya comía croquetas para adulto. Esa pequeña bola de pelo me enseñó, a su manera, muchas cosas que al día de hoy sigo poniendo en práctica diariamente. Me enseñó que aunque para mí fuera divertido algo, a veces para otros es molesto, también me enseñó que cuando alguien que quieres se cae o lastima, tienes que ir rápido y quedarte ahí a un ladito, a veces aunque parezca raro, llenarte de babas puede ayudar bastante a sentir alivio. Me enseñó a comer a gusto y sin darle gusto a nadie. Jugar con la comida no es para nada desdeñable, es solo otra forma de degustar.

La Sarabi, a diferencia de muchos perros (y personas) no le tenía miedo a los rayos, ella le ladraba fuerte al cielo, moviendo la cola, valiente y juguetona. Ella y yo éramos cercanas, no solo por el tiempo compartido, realmente nos entendíamos. Hacíamos cosas juntas, al punto que a veces incluso nos regañaban a las dos por igual y por la misma razón. Ella aparece en la foto de mi primer día de kinder, muy jóvenes las dos, pero a mis 10 años ella ya tenía bastantes canas y semblante cansado, aunque nunca apagado.

En retrospectiva, ahora sé que entiendo algunas cosas más claramente, y que la Sarabi, así como todos los perros que fueron, son y serán en mi vida me reafirman esa claridad. Ellos me hicieron cambiar lo que pensaba del amor, que solo era que me quisieran, y entonces tener que ser o parecer algo querible y digno. Pero luego pensé que es importante también saberse dar, de forma que el amor encuentre a quien querer, y no solo ser queridos. Los perros me han enseñado lo que es el amor, y ahora resulta complicado ignorarlo.

Ahora creo que hay que darse al mismo tiempo que se recibe del otro, con sensibilidad y empatía, que no existe la propiedad, solo el cuidado y la protección, y que defenderte del mundo no tiene que ser violento, a veces solo es no dejarte acariciar si no conoces bien las intenciones. También pienso que el amor no se acaba cuando lo das, sino que se multiplica. Y a veces, vale más quedarte a un ladito y una caricia que mil palabras vacías de motivación. Los perros también me enseñaron que poco importa si te crees su dueño, te acuerdas de su cumpleaños y le compras buenos regalos, si no sabes corresponder emocionalmente, que para saber entender, no solo hay que escuchar, también hay que ver los gestos y movimientos, y que hay tantas formas de ser valiente como rayos en el cielo truenen.

Por último, también sé que toda relación se termina y todo amor se transforma, siendo el final cualquiera o el último de todos, la muerte, llegando ésta a unos antes que a otros, aunque se tengan tantos años como 14 de perro, y tan pocos como 14 de humano.

La autora y Sarabi, retratadas por la madre de la primera.

Este artículo apareció originalmente en el número tres de CRÓNICA SONORA

Sobre el autor

Estudió Biología en la Universidad de Sonora

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