Sólo en la UNAM (y en CS) suceden estas cosas…

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Hermosillo, Sonora.-

UNAM, agosto de 2002: día normal, clima nuboso con ligeras lloviznas; tarde que anunciaba una noche gélida, como aquella en que tenía la clase de Poesía de los Siglos de Oro: Seminario de Sor Juana Inés de la Cruz II, de las 17:00 a las 19:00 horas. Mi área, sin embargo, era lo concerniente estrictamente a Cervantes, pero fue imposible no inscribirse a esa materia con el maestro Antonio Alatorre al frente, el más eminente y meticuloso especialista en la vida y obra de la Décima Musa, además de autor de uno de mis libros favoritos: Los 1,001 años de la lengua española.

Era la época presmartphone, cuando los ladrillos de Nokia parecían imbatibles; cuando la película Spiderman, de Sam Raimi, prendió la mecha de los superhéroes en el cine; cuando las horribles canciones de Aventura, Thalía y Sin Bandera eran una especie de credo sacro entre los microbuseros del entonces DF, aunque a veces uno encontraba cierta paz en el cover que se aventaba Café Tacuba de “Déjate caer” y cuando de vez en cuando uno se topaba con algún que otro chofer hereje que traía sonando la Radioactivo con la música fresona de Oasis, Coldplay y Avril Lavigne.

El martirio valía la pena. Los que asistíamos al seminario del maestro Alatorre íbamos convencidos de que éramos un grupo privilegiado, a final de cuentas el maestro había sido el primero en publicar, junto con Juan José Arreola, a su amigo Juan Rulfo en 1945 en la revista Pan. Las sesiones eran en un pequeño salón de la maestría: una mesa rectangular en cuya cabecera se sentaba por una hora con cuarenta minutos el maestro a ahondar en la difícil vida de Sor Juana y en la interpretación de sus obras, mientras que nosotros seguíamos sus lecturas, sus pausas eruditas para explicarnos verso por verso, en la edición de las obras completas de Sor Juana (tomo I, Lírica personal), edición del Fondo de Cultura Económica preparada por Alfonso Méndez Plancarte y que en el 2009 fue modernizada por el mismo Alatorre, contando la introducción y las notas a pie de página.

El salón tenía una inmensa ventana por la que se podían apreciar, de forma lateral, los murales del edificio de Rectoría y el hormiguero de estudiantes en los jardines y en las afueras de la facultad de Filosofía y Letras. Me sorprendía que, además, era una clase multicultural a la que acudían alumnos de distintas partes del mundo: recuerdo a una argentina, un amigo alemán especialista en Paul Celan, y una estudiante de intercambio de California con la que hice también amistad (que aún preservo) y con la cual intercambiaba puntos de vista a lo largo de las clases (nuestro amigo alemán era más disciplinado, prestaba oídos solo a la voz del maestro y al ritmo de su pluma sobre un bloc de notas amarillento). Las cosas habían mejorado para Sor Juana desde que Amado Nervo la había rescatado del mutismo a la que se le condenó entre los poetas del siglo XIX. De todas partes del planeta venían a aprender algo sobre nuestra más grande poeta.

De izquierda a derecha: Karsten, el alemán, y Hugo, el sonorense

Esa tarde fue notoria la ausencia de la estudiante californiana; por fortuna acudió otra amiga, también, como yo, egresada de la Escuela de Letras de la Unison; no estaba inscrita en esa materia, pero de vez en cuando pasaba a escuchar a don Antonio. Antes de comenzar, afuera en el pasillo, se me había acercado un sujeto que nunca había visto en el seminario: de unos 25 años, cabello hippie rubio, con lentes oscuros de mosca, con un morral de revolucionario, para preguntarme en español acentuado en inglés, pero fluido, si ahí era la clase de Sor Juana. Le confirmé con la cabeza, como si evadiera  contestarle en español a riesgo de que no me entendiera. Entramos los que estábamos ahí y el muchacho con lentes oscuros tomó asiento en un rincón. Extrajo un «topper» con fruta.

Llegó don Antonio Alatorre con su infaltable botellita de agua purificada marca Evian (la compañera de la Unison se hizo la rutina de coleccionar todos los recipientes que al final de cada sesión dejaba el maestro). Comenzó la cátedra y el sujeto comía con tranquilidad la fruta, parecía abstraído en los sabores, mientras que Alatorre nos revelaba los secretos de “Primero sueño”. De pronto, Antonio Carreira, el más grande especialista en Luis de Góngora, el admirado Góngora de la misma Sor Juana, se deslizó al interior del salón y tomó asiento entre nosotros, como un humilde estudiante más.

Ahí estaba el autor de una edición filológica en cuatro tomos, cada uno de los cuales tienen poco más de 600 páginas, de los romances del poeta cordobés. Carreria, en el prólogo de su monumental obra que le costó 20 años de trabajo, señala la “pobreza” de la edición de Cátedra de los romances de Góngora, cuyo responsable no es otro que el crítico literario Antonio Carreño, a quien, por supuesto, se lo carga sin miramientos. Alatorre y Carreria, los dos hispanistas más portentosos, se saludan caballerosamente, con medido respeto. Carreira aclara que va en calidad de oyente, pero de nada sirve su precaución porque la clase poco a poco se torna en una charla brutal acerca de las cualidades técnicas de Sor Juana y Góngora. Alatorre se atreve a concluir que Sor Juana superó al cordobés, porque ella representa la síntesis de Quevedo y Góngora, una especie de fusión supersayayín de poesía dorada. Carreira coincide (aunque resalta el papel de mentor que Góngora juega en la poética de la Fénix), no se atreve a desdecir a Alatorre, una concesión costosa que le extiende porque se encuentra en la casa del maestro.

Me olvido del chico-mosca, que en un rincón sigue comiendo, ajeno a lo que ocurre. A veces se asoma a su teléfono celular, un startac Motorola. En ese entonces, la profundidad del metro impedía recibir SMS (Facebook y WhatsApp eran solo ideas posibles en la ciencia ficción), por lo que un mensaje de texto podría tardar un tiempo considerable en ser recibido y contestado. Termina la charla erudita y todos nos retiramos, no sin antes saludar a Carreira. Lamento no traer ninguna obra de él para recabar su autógrafo; mi apatía me obliga a salir de ahí e irme a casa, pienso que esa clase se volverá a repetir en algún momento de mi estancia en la UNAM (ingenuo Fugo del pasado).

El sujeto de los lentes de avispón verde también se marcha sin inmutarse. Meses después veo en Mtv el video de “Obstacle 1” de Interpol y creo reconocer en el vocalista al alumno de las gafas de moscardón. En la fiesta de final de semestre, en vísperas de Navidad, le comento a mi amiga de la Universidad de California la sesión que se había perdido y del sujeto raro de las frutas. Resultó ser su novio que había ido a esperarla. Es el vocalista, en efecto, de Interpol. Había estudiado toda la preparatoria en un instituto de la Ciudad de México, formaba parte de un grupo teatral y acudía con regularidad a los seminarios del programa de Estudios Latinoamericanos de la UNAM. Paul Banks, al igual que un servidor, ignoraba que esa tarde lluviosa y rutinaria estábamos asistiendo a una clase legendaria.

Por Hugo Medina

Ilustración de David López Portillo

Sobre el autor

Licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad de Sonora y maestro en Letras Españolas por la UNAM. Ha obtenido, en diversas ocasiones, el premio del Concurso del Libro Sonorense en poesía, cuento, ensayo y novela.

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