Se puede enfrentar a la modernidad desde muchos puntos de vista. Desde los mecanismos de comunicación virtual, hasta los conflictos más nimios, personales e íntimos que nos alegran el día, o que nos lo fastidian. Para el caso, recurro a una de las propuestas de la Ilustración que declara la desaparición de los absolutos que durante milenios dominaron las relaciones sociales y la explicación del universo, incluyendo la arquitectura. La modernidad niega los valores absolutos tanto en el poder como en el conocimiento, abriendo nuevas posibilidades de organizaciones humanas. El absoluto, un lugar sin contradicciones, imperó en la humanidad durante milenios, como un “algo” ajeno al mismo ser humano. Lo absoluto vive por sí mismo, sin relación con las cosas concretas. En lo absoluto, el ser humano estaba sujeto a fuerzas desconocidas para él, al que solo quedaba interpretarlo, generando las imágenes y las formas que devinieron, para el caso, en arte y arquitectura. Fue lo absoluto lo que levantó las pirámides de Egipto y de Mesoamérica.
La arquitectura antigua es arquitectura absoluta. No está a discusión. Sus espacios y formas “resuelven” circunstancias que no son humanas, para encontrarse con lo sagrado. Su “programa arquitectónico” es el mito mismo. El poder absoluto y el conocimiento absoluto, generaron sus trazas y espacios. El tiempo y el espacio en la arquitectura absoluta, no le pertenecen al ser humano, pues ambos son infinitos y eternos. El hombre es sólo un navegante temporal que no dispone de ninguno de los dos. Durante milenios observó el sol, sus movimientos este-oeste y norte-sur, relacionándolos con el día y la noche, con los cambios climáticos cíclicos que llamamos estaciones. Observó que la naturaleza cambia en cada uno de estos periodos. El sol mueve la vida. Tardaron casi dos milenios en construir Stonehenge, lo que llevamos de cristianismo, observando el sol. La primera etapa inició hacia el 2,700 a. c., dibujando un círculo sobre la tierra. Fuera del círculo, una gran piedra de cinco metros de altura está alineada con el centro del circulo para indicar el solsticio de verano, el 24 de junio. La observación del sol para medir el tiempo, trazó círculos sobre la tierra durante el neolítico, convirtiéndose en el símbolo de la unidad, de la perfección, de lo absoluto. Es el símbolo del cielo sobre la tierra, de lo sagrado sobre lo material.

Ziggurat de la antigua Mesopotamia

El movimiento comercial y la acumulación de capital, fueron mermando el absoluto. El poder absoluto se viene enfrentando con las necesidades materiales que, paradójicamente, también le agobiaban. A esto se agrega la curiosidad científica saltándose las trancas para conocer los fenómenos naturales por sí mismos. El Renacimiento es un primer momento, un inicio de la modernidad. Europa extiende las rutas comerciales por todos los rumbos de la rosa de los vientos, mientras que mentes brillantes como la de Andrea Vesalio (1514-1564), profanaron el cuerpo humano para estudiar su estructura anatómica. Galileo Galilei (1564-1642), demostró que no son los valores simbólicos de las figuras geométricas las que estructuran un edificio, fundando la actual ciencia de la resistencia de materiales. Y no fueron los únicos.
El surgimiento de la llamada burguesía, desde fines del siglo XVII, le movió el tapete al poder terrenal como al espiritual, ya que esta clase social emergente no estaba en el “organigrama” de ninguno de los dos. La burguesía retó al poder terrenal y al espiritual, eliminando los valores absolutos para poder desarrollarse como tal. La misma iglesia católica tuvo que deshacerse de uno de sus más queridos dogmas, la divina providencia. El destino del hombre ya no estará más en manos de la divinidad, ahora será su propio esfuerzo y sus capacidades, así como su “proyecto de vida”, quienes lo decidirán. Immanuel Kant (1724-1804), afirmó que la teología no podía definir al hombre moderno, proponiendo dos ciencias, la antropología y la geografía. El hombre ahora está en manos del hombre. El hombre es ahora sus intenciones, sus anhelos, sus problemas cotidianos, sus relaciones sociales de todo tipo, organizando el tiempo y el espacio, convirtiéndoles en el “programa arquitectónico”.
El surgimiento de la burguesía como clase, generó clases sociales subalternas que posibilitaran el funcionamiento de la nueva economía, la clase trabajadora, obreros y empleados. Todos en conjunto, burgueses y empleados, requirieron de espacios arquitectónicos y urbanos, tanto para habitar, trabajar, como de servicios, hospitales, escuelas o de simple ocio. La arquitectura enfrenta nuevas necesidades, inéditas, para alojar a actores emergentes ajenos a las viejas formas, al ancien regime, al viejo régimen con sus formas anquilosadas y un absoluto que se les desvanecía entre los dedos. Citemos, a manera de ejemplo, al arquitecto y urbanista francés, Tony Garnier (1869-1948), quien desarrolló proyectos de ciudades industriales e hizo propuestas de casas-habitación para obreros, que aún son válidas en la actualidad.

Casa del obrero de Tony Garnier

Desaparece la arquitectura absoluta, la arquitectura que se construyó “a sí misma”, al desaparecer el tiempo y el espacio como valores absolutos, ajenos a las necesidades primarias del ser humano. Podríamos hasta pensar, que la burguesía se le adelantó al mismo Einstein. Pero bueno, esa es otra historia. Los negocios juegan con los tiempos, y tiene que definirlos para que las cosas salgan como lo planearon, jugando con “tiempos cortos” y “tiempos largos”, dependiendo de las expectativas. O, al menos intentarlo. El tiempo se vuelve “temporal”, y la arquitectura moderna se vuelve efímera. La arquitectura moderna nace, vive y muere con sus ocupantes, con sus propios tiempos y espacios. Símbolos temporales que se desvanecen en el aire mientras lo sagrado se profaniza, como bien lo dijo Carlos Marx.
Los arquitectos concebimos la arquitectura como un universo que gira alrededor de su propio eje. Que las formas han surgido y siguen surgiendo de la mente de un genio. Pero las fuentes de la arquitectura están por muchos rumbos, por cualquiera que veamos de la historia de la humanidad. En este caso, la fuente de la arquitectura es la construcción que hemos hecho y hacemos del poder y del conocimiento. Para las culturas antiguas, ni el poder ni el conocimiento eran construcciones humanas. Eran dones otorgados por la divinidad para darle sentido al ser humano y convertirlos en sus servidores. De ahí el valor absoluto de ambos.
Para el hombre moderno, el poder y el conocimiento son formas de relaciones humanas. No son absolutas. Están a discusión, se cuestionan dependiendo de otros puntos de vista, de otros intereses. Se modifican con el tiempo para acomodarse a nuevas circunstancias, o a algún “descubrimiento” que altere lo conocido. Moisés Naím, economista venezolano, afirma que el poder, «ahora es más fácil de obtener, más difícil de usar y más fácil de perder». El poder se volvió efímero y la arquitectura también. Se olvidó de los dioses para resolver necesidades terrenales, circulaciones, relaciones espaciales y otros conceptos que duran lo que dura el encuentro en el espacio. Después desaparecen junto con los autores y a remodelar para nuevas necesidades y encuentros. Una remodelación es la resimbolización de un espacio cuyos símbolos caducaron. El espacio es ahora un cascarón, un vacío que molesta y al cual es necesario dotar de nuevas historias, de nuevas ficciones, para darles sentido de pertenencia, aunque sólo sea por un instante, efímero.

Pd. Cuando me enteré de quienes y cuando construyeron el Partenón, el Partenón perdió algo de su encanto para mí. Hubiera preferido seguir imaginando que siempre había estado ahí.

Hermosillo, Sonora. Julio de 2021

Por Jesús Félix Uribe García

Fotografía de David Caulkin (AP) en El Periódico

Sobre el autor

Arquitecto, editor y cronista de Hermosillo

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