Tijuana, Baja California.-

Jaime Bonilla está desatado. Recientemente el mandatario estatal giró su maquinaria propagandística y legal contra los miembros del “distinguido” Club Campestre de Tijuana. En una edición especial del periódico oficial del Estado se emitió el decreto de utilidad pública del predio que actualmente ocupa el club, lo cual provocó una inmediata respuesta por parte de sus miembros, así como el posicionamiento inmediato del tema en la opinión pública local y nacional. Mediante entrevistas, conferencias de prensa y artículos difundidos en periódicos nacionales, los dueños del club (sus 800 socios) emprendieron la batalla por la defensa de su institución. No deja de llamar la atención cómo, desde un principio, el círculo político-empresarial históricamente vinculado al club intentó vender su batalla como una batalla de todos.

Entre los férreos defensores del Campestre es notorio el vínculo emocional con el predio y todas y cada una de sus instalaciones. Entre el campo de golf, la piscina y los salones sociales se entrelazan infancia, amistades, convivencia, bodas, graduaciones y competición deportiva. Nos queda claro que, existe entre sus miembros algo conocido como sentido de pertenencia. Pero, por alguna extraña razón, a estos señoritos se les ocurrió trasladar la mediática y romántica defensa de su patrimonio al conjunto de la sociedad tijuanense.

Cuando el gobierno o la iniciativa privada intentan meterse con aquello que entendemos nuestro, es que reaccionamos. No sucede únicamente en defensa de los bienes materiales, sino también de aquello intangible e invaluable: las tradiciones, amistades, costumbres, es decir, nuestros recuerdos e identidad como colectivo. El Club Campestre representa eso y más para los 800 socios que le dan vida, pero de ahí a vincular al grueso de la ciudadanía con su sentir, creo que hay uno o varios pasos.

Se puede sentir orgullo y pertenencia por aquello que lleva años construir, edificar y organizar en colectivo. Tal es el caso de muchos clubes polideportivos que sobreviven hoy día con el mismo modelo democrático que les dio origen a finales del siglo XIX y principios del XX. Ejemplos los hay de sobra; Ferro Carril Oeste, Club Atlético Atlanta, Club Atlético Vélez Sarsfield (así como el fútbol argentino en su totalidad), Fútbol Club Barcelona, Athletic Club de Bilbao, entre otros. Todas estas instituciones son representativas de la ciudad o el barrio donde originariamente se asentaron y tienen en común que aglutinan a su interior la práctica de diferentes disciplinas deportivas donde el fútbol se erige como la principal actividad y cara más visible debido a su popularidad y capacidad para generar ingresos. 

En el caso mexicano los clubes que se gestionan a partir de métodos asamblearios son casi siempre circuitos pequeños de ricos filántropos o practicantes del golf. Clubes campestres, club de leones, rotarios, etcétera. En el marco de la competición deportiva profesional del deporte más popular, los clubes en México figuran como Sociedades Anónimas que compiten por logros deportivos y por generar utilidades, no son producto de una genuina necesidad del barrio, municipio o estado por representarse a sí mismos. Tienen un dueño que decide sobre el escudo, los colores e incluso la permanencia de un equipo en un estado u otro. En resumen, México se caracteriza por ser tradicionalmente un país ajeno a la creación de instituciones que tengan como fundamento los procesos electorales para subsistir. Lo podemos ver en los sindicatos y en los partidos, elecciones a puro dedazo. No existen mecanismos al interior de estos organismos que garanticen la elección de sus representantes mediante el voto de quienes los conforman. 

Los clubes polideportivos españoles y argentinos anteriormente mencionados figuran como Asociaciones Civiles sin ánimo de lucro, fueron forjados y se sostienen por una masa social que ve al club no como un mero espectáculo del fin de semana, sino como una manera de impulsar el desarrollo social, deportivo y cultural de su localidad. En ellos conviven gente de distintas religiones, ideologías e ingreso, con el mismo derecho a voz y voto acerca de las decisiones colectivas de la entidad. Los hay socios millonarios, pequeños y medianos empresarios, estudiantes, amas de casa, meseros, obreros de la construcción, se trata de toda una comunidad volcada y entrelazada por un mismo sentir: La pertenencia. Los clubes resguardan en su interior las costumbres; tradiciones, amarguras, triunfos, fracasos, llantos, risas y abrazos de un pueblo. Pretender vendernos al Club Campestre como algo similar a todo esto, relacionando al tijuanense de a pie con la exclusividad del centro recreativo de la cúpula político-empresarial de la región, es, en definitiva, una osadía, propia de quienes se asumen como guardianes y herederos del fervor político, social e intelectual que dio paso al desarrollo económico e institucional de la región.

Si los miembros del Campestre abogan por una defensa generalizada de su patrimonio por parte de la sociedad tijuanense, podrían tomar medidas para incluirnos a todos en su glorioso, histórico y trascendental club. Bajen las cuotas y mañana mismo ingresamos para mantenerlo y moldearlo hombro con hombro. Así mismo, discutamos mediante una asamblea, una oferta de actividades recreacionales, deportivas y/o artísticas que se adapten a nuestras necesidades. De esa manera lograremos identificarnos plenamente con el proyecto y en ese caso sí, tomar las calles en el momento en que alguna autoridad se sienta lo suficientemente envalentonada como para tocar nuestro club. Como eso está lejos de suceder, por el momento, la defensa corresponde única y exclusivamente a sus socios, quienes, por cierto, tampoco están desprovistos del capital político y económico para ganar ese pleito. Al resto nos corresponde el papel de simples espectadores, asistimos a un poco provechoso show mediático, a un conflicto entre dos grupos de señoritos. Por un lado, los herederos del poder político económico local y por otro, un enrabietado y mal asesorado gobernador que mediante un discurso reivindicativo de la clase trabajadora esconde su revanchismo político, camuflando así sus rabietas bajo el manto de la justicia social. Concepto que está lejos de representar al Jaime Bonilla empresario, político y figura pública.

Sin duda el Club Campestre forma parte de la historia de Tijuana, pero, dado el carácter excluyente de su organización, es absurdo esperar una respuesta multitudinaria de la ciudad en favor de que la propiedad del terreno siga en manos de sus socios. Así como puede comprenderse la necesaria existencia de la defensa legal de su patrimonio, desde una posición ciudadana se puede y debe ser partidario de emprender esfuerzos colectivos para que la sociedad tijuanense pueda abrirse (con urgencia) camino hacia ese tipo de espacios. En ningún caso debe ser una tarea estrictamente gubernamental el crearlos. Nos toca dejar de depender de las ocurrencias o de las migajas que una determinada administración decida destinar al desarrollo deportivo y cultural de nuestra población. 

¿Por qué no fundar un club? Uno que sintamos nuestro, uno que queramos y nos represente a todos, uno por el cual nos indignemos cuando alguien intente arrebatárnoslo, que nos haga aflorar en nuestro interior ese sentido de comunidad y de pertenencia que tanta falta hace en una ciudad tan carente de amor propio como esta.

Texto y fotografía por Omar Moroyoqui

Sobre el autor

Fue a través de mis padres que desde temprana edad he estado ligado a la escritura, los medios y las ciencias sociales. El seguimiento de la actualidad global se ha convertido en una prioridad personal para entender cuál es mi lugar en el mundo. Mi compromiso como comunicador es con la libertad, la igualdad, la pluralidad, el libre pensamiento, la tolerancia y por consecuencia con la democracia. Futbolero, periodista y tijuanense, en ese orden.

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