Ciudad de México.-
Si ahora nos alejamos un poco de los desenlaces dramáticos (estado de excepción; colapso del sistema capitalista global) y las teorías totalizantes (que reclaman la politización de todas las esferas de la vida), podemos explorar otros complejidades y tensiones que la pandemia nos evoca. Muchas son elementales, pero no por ello menos urgentes ni, a veces, menos espinosas. Por ejemplo, desde un plano predominantemente —aunque no sólo— médico, una epidemia plantea de manera cotidiana problemas como: ¿Quiénes y mediante qué tipo de sanciones están obligados a seguir trabajando durante una emergencia sanitaria producto de un virus muy contagioso? ¿Qué hacer cuando una práctica de salud pública entra en conflicto con los valores religiosos y morales de una comunidad? ¿Pueden los individuos rehusarse a recibir un tratamiento aunque se encuentren infectados y puedan infectar a otros?
La opción misma entre aplicar una estrategia de mitigación (retrasar pero no detener la dispersión de la enfermedad) o una de contención (tratar de disminuir la dispersión hasta que se logre eliminar la enfermedad) conlleva sopesar muchos factores: comportamiento probable del agente infeccioso; disposición o no de una vacuna (y cuánto tiempo tomaría vacunas para todos); tamaño y características geográficas de los poblados (promedio de edad, nivel educativo, densidad poblacional, estado de las comunicaciones, etc.); existencia o no de pruebas rápidas y eficaces de diagnóstico; capacidad hospitalaria y cantidad de médicos especialistas en el país; posibles efectos económicos de una cuarentena; coordinación de los distintos niveles de gobierno; existencia de recursos monetarios extraordinarios; disposición de una población para acatar una cuarentena; etcétera.
Todos estos asuntos combinan elementos médicos con juicios políticos, económicos, tecnológicos y éticos, y las distintas características de cada país obligarán muchas veces a tomar decisiones distintas. Por ejemplo, la aceptabilidad ética de una cuarenta será distinta según la importancia que cada sociedad conceda a la libertad individual frente al valor de la salud pública, y también puede tener implicaciones políticas significativas cuando una nación decide imponer a la fuerza a otro el aislamiento (piénsese en las diferencias entre China e Italia en cuanto a lo primero, o el cierre unilateral de la frontera entre Estados Unidos y México en cuanto a lo segundo).
Muchos de estos conflictos tienen la forma de un dilema. Estamos ante un dilema cuando nos vemos forzados a elegir una entre dos opciones, cada una de las cuales tiene al menos un rasgo positivo que nos interesaría conservar. Esto quiere decir que, sin importar cuál opción escojamos, tendremos que sacrificar algo que consideramos valioso; en un dilema no hay forma de elegir entre una situación absolutamente deseable y una absolutamente indeseable (como cuando optamos, por poner un ejemplo simplón, entre un delicioso platillo que nos place muchísimo pero que nos hace daño, y su versión vegana, muy saludable aunque insípida y de consistencia inadmisible). En ética, como en la política, los dilemas no se resuelven nunca de manera categórica; más bien, piden que se improvisen compromisos prácticos, llegar a posturas en las que se salve por lo menos lo que consideramos más valioso en una situación particular, en un sentido relativo (ser miembro de un partido político, por ejemplo, de seguro nos pide idear a cada rato compromisos de este tipo).
Conviene quizá recordar que, en una cuarentena, también estamos ante un dilema, y si bien el sentido de urgencia que nos impone una epidemia nos hace obviar algunas alternativas que en otras circunstancias serían arduas, en una democracia siempre debemos tener en claro, en una suerte de balanza moral, aquello en lo que transigimos y el objetivo específico por el cual lo hacemos. Muchos ciudadanos reticentes, inseguros y apocados, pueden lograr mucho más que unos pocos héroes temerarios. A veces el simple decoro es una fuerza mayor en este tipo de situaciones. Albert Camus nos recuerda en su famosa y vigente novela La Peste (una posible lectura obligatoria para estos días de encierro) lo siguiente: “Puede que parezca una idea ridícula, pero el único modo de luchar contra la peste es con la decencia”.
La atención al detalle y a la decencia debería conducirnos a otro aspecto de la pandemia que, al menos en nuestras sociedades mayoritariamente pobres, no puede obviarse. Y es el hecho de que, aunque nos azota por igual como organismos vivos, el virus afecta de manera muy distinta a los individuos según su condición social. En un país cuya población económicamente activa pertenece en su mayoría al sector informal; donde hay pueblos y barrios en los que el agua entubada, indispensable para guardar las normas mínimas de higiene, simplemente no existe; donde hay carencia de médicos, medicinas y hospitales, desnutrición, hacinamiento y niveles educativos ínfimos, llamar a la cuarentena resulta ser un lujo o una invitación al desastre. A esto agreguemos la tradicional opacidad con que se maneja nuestra clase política, el clasismo y racismo mexicanos y el discurso errático de un presidente que siente que la agenda política del país se le ha ido de las manos para prefigurar culpables más culpables que otros si el virus causa estragos mayores a los previstos. No debemos dejar que eso pase.
Espero que no se tome a mal que cierre este escrito con un pequeño relato. A veces con la literatura logramos distender un poco la mente pero sin renunciar a la perspicacia. Jean de La Fontaine (1621–1695) ofrece entre sus célebres fábulas una que viene a cuento para lo que he comentado sobre la disparidad de efectos entre las víctimas de una epidemia.
Se llama Los animales con peste (Les Animaux malades de la peste). Leemos en ella que, ante la peste, todos los animales son iguales. El león, consabido rey de las bestias, observaba un día cómo el mal hacía la guerra contra todos los animales y cómo “aunque no morían todos, todos eran golpeados”. Pronto los campos se cubrieron de enfermos miserables y de cadáveres. Ante tanta y tan extendida desgracia, el monarca llamó a sus súbditos a Consejo y, para aplacar a los cielos y detener la plaga, propuso sacrificar a quien resulte ser el peor delincuente del reino; así moriría el culpable y no el inocente. Magnánimo, el león sugirió ser él mismo el sacrificado: “Yo, cruel, sanguinario, he devorado inocentes corderos, ya vacas, ya terneros; y he sido a fuerza de delito tanto de la selva terror, del bosque espanto. Empero, es deseable que cada uno como yo se acuse: que es de estricta justicia que sólo perezca el más culpable”. Entonces la zorra, siempre astuta en este tipo de narraciones, convenció al rey con halagos y embustes de que, bien visto, las bestias muertas por su señoría “debieran más agradeceros el honor especial que les hicisteis, pues en manjar real los convertisteis”. Tras el obligado aplauso general, siguieron los discursos de robos y muertes a millares del tigre, la comadreja y el oso, ninguno de los cuales pareció, tan espléndidos ellos en su rapacidad, ni más ni menos culpables que el león. Y en ésas andaban cuando el asno, medio despistado, exclamó: “Yo me acuso de que, al pasar por un campo este verano, yo hambriento y el lozano, sin guarda ni testigo, caí en la tentación y unas matitas trasquilé del prado”. Al instante muchas voces prorrumpieron: “¡Horror de horrores!” “¡Devorar la hierba ajena!” “Y un jumento”. Así los animales encontraron a la peor de las bestias, a la que serviría como expiación. El rey dictó sentencia de muerte y la ejecutó el lobo. La Fontaine concluye, como se estila en las fábulas, con una moraleja:
Te juzgarán virtuoso
Si eres aunque perverso, poderoso;
Y aunque bueno, por malo detestable,
Cuando te miran pobre miserable.
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