Nació en 1982, en el Valle del Mayo. Un hospital público de Navojoa, uno de los pueblos yoremes, fue el escenario de su primera luz. Peso y talla normales, sano, rozagante. Primer varón de una familia breve (dos hermanas cerrarían la cifra para siempre), fue pronto aseado, cercenado su cordón primigenio, vestido de blanco, envuelto en mantas y puesto en brazos de su madre.

 

Vivió sus primeros años en Etchojoa, otro pueblo yoreme, en la ribera del Río Mayo y en una población mitad indígena y mitad mestiza. Dos de los hermanos de su madre solían bromear en el dialecto de la tribu. La abuela los reprendía con una severidad que a él le pareció siempre inexplicable. En las calles menudeaban los caita tomi, empoyoreme, chumi ni mica, e incluso entre los blancos evidentes se colaban las palabras extrañas en medio de una frase en castellano: vete por las táscaris, quiúbole, indio, ¿hachi ce anne?

 

Lo bautizaron en el rito cristiano. El padre mojó la cúpula del cráneo diminuto y dijo los dos nombres que llevaría a cuestas: el padre y el abuelo convivirían en él. También en aquella ceremonia vistió de blanco. Sobre la albura textil de la sotana del párroco, una estola púrpura con cruces doradas. En la iglesia señoreaban el incienso, la cera derretida y el sándalo vaporoso. Las fotografías que se conservan, resquebrajadas y envejecidas, muestran a una familia pequeñoburguesa de cualquier ciudad del mundo. El padre, bigotes abundantes y pantalón acampanado; la madre, traje sastre y cabello a lo Jackie Kennedy, los padrinos: él de traje y cabellos rizados, ella a lo Audrey Hepburn con permanente. Al fondo se aprecian sombreros Resistol, camisas de cuadros y huaraches masiaqueños.

 

A los dos años, la noticia infausta. El asma. Su pecho infantil se oprimía de forma dramática y su respiración era un silbido de angustia. La piel se amorataba. No estaba apto para la vida. Empezó la larga peregrinación por consultorios, hospitales, clínicas. Medicamentos experimentales, tratamientos largos y costosos. Agujas y tónicos, píldoras y terapias. Cuando cumplió seis, el mal no había cedido. La madre, cercana a la tradición de la tierra germinal, se acercó a los curanderos. En ramadas de hierba y casas de carrizo encontró a los viejos de la tribu. Los químicos fueron pronto reemplazados por sustancias más extrañas: veneno de culebra, infundia de gallina, aceite de caguama, yerbermanzo.

 

En las madrugadas seguía silbando en su pecho la guadaña de la muerte. Abanica, y le cantan el primer strike.

 

La madre, tras centenares de noches en vela, lo ofreció en sacrificio a la Santísima Trinidad. Entró por propio pie a la otra iglesia del pueblo. La iglesia del bautismo, la iglesia Yori, era para los domingos y la ceremonia social/espiritual. La otra iglesia, en el pueblo viejo, derruida, basta, era la iglesia de los indios. En lugar de sacristán, fiesteros, en lugar de sacerdote, un alawasin. La oferta se hizo: la salud del niño a cambio del sacrificio. La demanda: el infante sería matachín cada mayo, en el mes de su cumpleaños, hasta que sanara. La madre mostró sus cartas y subió la apuesta: ella caminaría cada año, desde El Júpare hasta Etchojoa, a cambio de la paz de sus sueños.

 

La familia se mudó a Huatabampo (otro pueblo yoreme) antes de la cuaresma. Al llegar esa fecha, las calles polvorientas se llenaron de fariseos, el aire del aroma a palmas quemadas. En las fachadas de las casas aparecieron cruces tejidas, el aire transportaba el sonido de cientos de ténabaris y coyoles vibrando al unísono. El rumor profundo de los tambores de cuero resonaba en las tripas y agitaba el cemento. Él y los otros niños de su calle se regocijaban en el colorido de las máscaras cafés, blancas y negras. Habilitaban dos o tres monedas sobrantes del colegio para pagarse una danza apresurada del que tuviera la máscara mejor. Los huaraches de cuero y remaches saltaban sobre el suelo e imprimían en la tierra rodadas de llanta. Los ténabaris y alguna sonaja marcaban el ritmo. Se bailaba en las calles, en los patios, en las banquetas del mercado municipal.

 

El niño seguía siendo asmático. En la mochila cargaba siempre un mecanismo inhalador con salbutamol y lo activaba al menor indicio del silbido. Jugaba béisbol y comía paletas de hielo como todos los niños, pero no era como todos los niños. Él y Facundo, un año menor y afectado de vitíligo, eran distintos. Al Facundo se le notaba desde lejos (los otros niños le decían jiricua a aquellas manchas rosadas en la piel morena), pero a él no lo podía matar estar manchado. En cambio al niño aquella falta de aire ya lo había hecho caer inconsciente un par de veces, y sabía que estar solo en una crisis podía ser el final.

 

En las vacaciones de semana santa, mientras una caravana infinita de carros marchaba en fila india hacia las playas de la región, el niño y su madre viajaron en un camión destartalado hasta El Júpare. Ahí el niño presenció la ceremonia de la quema de máscaras de los fariseos. Los cantos de los fiesteros se le metieron en las fibras musculares. Los aromas, los colores, la atmósfera única de aquella otra raza (su otra raza) lo había atrapado. Comió bajo una ramada un plato hondo repleto de wakabaki. En su boca se mezclaban los garbanzos, el ejote, la grasa delgada y ligera de los huesos de animal, el repollo tierno. Aquella comida ceremonial fue una segunda eucaristía.

 

En mayo bailó el matachín en la iglesia del Pueblo Viejo. Sobre su cráneo, que ya no era pequeño, se dispuso el tocado de flores y espejos del ajuar tradicional. Le mostró los pasos un danzante viejísimo, con la piel oscura y ajada por los años de arar la tierra. Aprendió. Bailó durante muchos minutos junto a otros niños morenos. Vestía otra vez de blanco.

 

Nunca se curó del asma. Ya hace muchos años que es un hombre, pero aún hay madrugadas en que lo despierta el silbido. La guadaña. Piensa en su madre, que está lejos. En su padre, que siempre está cerca. Piensa en todos los aromas juntos: la piel de las máscaras, el aceite de caguama, las flores y la cera derretida. Inhala dos veces la fórmula de salbutamol y vuelve a dormir. Nunca va a misa, pero cada año vuelve a El Júpare. Le gusta el wakabaki. En sus sueños, rara vez viste de blanco.

 

Texto y fotografía por Gerardo H. Jacobo

Sobre el autor

Gerardo H. Jacobo es narrador que emigró del Valle del Mayo a Hermosillo. Ha publicado las novelas Dos píldoras azules y Crucigrama. Dirige la revista cultural Abrapalabra.

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