Yo presencié el ascenso, gloria y descenso de la quebradita. Pertenezco a esa generación que nació a principios de los ochenta y llegó a la educación secundaria entre 1992 y 1995. Con ello vinieron las primeras reuniones sociales en las que nosotros, enfundados en horrorosos pantalones baggies y aún más feas camisetas mossimo o guess, cambiamos nuestra calidad de lastres u objetos ornamentales a protagonistas de las fiestas. Eran los noventa y nosotros, con nuestras gigantescas cabezas rematando cuerpos escuálidos, éramos los nuevos reyes. Vi a Jordan destrozar a Barkley. Vi el disparo que le atravesó el cráneo a Luis Donaldo Colosio y mi mayor impresión no fue el estallido y la erupción de sangre que abandonó el cuerpo del magdalenense, sino que al fondo sonaba, sobre la muchedumbre abrumadora, una canción de La Banda Machos: La Culebra.

 

Las tardeadas, como se llamaba a nuestras reuniones sociales, por celebrarse de cuatro de la tarde a nueve de la noche (pues era impensable aún que saliéramos en horario nocturno), eran en un recinto viejo y descascarado llamado La Sociedad Mutualista y estaban amenizadas siempre por tipos extraños, adultos y silenciosos, que bajaban de dos grandes camiones una multitud de bocinas, cables y consolas, estructuras de hierro y lámparas, cañones de humo, e instalaban todo con prontitud y eficacia antes de proceder a soltar la primera canción. Nosotros cruzábamos la puerta poco después de las cuatro y entrábamos a una atmósfera viciada por el vapor de hieloseco, los cientos de lociones y perfumes aglomerados entre los muros y sobre las pieles que efervescían de hormonas juveniles y el aroma fétido y reconocible de nuestro propio miedo.

 

La Banda Zeta, La Banda Maguey, El Exterminador, Pauta Azul, La Brissa, Punto Clave, La Concentración y, por supuesto, Su majestad: Mi Banda El Mexicano, tronaban con algarabía de metales y vientos desde aquellas bocinas monumentales, llenando el ámbito de una euforia demasiado parecida a la de un Estadio de Futbol. Ahí también se reunían un infinito de pasiones encontradas.

 

Yo estaba enamorado de la Martha. Era chaparrita, más que yo, güerita natural (en la secundaria no había de otras) con un lunarcito café entre la nariz y el ojo derecho y unas caderas demasiado adultas para sus doce años. Las mujeres nalgonas siempre fueron mi perdición. La Martha era tímida y yo también, pero todo mundo sabía que éramos novios y eso nos obligaba a bailar juntos las cinco horas que duraba cada tardeada. Yo, que siempre tuve la gracia de un chimpancé apopléjico, rezaba para que las tandas de música disco duraran poco. Suplicaba que al hombre moreno que operaba la consola se le antojara esa tarde poner puras canciones de Los Tucanes y Laberinto, o las lentitas de El Recodo, Los Cadetes y Liberación, con las que bailar significaba sólo acercar los pechos hasta unirlos, sentir la mejilla humedecida de sudor de La Martha y mover las caderas al unísono, dos veces a la izquierda, dos a la derecha, apenas moviendo los pies el centímetro indispensable para que pareciera que girábamos, que no estábamos en aquella pista uniendo por primera vez un corazón a otro en un maremoto de feniletilamina, testosterona y oxitocina.

 

Yo le gustaba porque mi papá me vestía de vaquero. Tenía once años y me importaba muy poco lo que trajera encima, siempre que me cubriera las zonas de pudor. Mi padre, al final padre, al final hombre, me compraba las ropas que más se le parecieran. Y él era un marlboro man. Mi ajuar de fiesta empezaba con unas botas de armadillo con puntas de acero, pantalón levis con corte cowboy, camisa de mezclilla, corbata vaquera y un stetson 30x bien calado en la cabeza. Un cowboy de metro cincuenta, con cuerpo de cebolla cambray y orejas de caricatura japonesa. Pero en gustos, está visto, se rompen géneros.

 

Entre sus pechos jóvenes y blancos dormía el crucifijo de oro que mi madre me regalara al cumplir diez años.

 

Ella, yo, Andrés, David, Gilda, María Angélica, todos los nombres que significaban algo, nos reuníamos en aquel recinto una vez cada tres meses y dejábamos de ser compañeros de escuela y los niños sin chiste, de uniformes sucios y sudados, de balones ponchados y cuadernos con calcomanías de Los Thundercats, para jugar a ser adultos. Adultos que bailaban quebradita y que tenían que atravesar el vasto descampado de diez metros que separaba el grupo de mesas de los varones del de las féminas para invitar a una a compartir la pista por algunas canciones.

 

Dos días antes de mi cumpleaños, en el Aeropuerto Internacional de Guadalajara, un comando de hombres armados acribilló a balazos a un Cardenal mexicano. Su apellido, Posadas Ocampo, ocupó los noticieros durante muchos días. Sus asesinos, decía la gente, eran hombres de los que hablaban las canciones que nosotros bailábamos. Hombres de sombrero calado y botas de animales exóticos. Yo, que servía como monaguillo en la parroquia del pueblo, dejé las ropas vaqueras y compré dos pantalones baggies y algunas camisetas. Dejé de gustarle a la Martha, que un día, sin decir nada, me regresó la cadena y el crucifijo.

 

Al año siguiente hubo mundial de futbol en Estados Unidos. México perdió contra Noruega antes de ganarle a Irlanda y empatar con Italia (el legendario gol de Marcelino). Yo me enamoré para siempre del futbol. Empecé a jugarlo diariamente, con quien me hiciera el favor de patear la pelota hacia la otra portería. Yolanda mató a Selena, Marcos se puso un pasamontañas y supimos de la existencia de Chiapas y el otro México, Zedillo ganó la presidencia, nació Justin Bieber (sólo su familia se enteró), se devaluó el peso. Bulgaria nos eliminó en penales.

 

Jordan destrozó a Shawn Kemp y luego dos veces a Stockton y Malone. La quebradita nos acompañó hasta 1999, año en el que terminamos la preparatoria. La Martha desertó a la mitad. María Angélica se volvió mi novia y con ella bailé muchas horas en muchos lugares. Dejó de molestarme bailar suelto. Un comando armado acribilló a balazos a Paco Stanley. Dicen que eran hombres de los que hablan las canciones que bailábamos. Nunca volví a usar unas botas vaqueras, pero siempre admiré el impecable sentido de la moda de mi padre, el elegante marlboro man. México volvió a quedarse en los octavos, esta vez por culpa de Alemania y de Raúl Rodrigo Lara. Yo seguí amando el futbol.

 

Al siguiente año, Fox ganó la presidencia. Prometió resolver lo de Chiapas en quince minutos. Elián el balserito regresó a Cuba. En Francia se estrelló el Concorde y ciento nueve personas vieron su último sol. María Angélica y yo decidimos vivir juntos, cuatro años después tendríamos un hijo. Seguimos bailando en cuanta fiesta pudimos, hasta la última canción que tocó la banda.

 

Nos separamos para siempre en 2006. Fox no resolvió nunca lo de Chiapas. A México lo eliminó Argentina con el golazo asqueroso de Maxi Rodríguez. Calderón fue nombrado presidente contra las protestas sociales que terminaron en nada. Prometió terminar para siempre con los hombres de los que hablaba la música que bailábamos. Yo dejé de ir a las fiestas por principio general, pero aún recuerdo la letra de casi todas las canciones y aún hay veces en las que sólo quisiera rodear a mi mujer con el brazo y decirle Vente, mamacita, a bailar de caballito.

 

Texto y fotografía por Gerardo H. Jacobo

Sobre el autor

Gerardo H. Jacobo es narrador que emigró del Valle del Mayo a Hermosillo. Ha publicado las novelas Dos píldoras azules y Crucigrama. Dirige la revista cultural Abrapalabra.

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1 comentario

  1. Pinchi Gerry, ese Jordán lo traía bien atravesado. Y a los Toros todos. Pero hoy a la distancia he de aceptar que eran otra cosa. Ni modo, me destrozaron al Magic y luego se siguieron con Drexler, Malone… Ah tiempos aquellos en los que el basket en tv azteca era la onda. Un saludo al buenazo de Pepe Espinoza donde sea que esté y un abrazo a ti por la recuperación de los recuerdos.

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