El maestro Omar Gámez Navo ha regresado y lo hace a través de estas pobres pero muy orgullosas páginas. Pásele a leer y empiece su semana de manera f-ormidable

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Desde la ventana y la baja velocidad se ven cascajos y ruinas que otrora fueron salineras y fábricas de Purina. Ahora parece que hubiera explotado ahí alguna planta nuclear como la de Chernóbil. En el marchito abandono a veces se puede apreciar cierta belleza cuando regresa la memoria, esa que llega cuando tienes casi 40. Mis escasos 10 años las conocieron funcionando. Deben haber sido unas seis o siete industrias de esas a la orilla de esa bahía.

 

Antes de esto, hay un bosque de sahuaros con cada vez menos sahuaros, eso sí, con más basura y con más casas. No sé si tengo menos imaginación que la que tuve a los 10 años o esos lugares ya no son aquellos campos de otro planeta en los cuales las tardes se tornaban de un opaco y extraordinario color sepia; tampoco son aquellos desiertos pegados al mar a donde me gustaba huir de ballenas que me perseguían a toda velocidad desde el mar (cof, cof, am… mis ballenas tenían patas largas, eran veloces y tiraban rayos láser).

 

Anoto en una libreta de pastas marrón. Los que vamos a Yavaros a comer mariscos a uno de los ya escasos restaurantes del lugar somos amantes del deporte extremo. Comer en el puerto es hacerlo bajo riesgo propio después de varias declaraciones oficiales de contaminación y de un estricto cerco sanitario que se levantó durante un mes de la década pasada por la repentina aparición de una inexplicable enfermedad que causó la muerte de algunos habitantes… Las autoridades de salud poco o nada dijeron al respecto. La gente dijo que una maldición cayó sobre el puerto… Eso, Puerto Maldito, como el título de aquella película  de artes marciales que grabaron durante el año 1977 en Yavaros los hermanos Mario y Fernando Almada junto a una impúber –y aún de mediano pelo- Daniela Romo.

 

Notas mentales para vaciarlas después en la bitácora

Frente a un plato de camarones empanizados y otro con media docena de almejas chocolatas, pienso en contaminación y larvas alimentándose de mi cadáver. Vinimos al puerto porque es cumpleaños de mamá. Nos acompañó papá, quien ahora -en su condición de jubilado- le ha dado por acompañarnos a donde sea que lo invitemos; ahora siempre dice sí con su cara de hombre insensible de las cavernas. Sinceramente, no creo que les importen mis pensamientos de mal gusto.

 

Regresa mi confianza cuando la mesera trae una cerveza y la pone en la mesa con una envidiable mala gana (cualquiera no querría trabajar teniendo tan cerca el mar) y al ver pelícanos engullendo peces como si el resto del mundo no existiera.

 

Frente al restaurante hay manglares; a lo lejos un par de pangas se acercan a tierra firme a toda velocidad. En medio hay una máquina que no sé qué chingados es. Tal vez dragan el fango. Como cuando fui morro imagino que estoy en otro planeta.

 

Mamá pide un convencional coctel de camarones, quise decirle que pidiera algo más elaborado o extraño, que no a menudo salimos juntos de esta manera; luego recuerdo que ella me enseñó un poco a hacer lo que me dé la gana y mejor me limito a disfrutar verle comer, ella hermosa, maquillada y bien alicusada para la ocasión. Fin de la nota en tiempo presente.

 

Gran parte de la economía de Yavaros gira alrededor de una factoría enlatadora propiedad de una poderosa compañía transnacional. Mi hermano mayor trabaja ahí. Dice que la mayoría de los obreros en esa fábrica son de pueblos como Navobaxia, La Unión, Moroncarit o el Etchoropo. “Trabajan ahí los que no se han ido a Nogales o a cualquiera otra frontera”. Asegura que emplean a gente de las comunidades porque son más chambeadores y constantes “Se rajan menos en el jale”. Óscarnal es el entrenador del equipo de béisbol de la fábrica, es el hermano con verdadero talento de la familia.

 

Ahora Yavaros es como un tiburón fuera del mar respirando con furia; el escualo no sabe si regresar al mar o morir, pero no ha hecho nada porque hubo un pasado mejor y a veces el recuerdo y el aferre son suficientes para las agalllas.
Papá observa silencioso aquella cancha del lugar en la que alguna vez asistió a un baile en el que cantó Octavio Norzagaray. Ahí en ese fandango, uno de sus amigos de parrandas recibió un latigazo que le provocó fiebre intensa por varios días, y es que el chicote con el que lo castigaron estaba hecho con cola de mantarraya.

 

Las calles de Yavaros nos despidieron de un decadente tour: algunos viejos edificios de antiguas cooperativas pesqueras, tiendas comunitarias que desparecieron en los ochentas que ahora no tienen más mercancía que sus desvencijados rótulos, casas viejas y palapas consumidas por un fuego viejo. El sol empieza a irse a la chingada y el ocaso otra vez sepia, como en aquellos años –pero ahora de grande- siento que esos atardeceres de color café sucio te hacen sentir que estás adentro de un envase de caguama.

Por Omar Gámez Navo

 

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Sobre el autor

Narrador. Originario de Navobaxia, municipio de Huatabampo, Sonora.

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2 comentarios

  1. …los que conocemos Yavaros de antes y de hoy, entendemos el fiel reflejo que te machucaste…quizá, un hecho que me tocó algunas veces, como el entierro de un pescador fallecido en altamar, escuchar las sirenas de todos los barcos en el réquiem del susodicho, explicaría esa nostalgia por el café sucio; o bien, la vez que se les apareció el diablo a los morros y morras por andar jugando a la ouija en el panteón del puerto….maldito…. Almada Brothers DIXIT…échate una de Huatabampito…

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