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Quitarle la etiqueta a los encendedores siempre ha sido un agobio. Un encendedor que tiene, después de haberlo estado usando vario tiempo, aún la etiqueta, no es digno ni de existir. Anoche, durante la presentación de Plaga Serena, del escritor Iván Ballesteros, mi única compañía era una libreta que denotaba la palabra “amarillo” en la portada, una pluma con la punta masticada -chorreándole tinta- y dicho encendedor; en un costado marcaba el logo de una importante compañía de tiendas de autoservicio del país. El auditorio donde se había mencionado que sería la presentación de dicha obra es mediano; cabemos los simples mortales, quizás una bandada de burocráticos e intelectuales codos marcados, con egos enormes, no podrían caber.

 

Eran las siete y cuarenta y cinco minutos de la tarde, aunque mucha gente a partir de cuando suena la campana que marca las siete de la tarde lo considera como noche; habremos de partir diciendo que era la tarde y punto. El encendedor, que incluye un seguro para niños -jamás me ha tocado ver un chamaquillo fumador que no sepa usar dicho artefacto, pa’ qué nos hacemos-, seguía resistiéndose ante mis uñas; la etiqueta que contenía el código de barras no quería irse de él. Intenté acomodarme -de manera chusca, podría decir- entre las butacas del recinto para poder pernoctar unos cuantos minutos antes que la muchedumbre, en búsqueda de su ejemplar del libro, llegase e interrumpieran mi sueño. Apenas estaba llegando a los quince segundos de haber cerrado los ojos, y un sonido de sirena policial yacía en la calle, cuando Ballesteros se acercó a mi lugar a interrumpir mi raquítica siesta. La presentación estaba por comenzar.

 

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Tres colegas del escritor lo acompañaban en la mesa montada en el templete. Cada uno -como ya es costumbre en las presentaciones- leyó al propio Ballesteros y al público su debido escrito dedicado a la ocasión; Joel García, colega de antaño del autor, relató varias experiencias que resultaron de la mítica Casa Gregorio -un finado recinto cultural- en el centro histórico de la ciudad, citando frases que le habían marcado desde entonces; dichos enunciados parecían haber sido sacados de un guión cinematográfico. Leonel López, quien estaba anexo a la mesa de presentación, colega no sólo del autor, sino de los demás participantes, fungió como mero presentador; fíjense ques’te sigue, ques’te otro ahora. Un fantástico Marco Antonio Regil, sólo que sin la mazorca de dientes en el rostro; una Lucerito en el Teletón, pero sin lágrimas. Siguiendo de las palabras de García, Franco Félix dio la prórroga. El buen Franco también le dio sus palabras al escritor, tocando temas aledaños a la trama que incluye Plaga Serena a lo largo de la obra, sin antes no temer a sacar pequeñas bromas, sazonadas con sutileza y elegancia; todo comprimido en tres (¿o cuatro?) cuartillas dedicadas a la ocasión: “plagaserena.rar”.

 

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Después de la tertulia literaria, un lanzadero de rosas a Ballesteros, llegó su turno de predicarles a los seguidores de la nueva religión: Plaga Serena. La exquisitez de cada recuerdo que venía de la memoria del escritor -que también se fue acompañada con comentarios pulcros de los acompañantes- se sentía, y uno que ya fue partícipe de las historias de su relatario, se nos era imposible no verla impregnada en cada palabra que yace en los refines de su libro. Ballesteros, entre otros hilos que se fueron jalando concorde al tema inicial, dejó un pensamiento plasmado en mí (que habré de parafrasearlo a continuación):

 

-Los abuelos, la gente mayor, solemos marcarla con el estereotipo de ser la niñera de los nietos, de una imagen amorosa del hombre mayor besando a su esposa, recostados en una estancia atiborrada de sacos tejidos con estambre; nos mantenemos en la idea de que ellos simplemente habrán de esperar a la muerte sentados en una silla mecedora en la banqueta de la calle, o siendo olvidados en algún asilo. No hay nada más fascinante que ver, en los ojos de un abuelo, cómo una chispa que había estado apagada, vuelve a encenderse una vez más.

 

Se dieron los aplausos, los chiflidos al ver el escultural cuerpo de la obra literaria. El cuarteto bajó del templete para darle así, paso a un monólogo que se le fue dedicado y escrito especialmente a Ballesteros por el actor Mariano Sosa; desde que lo vi llegar al recinto, medio misterioso, cargando un bastón y una valija, supe que habría un platillo extra; una canción más para el público, una mordida más al pastel. Engalanó el momento, portando un típico atuendo ochentañero, un bigote peinado hacia abajo, lentes, botella y cigarro;  con una historia más que pudo haberse agregado a la congregación de relatos de Plaga Serena. Simplemente su semblanza se contenía en el escenario con una lámpara que fusionaba el ambiente navideño -y podrido, para algunos- con la historia de un viejecillo pedófilo más; un incomprendido quien por años había estado buscando eso que todos buscamos (aunque suene redundante); un hombre que quien jamás fue penetrado -casi, pero no- y que se denominaba un hombre pleno; nada de homosexual, heterosexual, y cuanta mezcolanza se encuentre en los confines sociales.

 

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El evento dio fin. A simple vista, era el único “adolescente” en el público, así que rondé un tanto por el sitio, felicité al autor por la presentación, volví a dar una segunda deambulada por allí hasta que se llegó la hora de partir; el camión, quien presumía ser el último de la ruta nocturna, estaba por arribar a la parada. Se me ofreció un Uber -jamás he usado uno, soy muchacho paseador en ruta 16 aún- pero preferí irme en el transporte público; un paseo en autobús por la noche, en el centro de la ciudad, es mágico. Mientras salía del recinto, seguía pensando sobre la frase que Ballesteros dio (entre muchas otras) en el evento; la definición de Plaga Serena me estaba marcando la noche; quería saber más, conocer más de ello; sentir -o admirar- ese mentado chispazo que vuelve a encendérseles en la mirada.

 

Llegué a la parada, saqué unos chicles y empecé a masticarlos; izquierda, derecha, izquierda, derecha, morderme la lengua por error, decir “chingada madre”, izquierda, derecha. El camión yacía en la parada, pero el chofer, quien lució un poco molesto al ver mi presencia -pues habría de tener la obligación de llevarme, ya que aún no era la hora de fin del servicio de camiones-, solamente esperaba a que la hora llegase; eran las 10 de la noche, así no habría que darse una vuelta más, y entregar el autobús donde va. Entretanto, al par que mis masticadas acababan con la menta de los chicles, un viejecillo, que cargaba un estuche de guitarra y un sombrero de vaquero, se acercó a mí para preguntarme qué línea era la que estaba al frente nuestro. Le respondí que la 16, que era la única que iba para el norte ahorita.

 

 

-Ah, pos’ ta bien,- contestó-  Gabriel Figueroa, para servirle.- se presentó.

 

Seguíamos esperando a que al conductor se le hinchase para subir al autobús e irnos a dejar a nuestras respectivas casas. Don Gabriel y yo charlábamos sobre qué mala onda del chofer que no se apuraba, que ya era tarde, que a ver si no nos dejaba en medio del centro de la ciudad. Vámonos pues, gritó el chofer, quien se subía al autobús. En el instante en que gritó lo anterior, comprobé mi hipótesis; efectivamente estaba molesto por nosotros ser sus únicos pasajeros. Subimos al transporte. Don Gabriel se posicionó en la hilera de asientos opuesta a la mía; nuestros asientos equidistaban entre sí, pero ello no ocasionó que la plática no siguiera fluyendo, acaso unos cinco minutos más.

 

-Oiga, ¿qué es UNE?, preguntó don Gabriel al chofer, refiriéndose al nuevo nombre del transporte público.

-Ábe, no sé, gritó el hombre. ¿Es algo de unión, eh?

-Se me hace que sí, insistió don Gabo. ¿Es de esta, la muchacha, la Arellano, ‘erdá?

La duda del viejecillo me cautivaba, de verdad quería saber el significado.

-No, es del Beltrones, respondió el chofer.

 

En ese instante supe que Manlio Fabio Beltrones, quien ni radica más en el estado -y que obviamente yo no podría afirmar si aún es influencia en las decisiones de la política sonorense- era el fundador de UNE. Una notoria molestia al tener pasajeros en la última ruta del día, que conllevó a tener que terminar el recorrido y no poder ir a entregar el camión de un sopetón; le arruinamos su lechita y a dormir.

 

 

 

Don Gabriel se quedó conforme con la respuesta, yo saqué mi celular y mis audífonos para escuchar un poco de música. -¿Musiquita, eh? Enhorabuena-  me dijo el hombre, levantando el sombrero  cual vaquero demostrando respeto. En ese momento, mientras alcancé a percatar una sonrisa en el rostro del viejecillo, levantando su sombrero, también vi algo parecido a eso de la chispa en la mirada. Me percaté de que había rechazado un Uber, pero que había conseguido mi propia ruta de camión vacía (la 16, aquella que durante las tardes, con el cupo lleno -y saliéndose por las ventanas- se vuelve un delirio), con la compañía de un señor platicador, amante de la guitarra y el canto, viajando a unos 70 k/h aproximadamente. Una muestra infalible de la famosa Plaga Serena; ésta última, siendo don Gabriel, cantaba con guitarra; mi propio Uber, más acogedor.

 

Se llegó el momento en que don Gabo debía bajarse del autobús. Pidió la parada, se puso de pie y me dijo “pues listo, hasta aquí llego yo, mucho gusto haber coincidido con usted, muchacho, que tenga buena noche”, sonrió una vez más, me ofreció la mano, acomodó su sombrero, tomó el estuche de la guitarra y bajó del transporte. Un apretón de manos con don Gabriel, el cantante guitarrista, comprobó (de nuevo) y le dio sentido al mensaje que yace inmerso en las páginas de Plaga Serena; nada más placentero que ver esa chispa en un abuelo, haciéndolo tener más que una simple rutina en su vida diaria. La guitarra, recostada en un asiento del camión, de seguro también estaba feliz.

Por José Manuel Avalos

Fotografía de Eduardo Cisneros y José Manuel Avalos

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Sobre el autor

Nació en Hermosillo (1998). Es estudiante del Colegio de Bachilleres del Estado de Sonora, plantel Reforma, y colaborador del Instituto Sonorense de Cultura. Escritor y narrador. Ha participado en varios certámenes de narrativa y cuento breve, así como en el Concurso del Libro Sonorense 2016. Asiste al taller de creación literaria Altazor, a cargo del escritor Horacio Valencia Rubio.

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2 comentarios

  1. Como te comenté hace poco, celebro que podamos contar con Crónica Sonora, estimado Benji.
    Y que, en el mismo, encontremos narradores tan prometedores como este alumno del Cobach José Manu Avalos.
    Felicidades muchas
    Saludos y abrazos.

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