En la mañana del 19 de septiembre de 1985, la tierra sacudió las entrañas de la ciudad de México.  El sismo no sólo derrumbó innumerables edificios y resquebrajó centeneras de hogares, también cimbró la consciencia colectiva de un país que desde tiempos inmemoriales había experimentado con pundonor desgracias atroces y actos de inigualable generosidad. De las polvaredas, fierros y escombro, en aquella ocasión emergió una fuerza redentora que pronto supo colocarse por encima de un gobierno colapsado durante décadas por la corrupción indiscriminada y el cinismo como política institucional. Treinta y dos años después, el 19 de septiembre de 2017 pasado el mediodía, esa misma fuerza espontánea, imperativa y organizada volvió a irrumpir luego del terremoto que azotó a la ciudad de México, Puebla, Morelos y el Estado de México. Una ciudadanía desbordada, multicultural y mayoritariamente juvenil salió decida a quebrantar la indolente desvergüenza de una elite gobernante siempre complaciente con la desmemoria y el incalculable rédito de la ambición. Pasaron pocas horas mientras que contingentes de individuos enlazados por el dolor y la pesadumbre pronto inundaron las calles de la capital. Unos marchaban con azoro portando el maletín y la corbata esperando despertar de la pesadilla; otros buscaban comunicarse desaforadamente con sus familiares mientras que un número considerable de personas corrían agobiantes y decididas a los lugares del derrumbe.

El poder no nos quiso en la calles; y sin embargo, salimos con botes, cubetas, palas y picos a derrumbar los mitos de la opacidad y el conformismo que muchos aseguraban eran los signos de los tiempos modernos. Miles de jóvenes, adultos, hombres, mujeres, abuelos, niños, profesionistas, amas de casa, oficinistas, albañiles, tenderas, taqueros, estudiantes, vendedores y transeúntes tomaron las calles con la finalidad de reconstruir los muros de una solidaridad siempre latente, siempre aludida, sin ningún interés más que la voluntad de ayudar. El poder procuró coartar mediante el uniforme, el garrote y la intimidación, cualquier intento por establecer una presencia indómita como el vínculo ciudadano, siempre vigilantes del sentimiento comunal; y sin embargo, los rostros anónimos de miles de almas empalmadas, de cuerpos deliberantes y corazones coludidos, se habían internado bajo los pies de un país envuelto en los escombros. Un territorio de bardas caídas, edificios colapsados, calles desgajadas y muros abiertos; una ciudadanía de pie que imaginó en cada piedra cargada, en cada casco, en cada puño de simbólica esperanza, que un mundo diferente y solidario es posible. Surgieron posibilidades de acción y labores de búsqueda, actualización datos de personas desaparecidas, denuncias en tiempo real sobre la indolencia de aquellos que cobran por mirar desde arriba al México de los deshabitados.

El poder buscó maniatar a la sociedad civil mediante una narrativa melodramática transmitida en vivo; y sin embargo, la sociedad civil se encontraba cargando víveres, organizando cajas y distribuyendo alimentos, sin la complacencia de un Estado anquilosado en sus acostumbrados rituales de segregación y tele-demagogia. El poder nos quiso alimentar con relatos heroicos ofertando verdades ficticias y mensajes indescifrables dirigidos a una fanaticada politiquera; y sin embargo, la señora sociedad respondió con plataformas de información, redes digitales de búsqueda, mapeo estratégico de zonas de riesgo y la canalización de un sinfín de solicitudes de apoyo que resultaron transparentes, oportunas y con sentido humanitario. Por eso cuando el poder se instaló en las calles, la sociedad civil ya estaba ahí. Hoy en día, luego de un mes de transcurridos los acontecimientos, se sigue escuchando la exigencia “déjenos ayudar”. Esta ha sido la voz diligente de centenares de jóvenes que desde entonces al día de hoy, se encuentran congregados en los distintos lugares afectados de la ciudad de México. La consigna social, además, ha delineado el rostro completo de un ciudadano disidente y con responsabilidad con la otredad, razón por la cual deseo firmemente que la consigna pronto se convierta en memoria social, que permita la reactivación de rituales conciliatorios para edificar, una y otra vez, la inmarcesible esperanza. Sigamos ayudando.

Por José Antonio Maya

Fotografía de Luis Gutierrez / NortePhoto.com

Trabajos durante la madrugada del 21 de septiembre de 2017 en uno de los edificios colapsados en Laredo y Amsterdan, colonia Condesa, Ciudad de Mexico.

Sobre el autor

Psicólogo por la UAM Xochimilco, maestro en historia por el Instituto Mora y cuasi doctor en historia por la UNAM.

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