“Tú sigue dando amor, aunque el mundo sea una mierda…”

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Ciudad de México.-

Cuando tenía siete años, la misma edad de Fátima, yo era una niña feliz. Mis padres aún estaban juntos y vivíamos en una linda casa con patio mis hermanos, mis padres y yo. Teníamos un perro corriente y fiel que nos cuidaba y nos quería. Un Ford Falcon azul metálico con el cual recorrimos varios estados del país durante unas vacaciones. Nuestro barrio era amigable y los vecinos eran como familia. 

Íbamos a la escuela pública más cercana y casi siempre caminando pues había un solo carro y mi mamá lo usaba después de dejar a mi papá en el trabajo para hacer las compras o visitar a sus hermanas o a sus padres.

Teníamos lo necesario para estar satisfechos. Sobre todo, teníamos papá y mamá. Recuerdo que no había cosa que me hiciera más feliz que dormir en medio de ellos. Yo era la más chica, así que me lo permitían de vez en cuando. El mundo podía acabarse durante la noche pero yo no tenía miedo, pues el amor de mis padres me hacía fuerte y valiente.

Un buen día todo cambió. Mi vida dio un giro de 180 grados y el mundo sólido y familiar que conocía, se desmoronó. Mis padres se divorciaron un poco antes de mi cumpleaños número ocho. La navidad de 1975 fue una de las más frías y más tristes de mi vida. Hubo cena, árbol y regalos, pero el ambiente era sombrío pues faltaba mi papá. Nunca olvidaré a mi madre con su delantal en la cocina preparando el pavo mientras le caían las lágrimas por las mejillas y en la consola se oía a Javier Solís: “Mar, se me fue, dijo adiós en su azul lejanía…”

Pasaron dos años y al ver que mi padre no volvería, mi mamá tomó una decisión drástica y definitiva.

Repartió nuestros muebles entre familiares y amigos, nos dijo a los tres más chicos que echáramos en caja las enciclopedias y los libros, rentó la casa y nos fuimos a vivir al otro lado del mapa, literalmente, a Mexicali (desde Matamoros).

Mi madre escogió esa lejana ciudad a pesar del calor que la caracteriza porque ahí vivía su hermana y mis cuatro primos. Apenas llegar, compró nuevos muebles y nos instalamos en una casita pequeña pero funcional, nada parecido a la enorme casa que habíamos dejado. Me inscribió en sexto año en la misma escuela de mi primo menor. Mi hermano entró en la preparatoria federal y el mayor de los tres se inscribió en la Universidad.

Mi cumpleaños número diez fue especial. Mi madre, desde la Ciudad de México a donde había llevado a mi hermanita a checar del corazón, giró órdenes de que me celebraran con pastel, música, comida y amigos y mi tía Otila se encargó de todo.

Mis nuevos amigos eran toda mi alegría y entre ellos, mis hermanos y mis primos hicieron que mi fiesta fuera algo especial. Estaban de moda los Bee Gees y la película “Vaselina”, así que al compás de esa música y la de “Saturday Night Fever”, bailamos  y cantamos hasta las diez de la noche, que era el horario permitido para una fiesta infantil.

No hay fotografías de ese día, pues aún no entrábamos en la época de los celulares y las selfies pero en mi memoria quedó registrado todo con detalle, incluso el enorme pastel de chocolate que hizo con mucho cariño para mí la Señora Licha Marín, amiga de mi mamá y de mi tía de muchos años y que, al igual que ellas, había cambiado Matamoros por Mexicali hacía ya tiempo.

Cuando mi madre volvió le conté todo con entusiasmo y le dio mucho gusto que aún en su ausencia, hubiera personas a mi alrededor que me quisieran y que habían hecho todo lo posible por hacerme feliz en un día tan especial. Por cierto, mi hermanita cumplía años el mismo día que yo, el 12 de octubre. Ella lo había pasado en el hospital después de un cateterismo pero entre sus doctores, el personal y las enfermeras, le habían llevado un pastel, globos y dulces.

¿Qué necesita una niña o un niño para ser feliz? Amor ¿Y cuál es la primera idea de amor que los niños o niñas tienen? El que ven entre sus padres.

Casi siempre, cuando los hijos e hijas crecen viendo que sus padres se quieren, se respetan, se ayudan, se alegran el uno con la otra, crecerán creyendo en el amor y buscarán algo igual o parecido para ellos en sus vidas, pues han visto que sin importar los peligros que acechen allá afuera o todo lo malo que suceda, la casa en la que habitan está construida sobre dos pilares sólidos, sus padres, unidos con una agramasa fuerte e inquebrantable, la de su amor. 

Sin embargo, a veces uno de los dos pilares decide abandonar el hogar, y éste se sostiene a duras penas incluso cunado el que se queda es fuerte. Pero nada es imposible cuando se tiene un propósito noble y sobre todo, cuando se lucha por amor a los hijos.

Se necesitan coraje, valor, amor propio y toneladas de fe para construir algo a partir de cero, en una ciudad remota, con apenas algunos conocidos y con cuatro hijos. Mi mamá lo hizo y lo hizo por amor. Aun cuando a ella se lo había negado mi padre, ella ya tenía acumulado suficiente amor como para luchar por nosotros.

¿Qué necesita una niña o un niño para ser feliz? Amor. El de su padre o su madre, el de su familia, el de sus amigas y amigos, el de sus maestros, el de sus compañeros de escuela, todas las personas que conoce. Eso va conformando su mundo, un mundo que conoce y que ama pues no le resulta hostil sino agradable.

Jamás extrañé la casa grande y bonita que dejamos.

Nunca me hicieron falta los juguetes caros que tuvimos mientras vivimos ahí. Mi primera navidad en Mexicali me amaneció una bici banana azul de segunda mano. Con ella fui inmensamente feliz recorriendo las anchas calles de esa ciudad que nos acogió amorosamente. Mi madre cambió su Falcon azul por un Datsun color mostaza viejito y ruidoso, pero que igual nos llevaba y traía a donde necesitábamos. Conocí Disneyland gracias a que mi mamá pagó mi pasaje en un viaje escolar en sexto año.

Ya no tenía mi cuarto propio con vista al jardín ni juguetes caros ni un patio enorme. Pero tenía a mi mamá, a mis hermanos, a mi tía y a mis primos, a mis nuevos amigos y con el amor de todos ellos me construí otro mundo, mucho más bueno y agradable que el que había dejado atrás y entonces comprendí que el amor se manifiesta a través de muchas personas y de muchas maneras diferentes,  no sólo a través de tus padres. 

Estos días terribles, cuando parece que sólo reinan la oscuridad y el miedo, pienso en Fátima, la niña asesinada y tirada en una bolsa al salir de la escuela. Pienso en ella como la representación más macabra de la ausencia de amor en el mundo. Pienso en todos los niños y niñas que pronto se volverán criminales pues están creciendo en un mundo lleno de odio, de brutalidad y de horror.

Pienso cómo sería la realidad de todos ellos si el amor volviera a reinar en el mundo. Si lo hubiéramos perseguido como el fin último de nuestras vidas en lugar del dinero y de las cosas materiales.

Pienso cómo estarían creciendo nuestros niños si en México reinaran la justicia, la igualdad, la paz. Pienso en el mundo en el que están creciendo también nuestros hijos e hijas y en su falta de optimismo respecto del futuro. Pienso en por qué la mayoría de los jóvenes padecen depresión o algún tipo de enfermedad mental y buscan refugio en el alcohol o las drogas. ¿Quién se atrevería a culparlos o responsabilizarlos?

El modelo de adulto que han visto hasta hoy es nefasto. Gente amargada,  frustrada, enojada con el mundo y culpando a los demás de sus propios fracasos.

¿Quién querría crecer para convertirse en eso? ¿Cómo podemos atrevernos a decirles que crean en el AMOR si jamás lo han visto en torno suyo? Lo que han visto ha sido competencia voraz por tener lo que otros tienen, hostilidad, rencor, celos, rabia, ¿cuál amor? ¿de qué hablan?

Fátima nos sacudió porque sacudió nuestras conciencias. Porque su muerte brutal e irracional es un espejo que refleja todo lo que hemos hecho mal como sociedad y como individuos. No son las autoridades escolares que la dejaron sola afuera de la escuela, no son sus padres que la descuidaron. No. Fátima, su cuerpo torturado y pequeño, es la imagen de la podredumbre en la que hemos decidido vivir.

Una sociedad irracional, estúpida, cruel y enajenada formada por individuos cuyo único objetivo es poseer más de lo que tienen y nunca satisfacerse. Una que ha privilegiado el tener al ser y que le ha concedido más valor a las cosas que a las personas porque le han lavado el cerebro diciéndole que sólo así será feliz. Por eso la gente muere y mata a diario, por tener cosas.

El mundo se volverá un lugar habitable y hospitalario cuando volvamos a creer en el Amor (y en todo lo que de él se desprende, como la justicia, la paz) como el fin último de nuestra existencia y lo anhelemos y lo busquemos más que a las cosas materiales y cuando entendamos que en un mundo lleno de Amor sería imposible que Fátima hubiese sido asesinada brutalmente.

Por Teresa Padrón Benavides

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Sobre el autor

Teresa Padrón Benavides (Matamoros, 1967) es Licenciada en Traducción por la UABC, casi Licenciada en Letras Inglesas por la UNAM y próximamente Licenciada en Literaturas Hispánicas por la UNISON.

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4 comentarios

  1. Totalmente de acuerdo contigo Tere, todos somos semilla que servirá de abono para las nuevas generaciones; lo que nos queda es sembrar Amor Solidario engendrarlo desde dentro, pues no podremos dar otra cosa que no hayamos cosechado en nuestro interior, agradezco tu profunda y hermosa crónica, que nos hace voltear hacia nosotros y dejar de buscar culpables fuera. Saludos!

      1. Estimada colega,
        Un placer verla escribiendo y expresando sus ideas con la misma facilidad que lo hac’ia en la Prepa del Estado hace unos ayeres. Dios te bendiga ahora en tierras sonorenses. Un abrazo fraterno con el cari;o de pl’aticas compartidas.

    1. Gracias por compartir esta lectura, querida Tere. No dejo de pensar en la necesidad tan grande que tenemos de darnos amor y en la responsabilidad que tenemos con los niños, a los que les estamos heredando un mundo donde la ferocidad y el horror son el pan nuestro de cada día.

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