Respecto a la decisión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, de amparar a cuatro ciudadanos mexicanos para que puedan, si les da la gana, cultivar, transportar y fumar mariguana, yo soy uno de esos soñadores a la antigua, que creen que el mundo evoluciona para bien. Me gusta que las personas y las cosas se adapten al presente. En ese sentido, creo que la vieja tesis zapatista podría ser usada ahora para demandar tierra para sembrarla y libertad para fumarla, como alegoría de la demanda de que todas las drogas sean legalizadas y que la gente se pueda dedicar tranquilamente a la pachequez y que haya personas con visión de futuro que puedan emprender, como garantiza la Constitución, una actividad legal y legítima como lo es la agropecuaria producción y trasiego de la hierba para satisfacer la demanda de aquellos que en uso de sus libertades decidan darse un lúdico momento de recreación.

 

El primer argumento para la legalización es de salud pública. Es falso que legalizándola se llenaría el país de mariguanos. No más del 10% de la población tiene una firme propensión a consumir drogas  (la mayoría no las consumirían ni regalándoselas y unos poquitos son consumidores ocasionales). El problema es que entre los consumidores todos son iguales, pero hay unos más iguales que otros: no todos pueden consumir drogas de calidad, así que muchos se meten todo el guarumo que sobra en el proceso de producción, generando problemas que si se atendieran dejarían al sector salud más quebrado que el ISSSTESON después del paso del PAN por el gobierno de Sonora.

 

Otro argumento es el de las prioridades. El gobierno de la república gasta casi 100 millones de pesos diarios combatiendo el narcotráfico. Si ese dinero se destinara a la prevención, otra sería la historia de tantos que llegan a las drogas agarrados de la mano del desamparo. Además, conforme se recrudece la lucha contra el narcotráfico, más se arma el crimen organizado  y el Estado tiene que gastar más cada día en esa demencial guerra.

 

Hay también un argumento histórico. Nunca se consumió más alcohol en los Estados Unidos que durante la prohibición; las mafias asolaron las ciudades y la corrupción invadió la política y la policía. Si no fuera por Eliot Ness y sus Intocables habría muy poca epopeya en esa oscura etapa de la vida gringa. Esas mafias son ahora cosa del pasado, y no por que las hayan combatido, sino por la legalización. No hay registro, tampoco, de un incremento en el consumo con la abolición de la 18ª enmienda.

 

El argumento ético, desde el campo liberal, que dice que el Estado no tiene derecho de inmiscuirse en la decisión de personas adultas de qué le mete  o que no le mete a su cuerpo. Con la misma lógica, el gobierno podría prohibirnos lo que le dé la gana. Yo no puedo agarrar mi maleta e irme a la luna si me da la gana, pero tampoco quiero que me lo prohíban.

 

Hay también un argumento económico que pone el acento en que la relación beneficio/costo es negativa por donde se le vea. Los beneficios son cero y los costos, en cambio, son robustos y abundantes, no sólo en dinero, sino también en sangre, sudor y lágrimas. No se sabe si por ignorancia o mala fe, pero la lucha contra el narcotráfico es, en realidad, un estímulo a la oferta de drogas. Producirlas se ha vuelto una actividad de muy alto riesgo y los arriesgados quieren ganancias estratosféricas (si no, ¿cómo financian la vida buchona de la que presumen?). Nomás para darse una idea, un kilogramo de cocaína pura cuesta mil dólares en las selvas colombianas y se vende hasta en 30 mil dólares en las ciudades de los Estados Unidos. Es decir, aumenta un 3000%. El narcotráfico es un negocio que mueve unos 50 mil millones de dólares al año. Con ese dinero los narcos pueden andar más armados que Schwarzenegger en su muy gustado papel de Terminator, pueden comprar políticos, jueces y policías y crear desolación en amplias franjas de la geografía del país.

 

Así como se supone que el alto precio de la droga estimula la oferta, se supone que debería reducir la demanda (es como todo: si el precio de las manzanas sube, la gente comprará menos manzanas). Pero resulta que eso no sucede. ¿Por qué no sucede? Porque hay unos bienes cuya demanda no cambia por más que cambie el precio (ahí está la sal, que si bajara de precio uno seguiría salando igual los frijoles). Esos bienes son de demanda inelástica, y las drogas son uno de ellos. Por más que suba el precio, el número de consumidores no baja. Antes del combate a las drogas había en México un 2% de personas que habían consumido alguna droga, y eso que era casi regalada. Ahora, el precio está por las nubes y los consumidores andan alrededor del 7% de la población.

 

Los beneficios de la legalización son evidentes: uno, la inmediata caída de los precios y la salida del mercado de la mayoría de los actuales productores y distribuidores (los carteles se verían en problemas para pagar incluso la nómina a sus numerosos ejércitos de sicarios); dos, el país se ahorraría los 40 mil muertos al año (33 por cada 100 mil habitantes) y podríamos regresar no a los 2 muertos por cada 100 mil de Canadá (es más, ni siquiera a los 5 de los Estados Unidos), sino a los 10 de Haití; tres, el Estado podría dedicar esos enormes recursos que ahora gasta a la prevención del consumo; cuatro, el sistema de justicia podría reformarse para atender la otra criminalidad; y cinco, la sociedad mexicana podría estar en condiciones de construir un estado de derecho con predominio de las instituciones.

 

Se dice que el fin del narcotráfico haría crecer los otros delitos. Puede ser cierto, pero un Estado sin la carga financiera y humana que implica esta guerra, podría ser más eficiente en el combate del delito en general y podríamos encaminarnos hacia un estado de derecho que garantice la seguridad y la libertad de las personas.

 

Por Alejandro Valenzuela

Fotografía de Luis Gutiérrez/Demotix/Crónica Sonora

Sobre el autor

Soy Alejandro Valenzuela, director del Vícam Switch, un medio de comunicación que tiene como propósito contribuir al rescate y la difusión de la cultura y las costumbres de los habitantes de comunidades yaquis (yaquis y yoris).
Como datos biográficos, asistí a las escuelas primarias Benito Juárez, de Bácum, y Florencio Zaragoza, de Singapur; a la Secundaria Federal Lázaro Cárdenas y al CBTA 26, ambas de Vícam. En la Ciudad de México fui a la Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia de la UNAM y cursé Economía en la UAM-Xochimilco. En Tijuana cursé la Maestría en El Colegio de la Frontera Norte. Tuve una estancia doctoral en la Universidad de Connecticut, en los Estados Unidos, con financiamiento de la Beca Fulbright, y obtuve el doctorado en El Colegio de Sonora.
En la actualidad soy profesor-investigador en el Departamento de Ingeniería Industrial de la Universidad de Sonora.

También te puede gustar:

1 comentario

  1. MAESTRO GUSTO EN SALUDARLO Y GRACIAS POR COMPARTIR ESTE INTERESANTE ARTICULO. TIENE TODA LA RAZON EN SUS ARGUMENTOS Y AHORA LA PELOTA ESTA DEL LADO DE LOS LEGISLADORES. ESPERAMOS QUE SE PONGAN A TRABAJAR Y QUE A LA BREVEDAD HAGAN UNA EXCELENTE LEGISLACION.

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *