Era un sábado como cualquier otro. Perpetuo, pensé. Pues perpetuo es algo que no cambia, que no evoluciona, que es infinito. Eso es un sábado perpetuo, en una ciudad perpetua. Me di cuenta tal vez muy tarde de esto. No sería hasta que me fuera de mi ciudad para que me cayera el veinte. Una vez fuera, cuando recién comienzas la universidad, esperas fiestas y salidas y más música nueva para el alma. Y resulta que sólo extrañas las viejas noches por las mismas calles de hace cinco años.

 

Un sábado de estos un compañero, Martín, vino a mi Navojoa a verme y me dijo: ¿Pues que hacen ustedes aquí?, enséñame. Y fue extraño. ¿Qué hago en Navojoa? Pues salir, le respondí, según yo muy obvia. Me miró extrañado pues esperaba que yo siguiera. ¡Pero si yo no hacia otra cosa!

 

Fui por él a la central a eso de las nueve de la mañana, tempranito, para llevarlo a desayunar a mi querida McDoña, donde tantos Días de Exámenes pasé, escuchando cómo mis viejos amigos hablaban de teorías sobre maestros y los chicos malos jugaban futbolito mientras se fumaban un cigarro y las señoras que hacían las tortas les decían: Mijito, no fumes tanto. Te va a hacer daño. Ese lugar sagrado para los que estudiamos en Cobach. Ahí íbamos a refugiarnos, a desayunar, a comer, a echarnos una partida.

 

Llegamos y lo primero que noto es que el futbolito no está, y ahora atiende una señora ya mayor con dos muchachos. ¿Dónde estaban mis señoras que me daban los buenos días y me preguntaban por mis calificaciones? No lo sé. Martín no entiende mi expresión pues mi refugio se ha ido ¡y en menos de un año!

 

Desayunamos platicando de cosas de la universidad, de nuestro presente. Volteo y puedo ver mi prepa, mi Cobachón, con tantos recuerdos y algunos que quisiera olvidar. Me pierdo por un momento entre la preparatoria y quien soy ahora, porque la institución no ha cambiado, sigue igual. Pero ¿y yo? ¿A dónde me fuí o ya volví? De repente creo escuchar algo. ¿Qué dijo Martín?  Le pido que lo repita pero dice que no ha dicho nada. Ahhh, digo sorbiendo mi horchata. Las tortas ya no están tan buenas.

 

Después manejo un rato, lo llevo por todo el Bulevard Sosa Chávez, le digo donde están los mejores dogos del estado, doy vuelta de regreso y recuerdo que Martín juega futbol y lo llevo al estadio. ¡Es de pasto sintético!, me dice emocionado. Tiene cara de que le gustaría jugar ahí, aunque no lo llegamos a hacer. Entonces recuerdo un lugar que es muy sencillo, que no tiene nada en especial, pero que a mí me gusta. Le damos toda la vuelta al deportivo, pasamos por el parque, el único que hay. Qué triste parque, comenta Martín, y tiene razón. A ese parque ya muchos lo creen cerrado. Manejo un poco más hasta llegar al Auditorio Municipal. ¿Aquí me querías traer?, pregunta. Bueno sí, me gusta este lugar.

 

Ahora está diferente, pavimentaron todo alrededor de un eucalipto viejo que da sombra a todos. Y ahí me estaciono. Ponemos música, abrimos las puertas y hablamos largo y tendido. Pasa el vendedor de raspados y pasamos nosotros. Viendo el Auditorio recuerdo las veces que decía que me iba a correr solo para ver al chico que amé a mis dieciséis. ¡Oh, cuántas cosas ha visto y escuchado este teatro!, pienso. Tantas promesas hechas, tanto amor que se esfumó. Sonrío para mí y le pido a Martín que nos vayamos. Ese teatro está muy bien con sus secretos.

 

Para la hora de la comida ya se nos había unido una amiga y éramos tres personas contra Navojoa. Una pizza y estábamos listos. Paseamos por toda la Pesqueira, la calle principal, la de las luces, la de los sueños. Pero era de día y las luces no estaban encendidas. Y a cómo veía a mis acompañantes, tampoco la de sus sueños.

 

Pero luego el cielo oscureció y gotitas de lluvia inundaron mi auto, todos con los vidrios abajo cantando al son de la música. Escuché muchas risas y en un momento no supe cuál era mía y cuál era la de ellos. Di vuelta en el Centenario para que Martín viera ese lugar que tanto me gusta. Donde cada viernes o sábado o cualquier día las personas llegan con sus amigos. Algunos a tomar, otros a pasar la noche, y unos cuantos a ver las estrellas.

 

Me estacioné y la calle estaba vacía. Martín preguntó qué hacíamos ahí y comencé con mi gran relato mientras nos bajamos del carro. Bueno, en las noches se llena de gente, te estacionas y platicas con tus amigos, encuentras a viejos conocidos, le coqueteas al chico equivocado y la chica correcta se va de tus manos. Todo eso pasa en esta calle cada fin de semana. ¿Y eso es todo?, pregunta Martín. Grosero, mi pequeña calle y yo nos hacemos chiquitos. ¿Para que necesitas más?, le digo y continúo sintiendo las pequeñas gotas en mi rostro.

 

Escuchas mucha música diferente y ninguna se escucha bien. Escuchas risas y gritos pero sabes que todo está bien. Y después te vas. Te vas a manejar por la Obregón, por la Cuauhtémoc, a darle una vuelta a la primaria esa donde espantan. Los valientes se van al Dátil a ver al Soldado. Y ruegas por no encontrarlo. Terminas regresando a los mismos lugares donde fuiste feliz y donde sabes que con un poco de suerte lo serás de nuevo. Porque eso no cambia, ¿no?

 

Martín se aburre, no entiende lo que una calle puede hacerte. Y nos vamos, nos vamos a mis nieves favoritas donde está mi persona favorita. Llegamos, los presento y se hacen bromas. Como si fueran mejores amigos. Ahora somos cuatro. Cuatro personas en una nevería que se hacen bromas.

 

El sol se oculta y Martín decide que es tiempo de irse. Lo llevo a la central, donde me agradece todo y que espera volver, aunque no está impresionado. Espero a que llegue su autobús y una vez arriba me despido una última vez. Subo al coche y lo enciendo. Ha sido un día largo. ¿A dónde iré ahora? En mi casa sé exactamente lo que me espera. ¿Y en las calles de Navojoa? También lo sé.

 

Regreso a las nieves. Ahí, en esa casa donde me he reunido con las mismas personas por más de cinco años. Ahí, esa casa que conozco desde hace más de diez. Mi segunda casa. Por ahí dicen que donde fuiste feliz una vez no deberías volver. Pero lo cierto es que el corazón es terco y llevo volviendo ahí más años que los que podría contar. Estaciono mi auto donde siempre y no he bajado cuando escucho las mismas voces y sé que nos depara la noche. Sé qué personas van a llegar (y terminan llegando). Sé qué haremos. Sé que somos buen tiempo perdido. Y es suficiente para mí.

 

Porque en una ciudad perpetua, una ciudad que no cambia, que no se hace grande, ni se achica, ni se pone triste ni apaga sus luces, viven personas que no son perpetuas. Viven personas como yo. Vivimos almas que cambiamos, que crecemos, que nos achicamos, que a veces la tristeza nos apaga las luces. Pero en esta ciudad no. En este sábado perpetuo las cosas son iguales siempre.

 

Por Mónica Ramos

«Una casa que tiene por espantapájaros a un astronauta», fotografía de Claudia Torrero. Navojoa, Sonora, 2014.

Claudia 050

Sobre el autor

Mónica Lara Ramos estudia Ingeniería en Producción Multimedia en la Universidad La Salle Noroeste (Ciudad Obregón), hace teatro y juega softball. Nació en Navojoa el 1 de mayo de 1996.

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8 comentarios

  1. Buen relato. Da cuenta de la nostalgia por esas ciudades (y pueblos) donde no hay nada, pero que a la gente de allì le parece todo.

  2. Sabes, muchas veces conocemos lugares más grandes, lugares más pequeños, lugares más divertidos, o mas aburridos, lugares bellos, lugares decadentes, pero, sea como sea de todo lo anterior mencionado, uno, seas tu, sea yo, fuimos felices en esos lugares. Recuerdo cuando teníamos sólo 11 años, y lo único que nos importaba era que no nos regañara la maestra Silvia, pero es triste ver como el paso del tiempo deja todo igual, y a todos tan diferentes que no pueden ser felices en el mismo lugar, en el que algunos, ya ni siquiera están..

    Hermoso tu texto, lo amé me encantó, nunca me imaginé que tuvieses esa habilidad de tocar el corazón.

    Atte. E.

    1. La maestra Silvia, wow, que tiempos de niños jaja, que daría porque esas fueras las preocupaciones de ahora. Pero oye, hay cosas que no cambian, como la amistad que creas con alguien. Gracias por haberte tomado tu tiempo, gran amigo mío. Ya se quien eres que crees jajaja.

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