En este lugar se escucha lo que no se ve, se ve lo que no se piensa y se piensa lo que no se escucha. Se escucha la radio del que vive a 100 metros, las vacas a lo lejos, las pláticas de los señores que sentados sobre la tumba de algún conocido, o sea sobre cualquier tumba, van a pasar la tarde y recordar en voz alta anécdotas dirigidas no se sabe bien si a los vivos o a los muertos, se escucha de lejos la mujer que regaña al chamaco y también a aquel otro chamaco que ya se cree grande por traer la troca de su papá aunque su mamá lo haya mandado a pagarle el fiado a la señora que vive a 6 cuadras, al otro lado del pueblo.

Este lugar tiene personalidad, es amable, risueño, sano. Aquí el peor enemigo es amigo y bienvenido, es tan mala persona que lo invitas un café. La peor desgracia comunal son los sicarios, de los que se te advierte poco después de la bienvenida y mientras te empachan de tortillas de harina recién hechas. Sin embargo no te queda del todo claro si están hablando del Chupacabras o de qué, pues todo es tan pintoresco que hasta estos temas adquieren un aire mítico, mágico. Claro, no se salva de ser un pueblo chismoso, de esos donde no sabes si es el viento, fantasmas o personas, lo que mueve las cortinas de las casonas por donde vas pasando. Pero no importa, todo en conjunto hace ser a este pequeño manchón de casas en el mapa un lugar de ensueño.

La gente no sabe que en este lugar nació ella, no sabe tampoco que ella pasó sus últimos días queriendo volver, quizá porque sentía que la muerte ya andaba de empalagosa y cualquiera, al menos a mi juicio, aceptaría enamorarse perdidamente hasta de la muerte en un lugar así.

Fue mi abuela materna la que nació aquí, así bajo el influjo de este mismo aire caliente y aletargado, el suelo erosionado en las vereditas por las que pasa y pasó gente con pulso y sin pulso a todas horas, el sonar del río, el sol que tatema la piel pero la acaricia, con las miradas de la gente que habla con los ojos, los perros feos, flacos y pulgosos pero felices. Siento que a veces sólo por eso se debe de respetar a las personas, sólo hay que ver de dónde vienen para sentir cierta admiración. Esta mujer de la que hablo nació en 1917, migró joven a Hermosillo, por eso de 1935 o 36, ya con 3 de los 5 hijos que tendría, de los cuales a su vez saldrían 18 nietos y ya ni contar los que le siguieron.

En la foto (la de arriba) no se siente el viento, ni se escucha el mugir de la vaca que nunca encontré con la mirada por más que traté de guiarme por el sonido. Tampoco se aprecia el ángulo completo, ni el murmullo lejano del silencio de un pueblo vivo y muerto a la vez, vivo por las ánimas que trasnochan por sus callejones y sus vereditas nunca pavimentadas, del tiempo anacrónico que observa lo mismo hace 100 años que ahora y seguramente después.

Tampoco se distingue bien la altura, ni se sabe qué hay en el sentido inverso de la fotografía, no se ve el perro negro que vigilaba por detrás ni el olor a humedad que viene del canalito que pasa por ahí, como a 5 metros para abajo y 3 para enfrente.

Tampoco se siente la vibra de la gente, que lejos de observarte en actitud evasiva con afán de ignorar lo que sientes y averiguar sobre ti con sólo miradas, penetran en tu ser con ganas de hablarte y preguntarte miles de cosas, hasta que descubras que tienen alguna relación de parentesco.

Pero de la abuela quería hablar, que por cierto nunca llamé abuela, pues no se lo merecía, ella se merecía que le dijeran nana, con cariño y respeto, de ese respeto del que sólo le hablas a tu nana cuando sabes que te está poniendo atención, con esos ojos ya sin reacción a la luz pero con más análisis que cualquier otro par de ojos. Con esa belleza infinita que conmueve, el cabello reseco pues no usaba shampoo aunque sus hijas que viven al otro lado le trajeran cada vez que la venían a ver, ella usaba jabón para lavarse el cabello. Esa hermosura que enseña una boca con dientes picudos y picados, los que le quedaban, negros de algunos lados, amarillos en otros y blancos en minoría. Su cara arrugada y sus huecos oculares tan marcados que en la oscuridad se miraba como que no tenía ojos. Ella era mi abuela a los 97 años de edad, esa persona tan linda que acabo de describir, que olía a orines y al mismo tiempo a jabón en polvo.

Mi nana debió haber gozado de ese paisaje desde niña, su casa, o mejor dicho la casa de sus papás (que compraron según ella me contó alguna(s) vez(es) vendiendo sandías para juntar el dinero) tiene el portón trasero como a 10 metros a la derecha de la foto, dando la espalda a la imagen.

Recuerdo el momento en el que me encontraba ahí parada, primero sólo por gozar la sensación y luego por descifrar el sentimiento que me invadía cuando relacionaba todo lo que el lugar ofrecía con la imagen de mi nana, lloré con una sonrisa en la cara. Si me hubiera visto ahí hubiera pensado que el llanto sería leve y melancólico, de ese en el que se siente un leve calorcito en el cuerpo, y así fue al inicio, pero luego se hizo de ese llanto mocoso, de ese que se te va el aire, se te desfigura la cara y haces sonidos raros. Me quedé un momento ahí parada, recuerdo que había una bardita en la cual me podía sentar, pero quería estar parada sobre ella. Luego me fui de ahí casi como despidiéndome de ella, volteando hacia atrás con los ojos y la nariz roja, volviéndome a la misma imagen de la foto como si la estuviera viendo a ella, de nuevo con una sonrisa en mi cara y en la de ella, hasta que por fin conseguí dejarla.

Texto y fotografía de Huépac, Sonora, por Sara Dennis

Sobre el autor

Estudió Biología en la Universidad de Sonora

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6 comentarios

  1. muy bonito texto, excelente descripción de la gente y del lugar, de pronto se me hizo que estaba en Comala, con Juan Preciado…felicidades…entiendo que en Huepac fue donde Cabez de Vaca volvió a encontrar españoles, luego de su larguisima travesia desde la Florida..sera cierto que ahi fue el reencuentro?

  2. Muy lindo y nostálgico. Un pasaje en el que su nana se convierte en la nana de muchos de nosotros. Me ha recordado a mi abuelo y a su querido pueblo. Yo también lloro con una sonrisa en la cara cuando lo recuerdo…

  3. La tierra de mi abuelo paterno Enrique Gonzalez Noriega, nacio en 1896, murio en 1965 añorando regresar a su entrañable pueblo de Huepaca, asi decia el.

  4. Ojala pudiera acompañarte un dia y caminar por donde tu nana anduvo,ver todo ese paisaje natural que lo rodea,tan bonito que tu captaste unos fragmentos de emociones con olores.Ojala nos veamos pronto en esa barda y podamos ver las estrellas y como se mueven las nubes al pasar por los cerros que se encuentran en el sahara…. <3

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