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Don Jesús ve unas sombras por la ventana

Cuando don Jesús escuchó ladrar los perros se despertó con sorpresa, y porque no decirlo, con un poco de inquietud. Eran las tres de la madrugada en punto, esto lo pudo comprobar cuando se incorporó del catre donde dormía, encendió la lámpara de mano, y señaló al reloj de pared que tenía en el cuarto. 

Doña Chonita le había regalado el reloj cuando supo que trabajaría de velador en esa casa que está para el lado norte del pueblo San Pedro Apóstol. Por ese rumbo tenía de vecinos a los Lucero y a los Gutiérrez, también algunas caballerizas donde entrenan caballos bailadores. 

Don Jesús se frotó los ojos para quitarse la modorra y los abrió grandes para asomarse por la ventanita del cuarto, la ventanita que da para la calle Revolución. Los perros que tenía de guardianes seguían ladrando en la orilla del cerco de púas del frente de la casa. De momento no pudo ver nada en la calle oscura, pero al fijar mejor la vista pudo ver unos bultos oscuros, unas sombras que avanzaban lentas por la calle. Eran como cinco o seis y parecía que avanzaban y retrocedían fijándose al interior del cerco de las casas vecinas. 

Empezó a sentir más inquietud ya que percibía el movimiento nervioso de los caballos en la caballeriza de enfrente, además de que los perros no dejaban de ladrar. Recordó que eran las tres de la madrugada en punto y le habían contado, en alguna ocasión que no recordaba bien, que esa era una hora maldita al soltarse los demonios como una burla a la Santísima Trinidad. Se santiguó trece veces para despejar toda fuerza maligna, que él creía, le pudiera estar afectando. Ante el misterio, esta era la única solución, en forma de obsesión, que tenía desde niño.  

Doña Chonita le había advertido que en la Cuaresma debía hacer penitencia y oración para que los malos pensamientos y las malas acciones se alejaran de su vida, ya que esos cuarenta días representaban el tiempo que Jesús ayunó en el desierto capoteando las tentaciones del demonio. 

Don Jesús sabía que estaban en víspera de Semana Santa porque había visto rondar a los fariseos de los pueblos vecinos, que imitaban los rituales de los fariseos yaquis, y veía también a algunas señoras que se reunían en las tardes para hacer oración y junto al padre Moreno preparar los rituales de Semana Mayor y a los jóvenes de las Misiones en la iglesia del pueblo. 

Se fijó de nuevo en la calle y pudo ver cómo los bultos se alejaban lentamente, eran unos bultos con sombras alargadas proyectadas por la lámpara de la calle. Pensó que parecían unos encapuchados como los que había visto en la televisión durante la procesión del silencio en Pátzcuaro el Viernes Santo. 

Don Jesús volvió al catre para seguir durmiendo una vez que los perros dejaron de ladrar, pero con la lámpara de mano encendida. Daba vueltas en el tendido sin poder conciliar el sueño, repasando lo que había visto por la ventanita de su cuarto. Recordó que hacía unos meses una trágica noticia había conmocionado al pueblo. 

Así, sin más averiguaciones, en punto de mediodía, habían llegado un grupo de encapuchados en un carro Century fondeado con placas Onapafa y habían balaceado al Cachi, sin ningún motivo aparente, cuando estaba moviendo su pick up frente a la casa de un vecino por la calle Roma.  

Don Jesús, como la mayoría de la gente del pueblo, vivía con una zozobra permanente, con desconfianza en cualquier persona, foránea o del pueblo, que tuviera apariencia sospechosa. Ya Doña Chonita le había dicho que pusiera la estampita del Divino Niño Jesús debajo de la almohada y que la trajera en la bolsa de la camisa, por el lado del corazón, para que latiera junto a él y así juntar las vibraciones de protección. 

Don Jesús tomó la estampita del Divino Niño Jesús entre sus manos para sentir su energía protectora, se acostó y cerró los ojos consiguiendo un sueño superficial, sin dejar de pensar en los bultos con sombras alargadas que había visto en la calle Revolución a las tres en punto de la madrugada. 

En cuanto aclaró el día se fue a su casa a contarle a Doña Chonita lo que había visto. Claro, primero le dio comida a los perros guardianes y a las gallinas, deshierbó la huerta de cítricos que estaba bajo su responsabilidad -los árboles estaban llenos de azahares por el inicio de la primavera-, y por último regó y barrió la calle frente a la casa que estaba cuidando.

Doña Chonita y la Emilia hacen más grande el mitote 

Cuando Don Jesús llegó a su casa todavía era muy temprano, pero a esa hora Doña Chonita ya había regado y barrido el patio, tenía listo el desayuno: unos ricos huevos fritos con sopitas de tortillas de maíz hechas a mano, frijoles refritos y una taza de humeante café colado. Ya había amasado y estaba haciendo las bolas para las tortillas grandes de harina. 

Don Jesús le gritó desde el patio: 

– ¡Chonita….Chonita….mujer!

– ¿Qué pasó pues?…− le contestó Chonita desde el interior de la cocina. 

– Ven pa’ acá ¡Verás! Anochi cuando estaba velando vi pasar una bola como de hombres, así como sombras alargadas, como encapuchados… 

Doña Chonita no perdía detalle de todo lo que le estaba contando su marido, a pesar de estar haciendo las bolas para las tortillas, y lo alentaba a que siguiera hablando aunque el hombre estuviera devorando el desayuno. Ella, que tiene un corazón abierto y generoso, no sabía guardar secretos, en cuanto terminó de hacer las bolas para las tortillas grandes de harina se fue a la casa de la Emilia, que tenía fama de mitotera, a contarle lo que le había dicho su marido. Todos los días se reunían en la mañana para hacer las tortillas grandes de harina que vendían con las vecinas para sacar un dinerito extra. 

Llegó a la casa de la Emilia con su bandeja de peltre color azul llena de bolas y tapadas con una servilleta de manta con la orilla bordada con florecitas de colores. 

– ¡Emilia! ¿Estás? − dijo Chonita al asomarse por el cerco de la casa de la Emilia.   

– Sí, aquí estoy, ¿qué pasa? – contestó la Emilia que ya había empezado a hacer las tortillas en la hornilla que tenía detrás de su casa debajo de un tejaban de cartón y madera. 

– Pues fíjate que anochi el Chuy estaba cuidando una casa allá pa’ arriba y quesque vio unos hombres vestidos de negro encapuchados…fíjate nomás, ay no… − le dijo Chonita en un tono de intriga y susto a la vez, mientras ponía la bandeja en la mesa a un lado de la hornilla, destapaba las bolas y se ponía rápidamente a hacer las tortillas que alternaban en el comal de arado, como si fuera una coreografía de ballet.   

Cuando terminaron de hacer las tortillas, la Emilia se fue por su lado a las casas de sus vecinas y empezó a regar la historia que Chonita le había contado de los encapuchados mentados, hasta dijo que era un castigo divino porque mucha gente no guardaba como debe ser los días de Cuaresma: 

-Allí andan algunos pecando en estos días de penitencia, por eso se aparecen esos demonios rondando las calles en la noche… – les decía la Emilia a sus vecinas y a todos los que se encontraba en el camino.

La Emilia no tenía mucha credibilidad en el pueblo, pero los vecinos la escuchaban por puro divertimento ya que contaba las cosas de forma sabrosa, como si estuviera degustando un rico burro de carne con chile.  Ya no le creían mucho a la Emilia desde que contó que el padre Moreno le había tocado el seno derecho por debajo de su blusa blanca de la Legión de María.  

Ella contó que un día de tantos, estaba sentada frente al escritorio de la oficina de la iglesia, ayudándole al padre Moreno con las cuentas de la última quermés del pueblo. El padre Moreno le dictaba desde atrás y en un momento le puso la mano en el hombro derecho, que después deslizó hacia su seno derecho gracias a que tenía dos botones desabotonados de su blusa blanca de la Legión de María…  

La gente del pueblo le creyó al padre Moreno cuando dijo que había sido un accidente. La Emilia ya no volvió a meterse en la oficina de la iglesia, tampoco volvió a la Legión de María ya que sus compañeras la veían muy feo y cuchicheaban a su espalda. 

Esta experiencia le sirvió a la Emilia para dedicar más tiempo a la venta de las tortillas de harina grandes, ya que como divorciada no le alcanzaba la raquítica pensión de su exmarido y tenía que sacar adelante a sus dos hijos, una niña en primero de secundaria y el niño en quinto año de la primaria. Y a su manera seguía propagando la fe católica aunque ya no se paraba en la iglesia. 

De cómo surgieron otras versiones de los encapuchados 

La Emilia siguió contando su versión de la historia de los encapuchados, pero en el pueblo se empezaron a escuchar varias versiones del caso, incluso se hizo tan grande el mitote que hasta los reporteros de la televisión de Hermosillo vinieron a entrevistar a la gente.

En lo que coincidían todos era que decían que era una especie de encapuchados vestidos de negro y que era un grupo como de cinco o seis, como dijo desde un principio don Jesús, pero cada vez se hacía la historia más interesante. 

Una de las versiones era que pasaban por la calle Revolución en la madrugada cargando un cajón de muertos, claro, de color negro. Pero en cuanto alguien los veía o cuando salían los perros ladrando, se iban corriendo rumbo al río por allí por donde está la Clínica de Salud y la Casa del Comisariado Ejidal. 

Se decía que el cajón de muertos estaba muy livianito, pues salían corriendo muy recio y hasta pasaban por los alambres de púas de los cercos como si nada.

Los reporteros de la televisión de Hermosillo entrevistan a la Chayo del Jando 

Dicen que la Chayo del Jando los vio por la calle de los Maestros, que es por donde vive. Venía en la madrugada, pues se le había hecho tarde en la casa de las Ramírez, donde acostumbran jugar baraja hasta muy tarde, y al dar la vuelta para entrar al patio de su casa, que va viendo a lo lejos el grupo de encapuchados:

– Venían con su cajón de muertos y como que pesaba mucho porque lo pusieron en el suelo para descansar, han de haber traído piedras… − dijo la Chayo del Jando cuando la entrevistaron los reporteros de la televisión de Hermosillo.  

La gente del pueblo no le creía mucho a la Chayo del Jando, porque tenía fama de fantasiosa. Ella decía que había visto al hombre bichi que se aparecía en las madrugadas en las calles del pueblo:  

– El hombre bichi es alto y muy moreno, lo quise agarrar para llevarlo con las Ramírez para que me creyeran, pero se me resbalaba cuando lo abrazaba, parecía que estaba todo su cuerpo embarrado con manteca Inca… 

La cosa es que a ella es a la que habían entrevistaron más los reporteros de la televisión de Hermosillo. El mitote de los encapuchados se hacía cada vez más grande. 

Juanito el jatdoquero no quiso dar entrevistas

La otra versión es la que cuentan de Juanito el jatdoquero, el que tiene su carreta allá junto al expendio frente al panteón del pueblo. Dicen que vio a los encapuchados, ya que se queda hasta la madrugada vendiendo jatdogs:

– Yo vi un grupo de encapuchados haciendo una lumbrada en el panteón, ¡no, no, no! y hasta hicieron una rueda con sal con una estrella del diablo en medio y hasta hicieron brujerías… − es lo que contaba Juanito cuando le preguntaban los vecinos por el caso de los encapuchados.  

Lo cierto es que en el panteón se reúnen muchos alcoholitos pues allí no entra mucho la policía y pueden hacer sus aquelarres junto a la tranquilidad de los difuntos. 

Dicen que cuando vinieron los reporteros y quisieron entrevistar a Juanito, pues se escondió y no quiso decir nada. La gente decía que Juanito no dijo nada, es una persona muy seria y respetuosa con sus clientes y sus vecinos. Lo que dicen que dijo fue un mitote más que le inventaron. Y lo que dijo de los encapuchados del panteón fue un invento suyo para divertir a cuanto quería escucharlo.  

El padre Moreno se queja con sus feligreses por el asunto de los encapuchados y el castigo divino 

A fin de cuentas andaba mucha gente asustada y no querían salir de sus casas en la noche, mucho menos en la madrugada, y otros lo tomaban a broma. Muchos pensaban que era un castigo divino por la bola de pecados que cada uno cargaba, como había dicho la Emilia. 

Los días de misa la fila del confesionario llegaba hasta la puerta de la iglesia y el padre Moreno se quejaba amargamente con sus feligreses porque tenía mucho trabajo, y ya estaba harto con el asunto de los encapuchados y el castigo divino, además ya se acercaba la Semana Santa y tenía que preparar a los jóvenes para las Misiones.  

A manera de conclusión 

Se decía que en otros pueblos vecinos al igual que en San Pedro Apóstol también había encapuchados, pero se descubrió que andaba una banda de vagos haciendo sus desmanes, pues empezaron a desaparecer bicicletas y tambos de gas de los patios de las casas, aprovechando que la gente andaba asustada y no salía a la calle por nada del mundo, aunque los perros se desbarataran de tanto ladrar.  

Ha pasado tiempo de esta historia de los encapuchados en San Pedro Apóstol y todavía se puede escuchar a alguna madre de familia o abuelita amenazar a los niños y niñas o a algún adolescente rebelde: 

– ¡No salgas, es muy noche,  que te van a salir los encapuchados! 

Para la gente de San Pedro Apóstol de algo sirvió la historia de los encapuchados: para amenazar y fomentar la obediencia y tener respeto por el misterio.   

Texto y fotografía por Guillermo Valenzuela Mendoza

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Sobre el autor

Nací en 1970 en Hermosillo. Crecí y corrí descalzo por las calles polvorientas del poblado El Saucito. Mientras mis hermanos y el resto de los niños de mi generación cazaban cachoras, yo juntaba chúcata y atrapaba chicharras en los mezquites. Cuando llevaba a pastar las vacas devoraba libros como “Lecturas Clásicas para Niños” y “Platero y Yo” que tenía en mi casa gracias a mi abuelo materno. Él me decía: la lectura y el estudio te ayudaran a cruzar el rio, una vez en la otra orilla serás una mejor persona. En el 2012 me gradué como Psicólogo de la Salud y actualmente cuento ya 14 años como bibliotecario y Mediador de Lectura. Me gusta leer más que escribir, pero cuando escribo expreso las añoranzas y las emociones internas en relación con la naturaleza.

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