Ojalá fuésemos capaces de saber cuándo será nuestro último día. De saber cuándo será la última vez en que habremos de despertar en la madrugada, alrededor de las cinco de la mañana, para alistarnos e ir al colegio. Si tuviésemos la capacidad de saberlo, habríamos de disfrutar hasta el más burdo desayuno cotidiano; beberíamos el jugo de naranja o el café, dejándolo caer por la garganta y sentir cómo viaja hacia el estómago; los huevos con jamón sabrían más sabrosos que nunca y no habría la necesidad de agregar un poco de sal al gusto, pues el sabor natural sería suficiente para el paladar; guardaríamos nuestros útiles en la mochila y partiríamos hacia la escuela, esperando ver a nuestros colegas de siempre y charlar, como es costumbre, sobre el videojuego de moda, el partido de futbol de la Champions o sobre qué hicimos en el fin de semana: me iré a Bahía de Kino en Semana Santa, podríamos relatarles, aunque ya sepamos que nos quedan pocas horas de vida.

Estaríamos mintiéndonos en cuanto a la realidad, pero sería una realidad dulce y sincera, esperándola cumplirse su fin tarde que temprano… o quizás fuera una cruda y amarga, meditabunda por los segundos que nos quedan, ansiosos de saber a qué sabe la muerte, qué se siente estar muerto y hacia dónde van los que se mueren. O mejor aún. Dejando a un lado el infortunio de saber cuándo moriremos, ¿no sería acaso algo maravilloso y pendenciero a la vez, saber cuándo morirán los demás? Tendríamos todo el derecho de resguardarlo entre nuestros archivos mentales, para no aturdir el estado actual de la persona en cuestión. O decirle, y ver, cómo poco a poco, va volviéndose o más feliz porque está viviendo los últimos momentos contento, o desdichado, por saber que ya se va a morir y quizás no cumplió lo que quería. No pondré las cartas sobre la mesa acerca de premoniciones, sino algo más allá de eso. Un candoroso silencio que abrumará las cobijas de un último malaventurado, en sus últimos suspiros, antes de perecer ante el zaguero juzgado, ese del cual nadie sabe nada, pero se cree saber todo: la muerte, incierta tal cual.

Los tiroteos en escuelas han sido un tema controversial desde la masacre de la Escuela Secundaria de Columbine, donde Eric Harris y Dylan Klebold, armados con ametralladora, carabina, cócteles molotovs y bombas, se llevaron la vida de quince personas más sus correspondientes suicidios. Desde entonces se han tenido rigurosos estándares de seguridad en instituciones de Estados Unidos. El 20 de abril de 1999, sobre la vista aérea del colegio que da en el cielo, se sigue perpetuando en cada mente de aquellos veinticuatro heridos que tuvieron la suerte de contarlo. Harris, después de investigaciones, resultó un desarrollo de sociopatía. Y Klebold, bajo las cortinas, que camuflaban una profunda depresión. Esta fue la quinta peor masacre en un centro educativo estadounidense pero la más recordada, al menos en nivel mundial. Las medidas se fueron incrementando en aquellos rumbos y jamás se hubieron implementado por acá, en México. No creo que pase ¿o sí?, quizás este pensamiento rondó por la mente de cualquier escéptico que no creía que, en efecto, cualquier ser humano, por más bondadoso que así sea, tiene un lado oscuro. Harris y Klebold, que sonreían a través de las cintas de las cámaras de seguridad de los pasillos en Columbine, se volvieron a marcar, ahora en territorio mexicano.

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No me contuve. Quise saber más. No me bastó el hecho de que un estudiante disparase contra sus compañeros y su maestra en el salón de clases. Sí, sí vi todas las pruebas que hubieron sido publicadas en Facebook; con sólo ver el rostro de aquellos que yacieron heridos en el suelo del salón, y todos los que pudieron escapar después del atentado, quedó algo marcado en mí, como si fuesen algo mío. Por ello, a pesar de lo que ya se sabía público, tuve que buscar más sobre el tema. La noticia era el tema principal de conversación. No se dejaron ocultar los memes, que siempre abundan en todo tipo de humor. Volvió a mi mente la canción de Pumped Up Kicks, de Foster The People, recordando a Columbine, con Harris y Klebold, mientras disparaban a sus colegas, paseando por los corredores. Se platicaba en las escuelas, en la calle, en la radio, en las redes sociales y en televisión sobre la noticia de este chico que atentó contra la vida de sus compañeros, para después suicidarse, con un disparo de un arma calibre .22 en la boca. Sí, sí. Eso era el estatuto público. El gobernador del estado comunicó de la salud de los heridos y la muerte cerebral del perpetuador, pidiendo que se dejase de compartir las fotos del ataque a través de internet. Eso era todo lo que se sabía: alguien, un chico de secundaria, había disparado un arma de calibre .22, cargando un paquete de recargas en la mochila, hacia sus compañeros y maestra, a plena luz de la mañana, casi llegando a las ocho.

Era la una de la mañana, ya hoy jueves. Aún se seguía hablando de ello. Empezaron a brotar notas sobre el chico que disparó. Sufría depresión de hacía ya hace tiempo, rápidamente recordé a Klebold. Intenté plasmarme dentro de su mente, queriendo saber qué se sentirá estar en una situación como esa, donde estás terminando no sólo con tu vida, sino con los demás, que quién sabe qué les faltaba por hacer. Pero dudé. A veces pienso que el humano no tiene corazón. Que todo es una falacia para creernos buenos. Pero fueron simples dudas que, durante un momento, ataviaron el ambiente de incertidumbre. Después se supo, a través de un noticiero, un poco de la vida personal de la maestra que fue herida. Una maestra ejemplar, al igual que una estudiante, afirmó el director, donde la maestra hubo estudiado alguna vez. Por otro lado, encontré que el compañero que se apreciaba en el video, siendo el primer atacado, había entrado en cirugía momentos después de que lo llevaron al hospital.

Las dudas siguieron apareciendo hasta que el fuerte recelo sucumbió ante la noche. Daba scrolling por Facebook cuando me encontré con el perfil personal del chico. Aparecía en una foto con su -quiero creer- antihéroe favorito, Deadpool. El chico sonreía mientras que «Deadpool” lo abrazaba con el brazo derecho, a través de su cuello. Me torné nervioso. Lucía feliz, tan incapaz de vivir formando tinieblas en alguien más. Entré a su perfil, más. Me topé con él posteando fotos en el cine, con sus familiares, en la escuela, en su biblioteca personal, en todas sonriendo, portando sus anteojos rectangulares, con los terminales de éstos de un color índigo. Él, de seguro, abrió Facebook antes de irse al colegio. Jamás imaginó que pasaría lo que pasó. Y fue imposible no sentir un poco de empatía. ¿El desasosiego deberá acompañarnos, cada día al despertar, mientras estamos atentos de no morir?

Ahora que escribo esto -madrugada- estoy claro de que fue demasiado. Demasiada empatía que compartí con el chico de lentes curiosos y mejillas sonrojadas. Demasiada inquietud al saber que él, la maestra y unos chicos más, están en un posible hospital, tratando de sobrevivir. Demasiada noche inmersa en la mente del chico que se suicidó. Me vuelvo a poner en sus zapatos y lo hago aún tratando de no voltear más allá al lado personal del momento. ¿Qué se sentirá, verdaderamente, haberse de esa manera, tan solo? ¿Qué se habrá, dentro de sus haberes mentales, pasmado por su imaginación, para llegar al momento en el que accionó el gatillo cinco o seis veces, y siete dentro de su boca para terminar con la labor? Vaya usted a saber si en realidad todo es lo que parece. Si de verdad una cerrazón cubría su vida de obstinación pura y llana. Pero, después de todo, de una cosa estoy seguro: la soledad, bajo la comprensión de quien sea que quiera cederla, es un arma de doble filo; habrá de llevarte por el camino de la certeza, obstruyendo las barreras que ésta misma te colocó en un principio, o te dejará absuelto de obligaciones morales, motivándote a ser algo que no eres y a hacer algo que, en tus puros sentidos, jamás harías. Creo que es momento, por fin, de cerrar el perfil del chico, de ambos chicos, y dejar de ver más sus rostros, para empezar a verlos como “una muerte más en el país”… Porque eso está de moda, ¿no? Aplaquémonos a la moda. Habremos de enjuagarnos la vista con un toque de realidad. Querré saber más sobre la salud del fan de Deadpool, o de la maestra normalista, pero me abstendré a simplemente mantenerlo en el pensamiento. El nublado, bajando por nuestros cielos, pronto que tarde nos llenará de soledad. Espero no ser como este chico, o como Harris, o como Klebold. Ser alguien y ya. (Cierro Facebook y termino con la empatía).

Por José Manuel Avalos

Sobre el autor

Nació en Hermosillo (1998). Es estudiante del Colegio de Bachilleres del Estado de Sonora, plantel Reforma, y colaborador del Instituto Sonorense de Cultura. Escritor y narrador. Ha participado en varios certámenes de narrativa y cuento breve, así como en el Concurso del Libro Sonorense 2016. Asiste al taller de creación literaria Altazor, a cargo del escritor Horacio Valencia Rubio.

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1 comentario

  1. LA SOLEDAD, DESESPERACIÓN, VACIÓ,TRISTEZA, DESESPERANZA,ODIO, ETC. QUE DEBIÓ HABER SENTIDO ESTE CHICO PARA HACER ESTE ACTO TAN BRUTAL CONTRA SUS COMPAÑEROS DE CLASE TUVO QUE SER MUY INMENSO, LA PREGUNTA QUE ME HAGO YO EN LO PERSONAL ES DONDE ESTABAN LOS PAPAS PARA PODER AYUDAR HA ESTE CHICO SI BIEN ES CIERTO QUE TENIA AYUDA PSICOLÓGICA TAMBIÉN ERA HASTA MAS NECESARIA LA AYUDA DE LOS PADRES, COMO PADRES ESTAMOS TAN INMERSOS EN NUESTRAS OBLIGACIONES QUE DEJAMOS PASAR POR ALTO ESOS PEQUEÑOS DETALLES QUE A LA POSTRE SE CONVIERTEN EN VERDADERAS ABOMINACIONES COMO LA QUE PASARON LAMENTABLEMENTE EL DÍA DE AYER EN MONTERREY, LA PREGUNTA QUE YO ME HAGO DONDE ESTABAN LOS PADRES DE ESTE MUCHACHO QUE CUANDO MAS NECESITABA DE SU AYUDA NO LA ENCONTRÓ PERO SI ENCONTRÓ LA AYUDA QUE TANTO NECESITABA EN UNA PISTOLA CALIBRE 22 QUE LE COSTO SU VIDA Y LA DE SUS COMPAÑEROS Y SU MAESTRA.

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