“¿Qué se siente matar, eh, Meño?”, le dijo. Pero el Meño nada más levantó la cabeza muy rápidamente, como si hubiera oído un grito allá afuera entre los árboles o alguien, de pronto, tocara a la puerta del remolque muy bruscamente. No dijo nada, se quedó pensando nomás, incrédulo.

 

Sentado ahí, como estaba, con las piernas estiradas bajo la mesa y en la cara un gesto que intentaba a todas luces parecer anodino, haciendo como si pensara una respuesta posible, la cabeza aún erguida y los labios entreabiertos, dejó que los ojos se le pegaran como ventosas al almanaque que colgaba de la pared, sin decir palabra. Había una fecha señalada con un crayón rojo, y el nombre de un antiguo conocido dentro del círculo. Luego, aunque ella le daba la espalda y continuaba sin detenerse con su ruido de trastos y cacerolas, como si hubiese preguntado alguna nadería, el Meño le dirigió una mirada en la que podía calcularse una suerte de fingimiento, de enojo mal calibrado, una débil protesta por pequeños agravios que ya no venían a cuento. Le tomó solo un segundo volver en sí mismo, como de un sueño.  Apenas hubo reparado en que era su mujer (esa ahí y en ese instante), y no alguien más (un desconocido, por ejemplo, en un bar), quien preguntaba semejante desatino, dejó que aquella súbita tensión de animal a la defensiva se disolviera poco a poco. Respiró hondo, destrabó las quijadas y las manos que apretaban el aire. Las pupilas regresaron a su tamaño normal, contrayéndose, y la opacidad del mundo se instaló de nuevo en su mirada como una nata gris.

 

“Fue como sentir un alfilerazo” (dijo después). Y es que no hace falta ser demasiado inteligente, un genio digamos, para saber así nada más por mero sentido común, se tenga poco o mucho, que una pregunta de este tipo puede tomar desprevenido a cualquiera. Aunque las palabras son casi siempre inofensivas, basta que aparezca una voluntad que las junte y ordene y diga con propósito, o a veces hasta por puro capricho, para conocer sus alcances, su perjuicio potencial, eso que siempre nos anda rondando la cabeza como un mal pensamiento. Luego ya no hay marcha atrás; no es verdad eso de que a las palabras se las lleva el viento.

 

Como fuese, lo cierto es que el Meño se quedó mucho rato en silencio, digiriendo su propia saliva, pensando, haciendo acaso allá muy dentro de sí mismo, al otro Meño, al que nadie veía o escuchaba, la misma pregunta.

 

Estaba oscureciendo. Algo como cebolla muy fresca, o papas, no importa para el caso aunque alguna cosa sería, sin embargo, chirriaba en el aceite. El foco de la pequeña cocina, débil y grasiento, estaba encendido. Quieto, debajo de la mesa, el perro. Ella de espaldas siempre, las manos al sartén, el pelo untado por el sudor a las sienes, espantándose los moscos, la jerga al hombro, insistió.

 

“¿No sabes, Meño, eh?”

 

“Pérame”, dijo él, y se quitó la camisa. “¿Qué se siente matar, eh?”, repitió el Meño para sí, sus ojos descorriendo las pequeñas cortinas sobre el lavaplatos mugroso, sus ojos saltando a través de la ventana estrellada, atravesando el zacatal del patio, esquivando cacharros, brincando luego el irregular cerco de troncos, sus ojos yéndose lejos, muy lejos, por la federal quince, hacia otra noche, otro patio, otra casa, otra cocina, subiendo de pronto las escaleras alfombradas, haciendo ruido apenas, flotando casi, hasta llegar a una habitación, abrir la puerta, y luego, recostado sobre la cama, toparse con aquel hombre en los últimos estertores de la agonía, la sangre tibia aún fluyendo rápidamente desde el centro del pecho. Y el Meño, ahí, el otro que sus ojos veían o su memoria, retrocediendo, sujetando todavía con su mano temblorosa el revólver.

 

“¿Tons?, ¿me vas a decir, o no?”, chilló ella. Y haciendo a un lado la vieja licuadora que el Meño trataba de arreglar puso dos platos con un guiso impreciso sobre la mesa.

 

Empezaron a comer en silencio. Esa noche cualquiera, la luna altísima, las luces encendidas en los otros remolques, los coches pasando en la distancia, se escuchaba tan sólo el sonido metálico de un pequeño abanico que no les daba abasto. El perro se le pegó a las pantorrillas y empezó a gemir muy despacito sacando la lengua.

 

Entonces, como si sobre el plato pudiera, de pronto, escogerse una respuesta de entre muchas posibles, al azar tal vez, u ordenar los pensamientos revueltos de súbito, el Meño separaba las papas, el arroz, los pedacitos de carne.

 

“¡Chingado, Meño, no juegues con la comida!” dijo ella.

 

El Meño empujó el plato y en un solo movimiento se incorporó de la silla. Tomó la camisa del respaldo, se la puso, y empezó a abotonarla. Ella, sin dejar de llevarse pequeñas porciones a la boca que apenas masticaba, se le quedó mirando con displicencia. Los sucios anteojos bifocales, muy grandes para las proporciones de su cabeza y demasiado graduados para una mujer de su edad, apenas dejaban traslucir sus ojillos saltones, las diminutas pecas que se le formaban al rededor los gruesos parpados.

 

“¿Ya te enojaste, Meño, eh?”, le dijo.

 

Pero el Meño, que ya estaba en el umbral de la puerta mirando hacia afuera, nada en particular tal vez, o posiblemente con los ojos cerrados, se limitó a dar un largo suspiro.

 

“Se siente miedo”, dijo por fin. Y se salió hasta el patio, y encendió un cigarrillo, y ya no comió nada.

 

 

Por Omar Bravo

Fotografía de Benjamín Alonso

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