En un viaje en carretera se me ocurrió la idea de que, si anotaba el nombre de cada uno de los puentes por los que cruzaba, tendría otra forma fácil y original de índice para un libro.

El Yaqui

De todos los puentes que hay que cruzar para llegar a Yékorah, el más alto y el más longo e imponente, el que más me gusta, es El Yaqui, que yace ahí tendido, justo para cruzar el río del mismo nombre, la arteria más caudalosa y extensa de este estado de nuestra maravillosa res pública.  Siempre que por ahí paso, me detengo a la mitad y me quedo suspendido, en el tiempo y en el espacio, durante unos cinco minutos, mínimo.

Cierro mis ojos y siento y escucho al Río Yaqui, los abro y miro hacia el sur y veo al sempiterno que se va con sus aguas rumbo al océano, no sin antes regar millares de hectáreas en valles de diversas latitudes.

Descubro cómo, aliado con el tiempo, el Yaqui ha fraguado cañones y cuevas, esculpido pilares y monolitos y entonces, respiro profundo hasta ensanchar mis pulmones, pues en ese punto no deja de soplar el viento y el gran río lo siente, lo capta y reverbera, se pone re contento.

¨No es rígido el puente El Yaqui, es elástico, te enseña a moverte, a no quedarte quieto cuando una fuerza te embiste¨, pienso mientras, me doy la vuelta, giro sobre la punta de un pié y veo y oigo al Río Yaqui que viene llenito del norte, hasta el copete, después de reposar sus aguas en dos presas; alcanzo a ver a garzas blancas y grises, caballos y yeguas, con sus hirsutas colas espantándose las moscas, golondrinas zigzagueantes que pringan al puente con sus nidos, vacas y becerros en retozo en las aguas frescas, mirtos trinando sobre corrientes saltarinas que zumban de repente.

Cólmame de energía este maravilloso y acaudalado raudal, a él me encomiendo.  A él le agradezco y, en veces, bajo por un costado y desde la orilla meto en el agua una mano, luego la otra, luego un pie, luego el otro y ya luego al torrente me lanzo para quedar inmerso, envuelto en el cauce y entonces río y sonrío y soy río, aunque sea por ciertos infinitésimos instantes y solo en mi imaginación alborotada.

Luego, me agarro de algún matorral o de cualquier risquillo y desde ahí volteo hacia arriba y en lo alto le veo las entrañas al puente El Yaqui, sus espigados pilares, sus cuarteaduras y la parte oculta de la plancha estirada que sostiene sus secretos.

Mucho más que un deleite es acampar enseguida del Río Yaqui, dormir dos o tres noches sobre sus mullidos aluviones, con amigos observar las estrellas en sus viajes a través de la bóveda celeste, ver a un meteorito encender su cauda esplendorosa, ver a Tauro, los ojos de Santa Lucía, ver a Antares, a Escorpión entero, disfrutar de la estela láctea aún más encendida por las luciérnagas luminiscentes y escuchar el canto sordino de las chicharras en frenesí.

Todo eso bajo el gran puente El Yaqui.

Texto y fotografía por Juan Enrique Ramos

Sobre el autor

Nómada irredento, originario de Torreón, Coahuila, en Sonora por más de 40 años. Escritor y tallador de madera actualmente. Pasajero de la nave tierra que próximamente acabalará 71 vueltas al sol.

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4 comentarios

  1. Amigo, excelente tu texto. Envidiable, como ya lo hemos comentado, la oportunidad que has tenido de apreciar la vida como pocos. Gracias por compartirlo, cuando sea grande viviré como usted. Saludos

  2. …estimado Enrique, de ti he aprendido algo de estadística y mucho de viajes sonorenses, todos relacionados con el agua…si ves a Tauro o Escorpión, seguro los es sentado en la constelación de Acuario…cotorreándola con Ptolomeo…te abrazo con aprecio.

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