Un temblor cimbra las mejores conciencias del otrora DF

La pluma de Toño Maya da cuenta de ello

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Ciudad de México.-

Hace unas semanas, el economista, periodista y ensayista francés Guy Sorman, denunció en un programa de televisión los supuestos abusos contra niños que cometió Michel Foucault en Túnez, cuando impartía clases en la década de 1960. La declaración pública sólo es parte de una acusación más seria de pedofilia en contra del destacado filósofo -denuncia que apareció en un libro reciente escrito por Sorman-. Y no sólo eso, sus conductas al parecer eran toleradas por varios periodistas y colegas que solían cubrir sus actividades, lo cual exhibe una conducta social sustentada por cierto imperialismo blanco. 

Y de pronto, se activaron las alarmas sísmicas de la cuadra, o al menos eso pensé antes de disponerme a gritar desaforado por el departamento. Cuando leí la declaración estaba absorto, así que comencé teclear información sobre el tema para sondear las opiniones generales y de la comunidad académica nacional e internacional. Inmutado y prendado del computador, sentí que uno de mis héroes intelectuales se cayó del pedestal, casi monárquico, en que lo había situado. ¿Imperialismo blanco? ¿Alerta sísmica? ¿Podrían ser sus libros una expresión latente de un colonialismo venido en imperialismo intelectual? ¿Delirios de un terremoto esperado? Luego, sentado en el baño, con celular en mano y la apacible calma del defraudado, comencé a recapitular los caminos por donde me encontré con Foucault, como cuando uno busca al padre anhelado que un día fue. 

Debo decir que no estoy en favor de “cancelar su obra”, como ha ocurrido con otras denuncias recientes en contra del artista Paul Gauguin, cuyas pinturas están a la sombra de los supuestos abusos de menores que cometió en Tahití, desatando varias propuestas para derogar su trabajo al expresar el punto más álgido del colonialismo francés. Sin embargo, con el caso Foucault en la cabeza me embargan profusos sentimientos ambivalentes, este escrito da cuenta de ello, (los cuales logré disipar momentáneamente con otro, el caso Alfredo Adame).

Por ejemplo, no dejo de cuestionarme acerca de los intersticios perversos y las motivaciones oscuras que podrían encubrir los escritos de su producción académica, ahora signadas, al menos para mí miopía reflexiva, bajo el velo de la sospecha. ¿Será posible que sus provocativas aseveraciones, casi doctrinarias para un susceptible lector como yo, estén de alguna manera articuladas con experiencias de abuso y vejación? ¿Tengo derecho de pensar así? ¿Alerta sísmica de nueva cuenta? O acaso ¿estoy siendo severo con mi consciencia enlodada de fanatismos discursivos? Me doy pena, pero sigo jalando de la manija cuando me reencuentro con algunos fragmentos inmaculados en su historia de la sexualidad que me sacuden, tanto por su potencia narrativa como de su enervado intelectualismo seductor: “el punto importante será saber en qué formas, a través de que canales, deslizándose a lo largo de qué discursos, qué caminos le permiten alcanzar las formas infrecuentes o apenas perceptibles del deseo, cómo infiltra y controla el placer cotidiano -todo ello con efectos que pueden ser de rechazo, de bloqueo, de descalificación, pero también de incitación, de intensificación, en suma: las técnicas polimorfas del poder”. Mi querido Foucault, ¿por qué? 

Mis primeras lecturas en torno de uno de los intelectuales franceses más importantes del siglo XX, fueron poco menos que expectantes y, mucho menos, clarividentes; la razón: ¡no entendía un carajo! Cuando desperté de mi aletargada juventud, me había convertido en un ridículo lector que entraba al cuarto de siglo con la soledad de un incauto moribundo, de cabello largo y lentes con fondo de botella, que paseaba su felina melena entre la noche de los aullidos y la balacera de una guerra impuesta contra el narcotráfico. Pero eso sí, me sentía de los pocos que erraba con ceremoniosa pleitesía por los pasillos de la universidad tomado del libro Vigilar y Castigar, en una vieja edición de tapa negra del editorial siglo XXI, la que, por cierto, pagué gracias a mis continúas escapadas al basurero de enfrente, donde solía recoger un festín de monedas andrajosas que llegaban por un extraño ritual que involucraban bolsillos rotos y escupitajos al aire. Desde luego que fueron ciertos profesores distinguidos los que me introdujeron en un mundo de instrumentos, de tácticas, de estrategias, de dispositivos y circulación de poder ocultos, que cobraban sentido al mirar por la ventana social: en efecto, estábamos celebrando la guerra contra las drogas y nadie de mi salón conocía la cocaína.

Del señor Foucault me estremecía la manera en que escribía y, sobre todo, los efectos sugestivos (diría hoy, el efecto patémico) que provocaban sus intrincadas frases: electrizantes, sobrecogedoras, envolventes y encriptadas en su laberíntico significado. Nunca fui un hermeneuta, ni un fauno descifrador de los secretos discursivos del menos avezado intelectual, pero le encontraba sentido a lo obtuso cuando me excedía en el café nocturno. En todo caso, me seducían aquellos fragmentos que pretendían describir los mecanismos punitivos, el descuartizamiento, las sujeciones y vejaciones que sufrían los transgresores de la ley durante el viejo régimen; y más aún, las estrategias narrativas que socavaban mis torpezas en el lenguaje de los cultos: “en el castigo-espectáculo, un horror confuso brotaba del cadalso, horror que envolvía a la vez al verdugo y al condenado, y que si bien estaba siempre dispuesto a convertir en compasión o admiración la vergüenza infligida al supliciado convertía regularmente en infamia la violencia legal del verdugo”. En ese momento, la modernidad, con sus flamantes instituciones jurídicas y dispositivos de poder, no me resultaba un tema interesante. De cualquier modo, sentía un extraño placer al leerlo, peor aún, pensaba que necesitaba más de ese relato patologizante que dejaba en mí, casi enfermizo, que de las revolucionarias aseveraciones filosóficas que emanaba de sus páginas. ¡Me enloquecían sus diatribas en contra de todo lo que oliera a poder! Era como leer los cuentos de Hoffmann ebrio de tecnicismos y sinagogas conceptuales. Frustrado por la incapacidad, dejaba que dicho ejemplar maullara recostado como un gato aferrado a mis rodillas. No era un lector atento, lo confieso, pero sí impetuoso, sobre todo cuando se trataba de subrayar con frenética elegancia todo el libro con marcador fluorescente. Sí, “marcador”; sí, “fluorescente”. Comprar un libro te da ese poder para someterlo a voluntad, no sólo para marcarlo sin clemencia, sino para destruir -y destituir- cualquier otro intento de lectura póstuma en la que suponemos se develarán las profundidades de la interpretación entrado en años. 

Cuando se cumplieron dos décadas de su muerte, en 2004, asistí a la casa Francia de la ciudad de México para escuchar a Daniel Defert, activista francés dedicado concientizar en torno al sida y pareja sentimental de Foucault. Llegué en metro y con sólo lo necesario para comprar un cigarrillo (el café, los bocadillos y el licor, estaban asegurados en la visita) y un par de monedas para avisar en casa que probablemente no llegaría: la razón, “tribulaciones foucaultianas mamá”, a lo cual me dijo, “te me regresas”. Si eso no era poder, estaba a un pie de emanciparme de una relación intrínsecamente desigual. ¡Ay Foucault, cuanto daño me hicieron tus invectivas! Allá me encontré con profesores, amigos, animales nocturnos, musas estridentes, ventrílocuos camaleónicos, psicoanalistas andróginos, filósofos metaleros y demás porteños exiliados que hablaban “sencillito”. Cargados con un arsenal de libros, novedades editoriales, posters inéditos del héroe, compilaciones y otras rarezas impresas, de pronto me sorprendí como uno más de la legión foucaultiana por mérito propio; mi edición de tapa negra, mi arrogancia tele-construida y el pelo enmarañado a lo Bunbury, me otorgaban dicha distinción y credenciales de sujeto distinguido. Pero estas evocaciones fantasmales son ahora virtudes de la romantización de ese pasado. A medida que pasaron los años, seguí leyendo y releyendo a Foucault, sobre todo, a tal punto que no me importaban los mundiales ni las encuestas de opinión, con tal de saber un poco más de aquel sabueso filosófico que todo lo decía. Y ahora, en medio de un atardecer señorial, me detengo un poco, miro alrededor y pienso, “por qué, por qué, por qué”. ¿Debo cancelar al héroe de mis años de formación; debo voltear la mirada y pensar que escindir su vida y obra me salvará de estos dilemas sobre el colonialismo académico; debo escribir una carta a la dirección general de desastres para reparar un posible daño intelectual? No lo sé. De cualquier modo, Michel Foucault cambió la manera en que tenemos de pensar y comprender el mundo. Es la pregunta por la relectura de su obra en medio de muchas luchas por la denuncia sobre abusos sexuales, o bien, es la orfandad que deja la caída del héroe… tal vez sí, Elisa. 

Por José Antonio Maya González

Don Michel atendiendo el teléfono. Fotografía de Artillería inminente

Sobre el autor

Psicólogo por la UAM Xochimilco, maestro en historia por el Instituto Mora y cuasi doctor en historia por la UNAM.

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