Pianos en llamas

Autor: Carlos Mal

Editorial: Typotaller/ISC

Año: 2020

Obra ganadora del CLS 2019 en el género de Ensayo

¿Usted ha escuchado “Song 2” de Blur o “The Rock Show” de Blink 182? Pianos en llamas es eso: Damon Albarn gritando sobre jets que se estrellan entre el fuego del heavy metal, pero en este libro es Carlos Mal quien nos grita con pavor sofisticado sobre los inmensos pianos en llamas con jarras de ácido que se precipitan sobre nosotros, como un castigo inexplicable. Es un libro de varios ensayos breves muy vertiginosos, escritos entre 1999 y 2019, que se leen, precisamente, en dos minutos. El tema que va estructurando la mayoría de estos textos es el de Satanás y sus significados, una entidad simbólica que es atemporal y admite ser pasada por la fragua universal de la perspectiva teológica y estética, desde su trayectoria antropológica; es lo que nos permite aún hablar modernamente de los siete pecados capitales, por ejemplo, sin que estos se consignen en la Biblia y sean creaciones muy posteriores de Padres medievales y papas desquiciados, o lo que nos permite también disfrutar películas de terror con temas de este tipo, como El Rito, o acudir con temor de quemarnos en el Infierno a confesarnos, ir a los Miércoles de Ceniza o negarnos a comer carne en los días santos, si ampliamos el tema a otras cuestiones evangélicas. 

Cuando se habla de algún libro de ensayo ganador del Concurso del Libro Sonorense (CLS, en este caso del año 2019), es inevitable poner sobre la palestra que este género literario ha sido tan mal entendido en nuestra región que se han dado premios a diestra y siniestra a trabajos académicos mal disfrazados de ensayos creativos, como un Ace Ventura que pretendiera hacerse pasar por un rinoceronte (todos sabemos qué mal terminó eso), y que oscilan entre los análisis metódicos de obras literarias y parciales análisis histórico de Sonora. De esa quema que me atrevo a hacer aquí cual el cura y el barbero de Don Quijote, salvo el brillante libro de Michel Giovanni Parra, del año 2015: Sherlock Holmes en la escena del crimen, quien hace gala de una rigurosidad de pensamiento filosófico inédita en la entidad. Pianos en llamas pertenece a este tipo de obras que se consagran al arriesgue de ideas, planteamientos bizarros y argumentos novedosos y contundentes, sin que le dé protagonismo al método de análisis, a la aburrida lógica de tesis que caracterizan a los ensayos académicos que hace años pueblan la literatura sonorense (cuando la convocatoria del CLS que lanza el Instituto Sonorense de Cultura especifica que no aceptará trabajos de ese tipo). Y que no se malentienda: muchos de estos libros de índole académica son brillantes y muchos de ellos son lecturas de cabecera, obras valiosas para nuestra tradición literaria, pero que comparten un denominador común que los aleja del tipo de ensayo “creativo” que el CLS pretende recompensar.

Tras décadas de dominio por parte de este tipo de estilo en el género que nos ocupa, podemos decir que en efecto: el Club Chufa deberá ser consignado como el origen y numen del verdadero ensayo en Sonora. Carlos Mal ofrece una generosa recopilación de escritos que no carecen de una racionalidad interna; además, Mal, a mi ver, es el ensayista actual sonorense más capaz de explicar una idea o problema complejo de forma excesivamente sencilla, a través de figuras retóricas (generalmente la comparación, el paralelismo y la metáfora) bien meditadas y en extremo didácticas: crear la ilusión de simplicidad requiere una capacidad argumentativa y de síntesis casi sobrehumana. El autor abordará temas clásicos y universales (se alejará de la peste regional y solo regresará a ella para denunciarla y tratar de corregirla) desde la perspectiva romántica, pero no de ese movimiento cliché que todo mundo ahora parece conocer más que Albert Beguin, el autor del librazo El alma romántica y el sueño, sino desde la voz cínica y de autoridad que le da su amor y apego por el “Duende Satírico”, más bien conocido como José de Larra, y el Doctor Doom de la argumentación de la España prerreformista: don Benito Feijoo. De este hereda su empecinamiento para “desengañarnos de errores comunes” y de aquel su rebeldía greñuda que le tira dedo a la Santa Inquisición. No te engañes: te prometí a Blur y a Sum 41, no a dos señores que hablan de ópera y teatro neoclásico. Imagina que tenemos la máquina teletransportadora de la película La Mosca de 1986 y metemos ahí las características asentadas de Larra y Feijoo, junto con la astucia y acidez de Christopher Hitchens y la ecuanimidad anticlerical de Anthony Clifford Grayling, el resultado sería el estilo conciso y fulminante de Carlos Mal, como un golpe del Plasma Relámpago de Aioria de Leo.

Parte del encanto de este libro es que esta serie de ensayos se encuentran encapsulados en una hábil red de metáforas: el Diablo. Se trata de un juicio cósmico (en contra de Lucifer), cuya escena del crimen es el mundo y las pistas que tenemos son la narrativa bíblica ortodoxa y la historia del arte. Y hay solo un culpable de todo lo malo que nos acontece: el Diablo, quien trata de convencernos de que en realidad ha sido malinterpretado a lo largo de siglos y siglos de sedimentación de las religiones occidentales y la cual se ha solidificado en pensamiento moral, en códigos éticos y conductas “civilizadas”. Y es aquí cuando, al terminar el libro, pensé en Carlos Mal como un Saul Goodman del ensayo. Si yo fuera parte del honorable jurado, absolvería al buen sátiro tras leer todos los escritos de este libro y condenaría al Dios Padre a cumplir con una pena ejemplar. Podrías decir que Bertrand Russell o Richard Dawkins serían mejores opciones para Luzbel, pero ellos tan solo son ateos, no son satanistas, en el buen ánimo de esta palabra. Tampoco imagino en la corte de los ángeles al buena onda de Giovanni Papini, lo harían picadillo de inmediato (quien por cierto tiene un importante cameo en el libro de Mal).

Y es que Carlos Mal se esfuerza, con éxito, en defender la idea de que tras la fachada mítica del Diablo se esconden en realidad los complejos, el dolor, el drama, el pecado, la felicidad, la soberbia, la variedad de sentimientos que le dan sentido al ser humano, incluyendo esa manifestación de la inteligencia llamada arte. Al unísono, también pone de relieve que acaso tras ese nombre del Mal se oculta un demiurgo deforme y podrido, como un ángel de Evangelion, quien goza de expandir la angustia de su injusticia en el alma humana: es decir, detrás de Dios se escondería el verdadero villano de esta serie de más de veintiún temporadas que se llama historia de la humanidad. Simón: es una vuelta de tuerca que ya Blake había postulado, incluso Aristóteles, pero que Mal lo atrae al escenario contemporáneo, pues no olvidemos que algunos de estos ensayos están escritos en la crisis espiritual del cambio de siglo, con todas las teorías extravagantes del fin del mundo que ello supuso: ¿Qué tiene que ver un cocinero que sueña con sus glorias pasadas en una canción de Ramón Ayala, “El Rey de la Naturaleza”, el gel como racismo e impostura religiosa histórica, el sacro Libro de Job como alegato para demostrar la locura de Dios como dictador, el Museo del Louvre y un cigarrillo, la datación de las rocas de la Muralla de Clodoveo en París, las obras de William Turner y el Bronzinio, las Tortugas Ninja, los libros alucinantes de Michael Mier, los alquimistas, Adolf Hitler, la literatura sonorense, el suicidio, Dios y Jesucristo, los pianos en llamas? 

Mal ha escrito un libro de denuncia sui generis en contra de las aberraciones que prevalecen normalizadas bajo códigos sociales y que provienen de la corrupta historia del cristianismo. En un siglo XX dominado por la epistemología y un XXI por la ontología, Mal se atreve a poner a primer renglón la teología y la estética, dos ramas de la filosofía olvidadas y señalas con el dedo flamígero del escarnio. ¿Recuerdan que comparé a Mal con Saúl Goodman? Si este se mueve como pez en el agua a través de las imprecisiones y lagunas de las leyes del hombre, obteniendo la justicia que el sistema penal procura por sus propias fallas, Mal lo hace en el mismo sentido, pero a través de los vacíos de las leyes de laya divina, valga la cacofonía; asimismo, comparte con el buen abogado de Albuquerque el cinismo y la desfachatez suficiente para realizar una mezcla explosiva con la pólvora pasional del romanticismo decimonónico. 

El autor pone a prueba pasajes de la Biblia hasta hacer surgir sus incoherencias e inconsistencias y nos descubre la fascinante simbología que ha permeado la historia del arte: o sea, nos devela los discursos “bonitos” de la mentira. Mal reconoce perfectamente este gran código de la mátrix que el pensamiento religioso ha zurcido y puesto como una máscara de Hannibal Lecter sobre el rostro cicatrizado, llagado y pestífero de la historia de la humanidad: el binarismo que en el lado del bien coloca a Dios; en el de la maldad, al Diablo, de forma inamovible e incuestionable. Esta división, para el autor, en lugar de granjearnos un balance, como a los jedis sí, nos ha garantizado el caos y la autodestrucción como una raza guiada más por lo sagrado que por lo científico. 

Satanás se revela, entonces, como el Prometeo que nos acercará al conocimiento, que cortará los viejos grilletes de la juventud: en la película The Witch, de Robert Eggers, la cabra satánica, tras preguntarle a la protagonista qué es lo que desea, esta le devuelve sabiamente la pregunta y le cuestiona: “¿Qué es lo que me puedes ofrecer?”; el Diablo responde, en una espiral de preguntas retóricas que son, en realidad, sentencias que revelan la Verdad, con mayúscula: “¿Quieres sentir el sabor de la mantequilla? ¿Un lindo vestido? ¿Te gustaría vivir de manera deliciosa?”. Mal apuntaría como Leonardo DiCaprio a la televisión y diría, exacto, ese un Señor Oscuro decente, un liberador mundano, una figura sencilla que destaca contra la densa silueta del Creador trascendental. Anthony Clifford Grayling, a quien mencioné al inicio de este texto, ha pronosticado  que el periodo entre el siglo XVI y el final del XXI, será visto como el del fin de la injerencia de las religiones, por lo que no estoy tan seguro que el presente siglo sea, en la filosofía, dominado solo por el pensamiento ontológico: sin una justa dosis de teología y estética, el fin de las religiones será solo una quimera. Este es el valor más importante de este gran libro de ensayos, más allá de las brillantes vueltas de tuercas que cada texto nos depara, de su lenguaje ameno y juvenil, elegante, pulcro y envolvente, o de esa fusión fascinante entre la crónica y el ensayo, entre la poesía y la confesión, entre los estudios culturales y la hermenéutica, entre la argumentación rellena de alocadas referencias culturales y las conclusiones que desafían todo prejuicio regional o costumbrista: su vuelta al pensamiento cristiano de los textos sacros y el duro cuestionamiento a sus aberrantes vestigios aún latentes en nuestra cultura; pero sobre todo a su cariz benevolente y humanista (enamorado del mundo clásico y romántico), su amable rescate de lo poco bueno que nos queda como habitantes del reino de este mundo.

Por Hugo Medina

Imágenes de Carlos Mal

Sobre el autor

Licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad de Sonora y maestro en Letras Españolas por la UNAM. Ha obtenido, en diversas ocasiones, el premio del Concurso del Libro Sonorense en poesía, cuento, ensayo y novela.

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1 comentario

  1. soberbia reseña que abona todavía más a una obra del todo estimulante para el intelecto y para la reflexión. Pianos en llamas es divertido, alocado, cosmopolita, retador, extravagante y aterrizado como debe ser un buen ensayo.

    este libro no es una blanqueada ni un juego sin hit ni carreras ni un juego perfecto. tiene sus bemoles, pero es un buen libro, sin duda.

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