Brasilia, Brasil.-

Uno de mis principales recuerdos de los primeros años escolares está relacionado con la celebración de un día de las madres. Me acuerdo que teníamos que escribir un mensaje de felicitación para nuestras mamá por su día en una hoja colorida y en forma de corazón. Sin saber muy bien qué decirle a mi mamá, recuerdo haber visto a todos mis compañeritos de primaria escribiendo: “¡Mamá, eres una rosa!”; “¡Mamá, eres una margarita!”. Decidida a hacer mi propia metáfora sobre lo grandiosa que era mi mamá, escribí con la caligrafía chueca de una niña que ensaya sus primeras letras, pero también con toda la emoción del mundo: “¡Mamá, eres un coco!” y dibujé una palmera grande llena de pelotas color café entre sus hojas. Quizá en mi cabeza, mi mamá era fuerte por afuera, pero dulce y blandita por dentro y, sobre todo, fuente de pura agua dulce. 

Y así seguí en la vida, mirando y sintiendo distinto al promedio de la gente, por lo menos de mi gente, de mi rancho. Y así llegué a México no sin antes sufrir con las preguntas hechas por mis paisanos: “¿Y por qué no vas a estudiar en Estados Unidos?”, “Pobrecita, ¿México, pero por qué? ¿No te hartarás pronto de allá?”. La verdad, es que hace mucho que ya no intento hablarle a un promedio de personas grises y desencantadas de la vida que a mí me importa más la gente que los paisajes o las cosas. Ando harta de explicar que hay mucho más allá en México que el sombrero de charro, el tequila o las playas de color azul cielo límpido.

Todo eso habla poco de mi México. Nunca fui parte de grupos, ni tuve más que pocos amigos cercanos, pero fui educada desde niña por mi mamá (esta que se parece a un coco) que el encanto de vivir se encuentra en el otro, que la magia de la vida está en saber mirar a las otras personas y aprender a comunicarse con ellas de corazón a corazón. 

Es apenas con este reconocimiento, el reconocimiento de la otredad, que uno puede vivir en un mundo que tiene sentido, un mundo lleno de encanto. México siempre fue para mí el auge de un encantamiento por lo humano, un espacio privilegiado de interacción y experimentación existencial gracias a su infinidad de personas, individuos, colectivos (lo que sea), algo que permitió en mí misma un (re) encuentro con mi propia humanidad. 

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Creo que sería imposible explicar a una gente gris y desencantada que la magia diaria se pasa, sea en México o en otro lugar cualquiera, cuando uno se dedica a hacer un buceo profundo en el río humano que se cruza ante su propia mirada. Creo que uno logra recuperar su humanidad y repiensa su sentido del otro, así como de su lugar en el mundo cuando, por ejemplo, toma el metro exclusivo de uso femenino de la Ciudad de México. 

Para mí era una verdadera clase de humanidad tomar el metro muy temprano en la mañana y acompañar la destreza matutina de incontables mujeres en peinar, moldear y pintar sus pestañas en pleno movimiento del vagón. Yo, quien iba a la universidad un tanto despeinada, con ojeras y cara de quien había dormido mal, sentía cierta envidia de la habilidad de las mujeres mexicanas para utilizar las cucharas para resaltar sus cejas, sus largas pestañas y sus bellos ojos castaños. Confieso que celebré secretamente la felicidad de la vendedora ambulante de maquillaje que, llevando a su hijito dormido en la espalda logró vender casi todos sus productos antes de las diez de la mañana. 

Sin embargo, algo de este escenario matutino me causaba extrañeza. Me parecía raro que toda la belleza de las mujeres mexicanas estuviera concentrada en la mirada. Yo que vengo de un país tropical, no entendía mucho porque resaltaban tanto el maquillaje y no el cuerpo y daba igual que fuera un día soleado pues yo las veía siempre vestidas con ropas pesadas, botas, abrigos y pantalones de mezclilla. Poco a poco entendí que esas mujeres también eran mujeres-coco, cuyas ropas gruesas deberían disfrazar las curvas y los formatos femeninos para no estimular la imaginación de una sociedad machista. 

Su maquillaje no dejaba de ser un poco una pintura de guerra, un ritual matutino y diario antes de enfrentar la batalla por la sobrevivencia. Poco a poco entendí también, que a pesar de que la mirada es su espacio de expresión corporal, de fuerza y de hermosura, era imposible para muchas no bajar los ojos ante la mirada insistente de algunos hombres sobre ellas. Entre la duda de si ellos las miraban como mero objeto o si reconocían su humanidad, era preferible desviar los ojos, apresurar el paso y seguir firme hacia delante, cerrándose cada una en su cascara gruesa tan típica a las mujeres-coco.

Mamá con hijo en la espalda en San Cristóbal de las Casas

Pero avanzo un poco más en las maravillas humanas que tuve la suerte de encontrar en México, en mi México. Me acuerdo de un día en que fui a un mercado en alguno de esos pueblitos mágicos (tanto por definición turística como por la magia real que se pasa en algunos de ellos). Caminando despistada como siempre, me topé con un tianguis de frutas minúsculo y en una esquina tortuosa y confusa cerca de la plaza principal de la ciudad. Carros iban y venían casi pasando por encima de mí y de los varios cachorritos que estaban al pie de su dueña, la vendedora. Fue desviando a uno de los carros e intentando salvar a uno de los perritos que mis ojos se entrecruzaron con los de la señora que vendía las frutas. Puedo decir que nuestra conexión fue total e instantánea, quizá, así como de la mamá que mira su niño por primera vez después del alumbramiento. 

La comerciante era una anciana indígena, chaparrita y muy flaquita, con trenzas de cabellos muy blancos que me dieron la sensación de que fueron entramadas cuando ella había sido niña y seguían ahí hasta hoy. A pesar de su piel muy arrugada, me imagino que ella debería tener edad muy avanzada (seguramente muchos de ellos trabajando bajo el sol), ella tenía algo jovial. Especialmente sus ojos, eran muy vivos y brillantes como dos luceros listos para iluminar el mundo a su alrededor. 

Nuestra conversación fue larga, aunque ella hablase conmigo en su lengua materna, mezclada con una que otra palabra de un español tan malo como el mío. Sin embargo, de modo encantado y sin cualquier explicación razonable, nos comprendimos mutuamente y podríamos habernos quedado por horas hablando de las frutas y sus propiedades, sin miedo del mañana. Ella me tomó de la mano y me explicó que la toronja era para limpiar la sangre y adelgazar, la granada para rejuvenecer y dar energía, el mamey para el cabello… 

Mientras me enseñaba el secreto de sus frutas, ella me hacía cariño en la mano y me sonreía con bondad, como pensando “esta güerita nada sabe de la vida de verdad”. Seguramente ella tenía toda la razón. Si acaso me confundía y mezclaba la propiedad de las frutas, ella me regañaba muy seria, pero segundos después me sonreía, al ver que yo finalmente lograba repetir para qué servía cada una de ellas. Al despedirnos, tomó mi rostro entre sus manos y me dio besitos en cada una de las mejillas. Su piel era árida como un coco seco, pero el corazón blandito y su sabiduría era agua dulce en mis oídos. Quería llevármelos a ella, el tianguis y los cachorros conmigo, pero me contenté con algunas frutas y todos sus consejos. Nuestro encuentro fue tan iluminado que su nombre se me escapó de la memoria. Pero no importa, no tengo dudas que quizá era Tonatzin o tal vez Lupita. 

La gente a la que llamo “desencantada” es la gente que no tendría ojos para ver o entender este tipo de belleza de la que hablo. Es gente que mira pero que no ve. Son personas así que costumbran despersonalizar a otros seres humanos y que quizá confundan personas con objetos, o monumentos con gente de carne y hueso. Algunos desencantados llegan al extremo de la confusión cuando acosan niñas, violan mujeres, exterminan grupos indígenas y comunidades tradicionales, incendian y destruyen la gran Madre Naturaleza. Este tipo de personas no se dio cuenta de que no somos hechos de cemento o hierro, somos más como plantas. Crecemos, enraizamos, nos abrimos en flor, damos frutos, marchitamos y volvemos a ser simiente. Somos materia orgánica, mutable, transitoria y finita. Quizá su gran dificultad consista en no saber mirar. Creo que ellos tienen miedo de perderse en el fondo de los ojos de otro ser humano e identificar allá adentro la humanidad compartida por ambos. A lo mejor, esta gente gris no tuvo una mamá que se pareciera a un coco, capaz de enseñar con cierta firmeza y también mucha dulzura el valor que hay en todo ser viviente, que hay que mirar a todos de modo generoso, más allá de cualquier juicio. Una mamá que les enseñara el lenguaje secreto del mundo natural y que les instruyera a ver que todos somos flores, frutos y semillas, seres perecibles, pero únicos en sabor, color, y en la vida en si misma.

Texto y fotografía por Carolina da Cunha Rocha

Vendedora de muñecos en San Miguel de Allende

Diseño mural en las calles de Papantla

Sobre el autor

Fotógrafa amateur, flâneuse profesional.

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9 comentarios

        1. Parabéns Crónica Sonora! Carolina da Cunha Rocha é uma cronista 5* , muito doce, humana e cheia de valores, estes valores foram transmitidos no berço por sua mamã «Coco». Adorei o texto!

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