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No quería jugar, aun cuando me gustaba jugar a los quemados con mis primos, y eso era raro, porque a mí sí me gustaba jugar, no como a mi hermana Lorena que cuando le empezó a salir busto dejó de querer jugar a la doctora en El Viejo Oeste. Cuando aceptaba se desparramaba en el sofá de dos plazas sin prestarme atención. Inventaba que había sufrido un golpe muy fuerte al caer de su caballo y que estaba en coma. Yo me enojaba mucho porque a pesar de estar en coma usaba su celular, yo le reclamaba y entonces decía que ya había terminado de mensajear y se ponía los audífonos. Jugar con ella no era divertido, a diferencia de lo que era con mis primos. Además, en El Viejo Oeste no había celulares; Lorena era una tramposa. Una vez le reclamé: 

― ¿Por qué ya no quieres jugar?-

―Estoy grande, tengo quince, comprende Gaby.- 

―¿Por qué los grandes no juegan?-

―Los grandes tenemos otros tipos de juegos, tienes seis años, cuando crezcas entenderás.-

Luego se levantaba y decía que había muerto. Tomaba el papel de doctora por un breve instante y me daba la noticia. Entonces, así como en las telenovelas, yo me tiraba al suelo gritando: ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?!, y ella se marchaba.

Sus amigas llegaban por ella y no la volvía a ver hasta muy entrada la noche. Por eso prefería jugar con mis primos, ninguno de ellos caí en coma nunca y tampoco me dejaban por sus amigos.

Y aun así aquella vez no quería jugar. Además, ¿se valía caer en coma en el juego de Los Quemados? ¿Y si le preguntaba a Lorena? ¿Dónde se había metido?

Deslicé la vista sobre el patio, mi hermana estaba cerca del asadero junto a un muchacho, él estaba de espaldas a mí. Lorena lo abrazaba, ¿sería un amigo? Enfoqué la mirada pero no le vi la cara, Lorena lo tomó de la mano y se fueron rumbo al portón… 

Erick corría entre los rosales persiguiendo a Pablo y Omar, con las manos por delante intentando tocarlos. Azucena y Lupita se escondían detrás de la camioneta de nuestro tío Mario. 

El patio de la abuela era amplio. Tenía una huerta al fondo, con limoneros y naranjos. Los naranjos estaban verdes, todavía no era temporada, pero a veces mis primos y yo los arrancábamos y nos los comíamos así. 

Me senté en la tierra. Y entonces una mariposa negra de enormes alas me pasó por enfrente, se detuvo en el tendedero de mi nana y yo me paré a observarla. Los rayos del sol lamían sus alas y, cuando las agitaba, podía ver iridiscencias de color púrpura y rosado…

Un grito me distrajo, era Azucena huyendo de Erick. Alargué la mirada hasta alcanzar el manzano de mi abuela, más allá, hacia el portón blanco había un enorme baúl cerrado y, mientras mis primos se divertían, los adultos se arrebujaban alrededor del lúgubre cajón, con los ojos hinchados y llorosos. Los grandes recogían sus lágrimas y tallaban sus párpados, como aquella vez que mi mamá coció chile y Lorena tuvo que salirse de la casa porque no paraba de toser.

También estaba mi abuelo tomando de su botella sin fondo, siempre la traía consigo, era su elixir de la felicidad, quizás se la había robado a algún duende o a una hada, porque de verdad lo hacía feliz, reía todo el tiempo, aun ahí recargado en la pared, balbuceando. Algún día conseguiría mi propio elixir, quizás así ya no me volvería a sentir incómoda, sólo esperaba que no apestara tanto como el elixir del abuelo.

Todo el lugar me parecía como un reino encantado dividido por una maldición; alegría de la huerta al manzano y después muchas manchas negras y tristes. Un velo invisible nos separaba con su hechizo.

Los adultos estaban serios mientras mis primos reían. Se sentía incorrecto. Cuando mis papás me subieron al auto no me explicaron nada, sólo parecía que era una visita común a la casa de la abuela, pero aquello no tenía nada de común. 

― ¿No vas a jugar?― Me preguntó Pablo. 

En ese entonces mi primo Pablo y yo éramos los mayores de entre todos los primos, teníamos la misma edad pero no nos sentíamos de la misma manera, él se veía cómodo con todo aquello. 

Negué con la cabeza y caminé hacia los adultos, hacia el cajón extraño, tratando de que mi mamá no me viera. Ella decía que los niños no debían meter sus narices en asuntos de adultos y aquello parecía serlo, pero ir con ellos era lo único que se me ocurría. 

Estando en tierra de gigantes, aquellos de ropa obscura moviéndose a pasos lentos, me sentí igual, incomoda; además ¿Por qué  vestían de negro? ¿Era su uniforme? Cuando yo iba al preescolar usaba un uniforme, falda azul y una camisa blanca; pero el uniforme de los adultos era feo, le faltaba color y brillo. En adición, alguien había puesto unas flores sin chiste, blancas y aburridas, si hubiera dependido de mí hubiera elegido unas de colores rosas, azules y amarillas. Quizás así todos se verían menos apachurrados.

La tía Carmen apretaba un rosario, muy parecido a como me apretaba los cachetes cuando me veía. Susurraba una plegaria y la tía Josefina y su esposo Ignacio hacían lo mismo. La gente hablaba en murmullos. También había desconocidos, ¿qué hacían todos ahí? 

Me acerqué al cajón sellado y lo palpé por un costado. Alguien puso su mano en mi hombro, miré hacia arriba y ahí estaba mamá, con su cabello corto hasta la barbilla y una expresión impasible.

― Cariño, ve con tus primos.- 

― No quiero.-

― ¿Por qué no?- 

― No sé.-

― Anda ve, allá están los niños.― Dijo señalándolos.

Caminé hacia mis primos mientras mamá observaba, entonces me quedé parada frente a la puerta de la casa. Yo no encajaba ni con los niños ni con los adultos, quizás si entraba habría una persona igual que yo, con suerte alguien que me explicara qué estaba pasando. Indecisa posé la vista en mis zapatos de charol unos minutos y entonces me animé a pasar al interior. 

La primera habitación era la sala, estaba vacía, así que fui a la cocina. Otra vez  nada. Avancé hacia el cuarto de juegos donde mi tata veía los partidos de fútbol y después revisé los baños. Comencé a pensar que estaba sola cuando, al atravesar el pasillo, surgieron unas mariposas negras revoloteando majestuosamente hasta el cuarto de mis abuelos. Eran mensajeras mágicas que me guiaban a mi destino.

Me asomé y las mariposas se desvanecieron, cayeron sus alas como pétalos flotando en descenso hacia el suelo. Adentro, sólo percibía la débil silueta de una mujer. La luz de la ventana iluminaba levemente el interior, brindando contornos de sombras y misterios. 

Ella lloraba y de sólo escucharla yo me puse muy triste, sentía el corazón encogido como cuando los vecinos decían que mi perrita Wawa estaba fea y a mí no me importaba porque yo la amaba. La había rescatado de la calle y para mí era hermosa. Mi tía Leonora también era hermosa, o solía serlo; en esa ocasión su sonrisa estaba vencida como si una mano invisible la hubiera jaloneado hasta convertirla en un puchero. Sus mejillas estaban huecas y por un segundo temí que fuera un fantasma. Me miró por un momento y se cubrió la cara con las manos. 

Di unos pasos hacia ella y acaricié su nuca. 

―¿Por qué lloras?-

―Porque Eduardito, mi hijo, murió.― Explicó entre sollozos cortados.

No supe qué decir, hasta que recordé lo que papá me dijo cuando murió mi Wawa: él había dicho que estaba en el cielo y que era muy feliz. Yo pensaba que aquel lugar era precioso, que todo mundo estaba contento siempre. Imaginaba a mi Wawa comiendo chocolate. Cuando vivía, mi papá me advertía que eso era malo para los perros, por eso solo le daba muy poquito. Recordaba cómo se relamía los bigotes del gusto. De seguro en el cielo tenía todo el chocolate que quería. Quizás por eso ella no había vuelto.

―No estés triste, tía. Él ya está en el cielo.- 

Pero lejos de darle consuelo, mis palabras sólo la hicieron sentir peor, un grito se le escapó del pecho y una fuga de agua se filtró desde las cuencas de sus ojos.  

Yo la abracé y por un momento me sentí molesta; no entendía bien eso de la muerte, pero si mi primo Eduardito era como mi hermana, quizás había fingido su muerte, o estaba en coma. 

Eduardito seguro se había ido con sus amigos. Llegaría a mitad de la noche igual que mi hermana. Ella también había tenido un cajón y aun así siempre aparecía al pie de mi cama. 

No me gustaban los juegos de las personas grandes; en ellos no había risas, ni fantasías, sólo cuerpos grises y mariposas negras.

Por Tania Yareli Rocha

Acuarela de Melanie Arias

Sobre el autor

Nacida en Heroica Caborca, Sonora, el 25 de octubre de 1992, tiene cuentos publicados en portales literarios (como este, dice el editor), es escritora aficionada y ha acudido a talleres de escritura creativa.

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