Un monstruo don Miguel, y un bólido también, a decir del Hector Islas, que ha regresado con bombo y platillo a esta casa editorial

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Ciudad de México.-

Me pide de sopetón Benjamín Alonso, amigo y patrón de Crónica Sonora, que improvise unas cuantas líneas a propósito del lamentable deceso del Dr. León-Portilla. Aquí van.

Miguel León-Portilla era un bólido. No sólo su fecundidad intelectual resultaba admirable (fueron más de cuarenta libros, cientos de artículos y vaya uno a saber cuántas participaciones en coloquios, conferencias, cuerpos colegiados, proyectos editoriales, cursos, traducciones y otras empresas), sino que escucharlo departir (en clases, entrevistas, charlas informales; ahora, tristemente, sólo en grabaciones) provocaba de golpe algo más hondo que un mero interés erudito, pues embelesaba con algo que más bien rondaba el compromiso amoroso y quizá el ímpetu del misionero, no ajeno a quien reconoció como su primer y gran maestro, el padre Ángel María Garibay, y muy en línea con esos humanistas novohispanos que admiró y sobre los que escribió años después: Clavijero, Sahagún, Quiroga, las Casas… 

Don Miguel combinó diversas disciplinas humanísticas con virtuosismo y en buena medida redefinió en nuestro país el oficio del historiador, ese “filósofo del tiempo”, es decir, alguien que no sólo inquiere sobre lo ocurrido durante cierto tiempo, sino que trata de integrar una imagen coherente de esos sucesos y hurga a la vez sobre su sentido. Su legado más profundo, qué duda cabe, fue rescatar y propagar la palabra más antigua de Mesoamérica, el impresionante cuerpo literario de la cultura náhuatl y de otros pueblos que habitaron en estas tierras antes de que México fuera México. Desde su tesis doctoral de 1956 en que recopila y analiza los textos filosóficos de los nahuas (y que “hizo mal hígado a algunos”) hasta sus deliciosas disquisiciones sobre la erótica náhuatl (2019) y pasando por su Visión de los vencidos (su bestseller indiscutible), León-Portilla hizo más que nadie por hacernos cercanos y grandiosos a los pueblos prehispánicos, tantas veces deformados por el prejuicio, la ignorancia y las historias oficiales. En sus páginas, y sin rechazar los datos escabrosos ni  la crítica de las fuentes tanto indígenas como españolas, los primeros mexicanos se atavían con prendas que no desmerecen ante los lustres de antiguos griegos y romanos, chinos o persas. Tampoco ante a los conquistadores ibéricos. Y ojo: los indígenas actuales también le merecieron respeto, admiración, años de estudio y hasta de defensa de sus derechos. También creyó ver en algunas de las costumbres e instituciones de los indios un baluarte contra las tendencias más deshumanizantes y depredadoras de la globalización capitalista.

Con respecto a la leyenda negra y el entuerto de la conquista, León-Portilla acuñó aquello del “encuentro de dos mundos”, expresión que le trajo críticas de no pocos nacionalistas empedernidos. Sin embargo, nunca quiso con ella minimizar ni justificar la violencia o el despojo, intrínsecos a todo acto de conquista, según se apresuraba a señalar. “Encuentro” es más bien un término que se quiere amplio para connotar “coincidencia de dos cosas o personas en un mismo lugar”, pero también “choque, enfrentamiento y lucha de quienes combaten; y también acercamiento y aun fusión”. Con ello se buscó tomar en cuenta las acciones y la perspectiva de todos los participantes, de los diversos vencedores y vencidos. Según este enfoque, el Quinto Centenario no podía ser motivo de celebración, aunque sí una oportunidad para “promover la reflexión y el estudio acerca de las múltiples implicaciones” de ese proceso que aún nos confunde. 

Para León-Portilla la historia no era ni podía ser un lujo. Al margen de su valor intrínseco (que también defendió), la historia sirve para definirnos, para delimitar nuestra identidad. Varias veces comparó al individuo que ignora sus orígenes con un despistado que se acerca al mostrador de una aerolínea sin boleto en el bolsillo y sin saber a dónde va ni de dónde viene. Para alguien así, el remedio tiene que ser la historia, su historia, esa historia que debe procurar conocer y hacer suya. Diría que para don Miguel son dos los componentes necesarios de la historia, dos elementos que debemos saber combinar sin confundirlos: objetividad y convicción. O, si se quiere, conocimiento y apropiación. Sin convicción la historia resulta algo inerte, un mero ejercicio académico, mientras que prescindir de la objetividad conduce tarde o temprano a visiones ideológicas que suplantan las complejidades y riquezas del pasado y justifican políticas que convienen a minorías poderosas. Pero confundir ambas actitudes, y que nuestras ganas de creer dicten lo que fue y lo que somos, distorsiona nuestras identidades. Ya se ha dicho que los mexicanos, antes que historia, lo que en realidad queremos son mitos, relatos edificantes de buenos contra malos. Una de las varias aportaciones de Miguel León-Portilla ha sido justo ponernos ante un espejo que nos ha devuelto una imagen bastante más compleja y profunda de nosotros mismos y de nuestras múltiples raíces culturales (indígenas, europeas y aun asiáticas y africanas). Somos la consecuencia de esos mundos que vinieron a encontrarse (a coincidir, chocar, luchar, fundir) en esta región del planeta pero también somos algo más, diferente y original. “También”: una palabra que tanto nos cuesta emplear a la hora de definirnos y que don Miguel siempre usó sin recelo  a lo largo de su generosa vida intelectual.

Por Héctor Islas Azaïs

Don Miguel en un óleo sobre tela de Fernando Lezama

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Sobre el autor

Filósofo, ensayista, editor y traductor cajemense. También le hace a la promoción cultural y ha sido profesor en diversas instituciones de educación superior en Hermosillo, Cajeme y la Ciudad de México. Lleva ya un rato trabajando en la UNAM. Se obsesiona con la ética y la filosofía de la religión, aunque en su siguiente vida quiere ser compositor o novelista —o, si las anteriores opciones fallan, cronista de béisbol—. Últimamente le ha dado por averiguar cómo hacerle para que la filosofía vuelva a ser una actividad relevante en los espacios públicos y educativos.

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