La lección de los redwoods

En nuestro viaje por la carretera estatal número uno, en California, nos llevaron a un bosque de redwoods, muy cerca de Santa Cruz. Es un paseo emocionante y maravilloso. Hay que entrar en la montaña, subir, alejarte un poco de la costa, recorrer sinuosas curvas, lleno de senderos, casas en el bosque, Caperucita, recovecos, escondites, huertos orgánicos por doquier…

Al llegar al parque bajas del automóvil y te internas por brechas entre los gigantescos árboles. Transcurre como media hora mientras recorres la ruta. En la caminata pasas por el árbol madre y el árbol padre,  puedes meterte dentro del árbol madre, en un gran hueco que tiene en su base, y luego salir por el hoyo de la corteza en forma de vagina, de manera que simulas un renacimiento y lo ejecutas en la práctica. Yo salí de cabeza en parto normal renovado.

Por supuesto quedas con la boca abierta y el cuello torcido al tratar de alcanzar con la vista las últimas ramas de estos redwoods. Y luego que descubres que crecen uno enseguida de otro, formando circunferencias casi perfectas, entiendes de volada, de balazo, de bolón pimpón, las ventajas de la unión, de estar juntos, sobre todo si quieres sobrevivir y llegar muy alto sin caer. Los redwoods resisten  los vientos, las nevadas, las plagas, los incendios, las alturas y los años, pues suben a más de cien metros de altura y viven por más de mil años. Es realmente cimbreante estar junto a un seres vivos con esas edades, pensar que permanecen en su lugar desde que Colón llegó a este continente.

La lección de Yountville

Yountville es una ciudad pequeña, ubicada muy cerca de Napa, en el valle del mismo nombre, en California centro norte. Se llama así porque su fundador fue un bato de origen sajón y apellido Yount que ahí construyó su asentamiento. Él era un hombre de los bosques, como dice su estatua, sabía cazar y pescar. Y convivió con los nativos de entonces, alrededor de 1800, que estaban ahí desde hacía unos diez mil años.

En la orilla más al norte de nuestro periplo por California, en los linderos de Yountville, topamos con un huerto al aire libre de una media hectárea de superficie y lleno de cultivos, entre los que destacan las especias y las verduras. Hay en el huerto una jaula en la que habitan unas veinte gallinas y un par de gallos. Todo ello es para producir alimentos para un restaurant que está enfrente del huerto, en el que una cena cuesta quinientos dólares y para acceder a ella hay que estar en lista de espera unos tres meses.

Yo, que cultivo un huerto contiguo a mi casa, y que gozo de la ingesta de frutas y verduras que no pueden estar más frescas pues las ingiero segundos después de cortarlas (está mañana comí bocados de brócoli, lechuga, chícharos y rabanitos), me siento más afortunado que quienes cenan en ese lugar, pues aparte participo en el cultivo de las hortalizas. Pero no estoy tan contento, porque aún me falta convencer a mi compañera para que me deje tener una jaulita (aunque sea de la décima parte del tamaño de la que está en Yountville) para tener ahí unas gallinas que pongan sus huevos.

Texto y fotografía por Juan Enrique Ramos

Sobre el autor

Nómada irredento, originario de Torreón, Coahuila, en Sonora por más de 40 años. Escritor y tallador de madera actualmente. Pasajero de la nave tierra que próximamente acabalará 71 vueltas al sol.

También te puede gustar:

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *