Estoy molesto. Estuve trabajando turnos dobles y ahorrando un año entero, haciendo los sacrificios necesarios para mudarme a trabajar a otra ciudad, y todo para nada. Incluso, ya había ido a una entrevista a la capital. El trabajo era mío hasta que el coronavirus hizo su aterrizaje indeseable de mi lado del mundo. Ahora, ni me contrataron y me descansaron en mi empleo actual sin goce de sueldo. Con la cuarentena no hay suficientes clientes en el restaurante, por lo que no soy solvente como empleado. Me sobo la frente con los dedos y alejo esos pensamientos. 

Vamos sendereando con nuestros tenis y cachuchas. Trepamos por unas rocas, haciendo a un lado las ramas espinosas de los mezquites. Paramos en una superficie plana un momento y mi amigo Ricardo hace una pausa antes de hablar:

―Traigo ganas de ver a mi prima María Luisa.

―¿Está panzona, no?

La recordaba blanca hasta los huesos y con su cabello azabache. 

―Sí, por eso se cuida mucho. De por sí ya era embarazo de riesgo, pues ahora se la lleva encerrada en su casa con los pelos de punta. Con decirte que corrió a su esposo hasta que acabe la cuarenta. Con eso de que es médico en el hospital general, no se quiso arriesgar. Se estará volviendo loca.

Salté de una roca a otra manteniendo el equilibrio y me reí.

―¡Para locas mi mamá!

Se dedicaba a hacer tamales para vender con su comadre. Estaban en la cocina amansando mientras yo tomaba café en mi taza especial de carita feliz. Mi primita Yareli le había dibujado un cubrebocas con esmalte de uñas azul y no me había dado tiempo de rasparlo.

Los dedos regordetes de Doña Blanca se hundían en la masa y de tanto en tanto se limpiaba el sudor de la nariz con un paliacate naranja que traía colgado en el cuello.

―Yo no creo en el coronavirus, son puros inventos.

Medio sonreí, su actitud me parecía infantil, como cuando un escuincle dice no creer en el chupacabras o en la llorona.

El dúo con su maestría y especialidad en nada, aseguraba que todo era una cortina de humo. El lunes era una conspiración del gobierno, el martes, masónica y el miércoles, illuminati. 

Doña Blanca decía que si el coronavirus de verdad existía ya estaba protegida, puesto que tenía en su poder una medallita de San Pantaleón, el santo de los enfermos.

No sé qué habrá sido, el destino o la manera burlona que tiene la vida de enseñarte lecciones, pero Doña Blanca fue el primer caso de coronavirus en el pueblo. Cuando mi mamá se enteró llegó con dos paquetes de cubrebocas, casi me echa desinfectante en la cara y puso un gel antibacterial tamaño jumbo en la puerta de la entrada.

No pude resistirme y le pregunté en tono burlón: 

―¿Y dónde quedó tu conspiración masónica?

Se enojó tanto que me tiró un chanclazo, lo esquivé y se desquitó con mi gato Picasso. Ella sabía que no dejaría que se hiciera daño, así que cuando me lo aventó, me quede quieto, y del susto, el felino me arañó el torso y los brazos.

Desde entonces mi mamá no me deja salir más que a hacer senderismo. Cada vez que me acerco a la puerta se asoma a preguntar: 

―Jesús, ¿A dónde vas?

Se ha puesto paranoica, mandando audios de WhatsApp a Santa María y todo el mundo, alegando que la gente no entiende la gravedad del coronavirus.

Yo la ignoraba, me ponía mi calzado, una cachucha y me iba con la mochila al hombro. Ya estaba harto de oír del tema, en las redes, los periódicos y la gente.  

Ricardo y yo seguimos subiendo el cerro en silencio. Para alcanzar la cima trepamos por unas rocas enormes y casi me caigo. Abajo los mezquites están inmóviles cubriendo la tierra desértica. El cielo está despejado y los rayos del sol parecen plumas doradas y finas. Cuando llegamos a la cima miro a un halcón planeando a un par de metros por encima de mi nuca. Nos tiramos en las piedras como un par de iguanas bajo el sol, bebo de mi botella y observo el atardecer. 

―Me siento raro ―dice respirando entrecortado.

―Raro, ¿Cómo?

―Con mucho calor, me siento agitado. A ver si no me muero como Doña Blanca.

―¡¿Cómo que se murió?! ¡Me lleva! ¡Mi mamá no ha de saber, cuando le diga se va a poner histérica!

Me quedo pensando en cómo le daría semejante noticia. Pobre Doña Blanca, me caía bien, por lo menos me hacía reír con sus pendejadas. 

La noche cae y las estrellas emergen en el silencio. Abajo en la lejanía, las luces de las casas se encienden por todo el horizonte hasta donde alcanza la vista. Sopla un aire cálido, cada casa iluminada es un hogar, una familia, vidas como las de Doña Blanca. 

Ricardo saca un cigarro y un encendedor de su cajetilla. Lo prende y lanza el humo al cielo. Cuando ya ha consumido el cigarro a la mitad, me lo entrega y me guiña un ojo:

―Voy al tocador.

Me río y veo cómo baja entre las rocas. Mientras se aleja comienzo a fumar, dejo el cigarro entre mis labios unos segundos y estiro los brazos. Suelto el humo, mirando a mi alrededor. Saco mi celular y capturo una foto de la ciudad en las penumbras. Trato de subirla a mis redes, pero no tengo señal. Alzo la mano, pero nada. Al fin me rindo, sigo fumando, mirando las casas hacia el fondo del paisaje a través del humo, entonces las luces se apagan. Todo se torna aún más oscuro, si no fuera por la luz de mi celular estaría a ciegas. Activo la lámpara que trae incluida y apago el cigarro en una piedra.

―¡Ricardo!, ¡Ven!

Luego de un rato, cuando veo que no regresa, ni me contesta, voy a buscarlo. Mi amigo está en el suelo, con los ojos clavados en un arbusto y el pantalón desabotonado.

Me acerco y toco su frente, está ardiendo en fiebre.

―¡Puta madre! ¡¿Y ahora qué?!

Por Tania Rocha

Sobre el autor

Nacida en Heroica Caborca, Sonora, el 25 de octubre de 1992, tiene cuentos publicados en portales literarios (como este, dice el editor), es escritora aficionada y ha acudido a talleres de escritura creativa.

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