Entramos a la zona como entrar a un pueblo que acaba de nacer. Desfilamos por la calle principal de la zona de tolerancia de Hermosillo, pasamos por una pequeña cenaduría donde había dos personas que no supimos cuál era su sexo. Decían cosas relacionadas con nosotros pero en realidad se burlaban de ellos mismos. Luego pasamos por un lugar que se llama La Rumba. Después por El Ruletero, por El Trancazo, El Patio, El Tenampa… A todas partes quería entrar el Tigre. Algunas mujeres que había afuera de esos lugares nos saludaban y otras nos decían groserías. Pero para eso el Tigre  tenía una respuesta espontánea. Cómo deseaba yo estar en El Saucito, tomándome una soda en el changarro del Cachas viendo Kung Fu en su televisión… Pero no, andaba con el Tigre en la Zona de Tolerancia. Quién me manda seguirle la corriente al Tigre, decía yo.

 

Después pasamos por El Armidas, por El Bertas y por El Lucila. Pero esos lugares no eran para dos vaqueros apestosos como nosotros, eran para gente como los Tapia, los Camou, los Ancheta. Así que el Tigre decidió entrar al Tenampa, donde había gente de su misma ralea.

 

Cuando desmontamos el Tigre no quiso amarrar los caballos, me dijo que los dejara sueltos en la banqueta. Al bajar del caballo yo sentía las piernas abiertas. Lo primero que hice fue quitarme las espuelas, me sentía ridículo con ellas. En cambio el Tigre procuraba arrastrar las espuelas lo más que podía para hacer mucho ruido; él sentía que estaba filmando una película. Yo no entré al Tenampa, me quedé en la puerta porque quería cuidar los caballos y también porque como cualquier chamaco me sentía cohibido al ver a aquellas mujeres tan imponentes, maquilladas a más no poder, joyería de fantasía por todas partes, minifaldas muy al cuerpo, masticando chicle y con un perfume que mareaba a la distancia, todo dentro de una atmósfera entre repugnante y seductora.

 

Una vez que el Tigre estaba dentro se adueñó de una mesa que estaba pegada a la pared y se sentó en la parte de la esquina para cuidar su retaguardia, según él. Pidió bebidas y comida, pidió música, invitó mujeres a su mesa. Para eso sacó con que pagar lo que costaba el placer. Sacó un rollo de dólares amarrados con una liga, los tiró en la mesa haciendo un despliegue de prepotencia y convirtió aquello en un muladar. Pidió whisky y se lo consiguieron. No sé de dónde sacó un puro pero cuando lo tenía en sus manos no sabía qué hacer con él.

 

Al grito de “¡Ay viejas, paren las orejas!” una de ellas respondió con otro grito más alegre todavía, como si lo hubiera estado ensayando: “¡Cállate chivo papacito!”. Y le mandó un beso con su mano. Era un beso más falso que el mismo vaquero pero eso para él no tenía ninguna importancia, era el beso de una vieja y punto. Siguió gritando en forma muy desafiante: “Vengan conmigo todos los que se quieran divertir, vengo a darle gusto al gusto y al que no le guste el fuste que lo tire y monte a ráiz. No es mucho el dinero que traigo pero yo no necesito bules pa’ nadar”. Llegaron tres damas a la mesa con un modo muy meloso. Brindó por ellas, brindó por el Río San Miguel, brindó por estas tierras sonorenses que lo adoptaron con cariño, brindó por el amor, por la vida y por el rancho El Crestón.

 

Los músicos tocaron decenas de veces el corrido de Rubén Cavada y los Pilares de Cristal. Yo fui varias veces a comprarle hot dogs y tacos de carne asada. Al Tigre no le importaba el tipo de cambio de divisa, él solamente pagaba y repartía generosas propinas. Bailó con todas las damas del burdel. Las miraba como si fueran las únicas mujeres en el mundo, les estrujaba el pelo y después se los suavizaba. Las pegaba a su cuerpo y después las retiraba para decirles cualquier cosa, les hablaba al oído como se le habla a la novia amada. Era como una fiera enloquecida. Su pasión por ellas era mayor que la  pasión que sentía por cazar cuatreros. De repente se perdía con alguna de ellas y regresaba muy fijadito con una sonrisa bien dibujada.

 

Los compañeros de parranda que se agregaron eran un soldador de Industria Ramonet, un tipo muy serio y fornido que tenía el tic nervioso de cerrar los ojos con mucha frecuencia. Otro era un chavalo que trabajaba en unas granjas avícolas de la Costa, le decía boca sucia porque tenía problemas de halitosis. También había un maestro viudo y jubilado que prácticamente vivía en El Tenampa.

 

En un momento dado de la noche llegaron al Tenampa unos chavalos de La Peña: eran el German y el Raúl, conocidos del Tigre. Estos sin pensarla mucho le buscaron pleito: “Mira cuquillo, tú no eres hombre, ya te conocemos. Eres un ocasionado, guacho come ranas”. Pero da la casualidad que de todos los placeres el preferido del Tigre eran los pleitos, así que no le rogaron mucho. Que le buscaran pleito era algo que él pedía de limosna y en un santiamén los sacó a patadas del Tenampa sin siquiera despeinarse. Era lo único que faltaba para ganarse toda la admiración de las cortesanas del burdel, incluyendo al joven travesti que estaba detrás de la barra.

 

Ya avanzada la noche se tomó una foto con las damas del Tenampa; de esas fotos instantáneas. Realmente las muchachas parecían modelos profesionales al verlas en la foto. Una de ella estaba de perfil, sentada, colgándose del hombro izquierdo del Tigre con sus manos entrelazadas. Otra estaba parada detrás de él abrazándolo y cruzando sus brazos en su pecho y clavando su barba en la cabeza sudada del vaquero, ya que ella tenía puesto su sombrero. Y la tercera de ellas estaba más distante, sentada al lado derecho de frente a la cámara pero viendo oblicuamente al Tigre. Con la boca semiabierta como queriendo sacar la lengua mientras jugaba con una de las espuelas de Raúl Tabares, ya que don Raúl, como yo le decía en esos momentos porque así lo habíamos acordado, estaba sentado de pierna cruzada en aquel rincón alquilado de todo a todo por él y para todos.

 

Ya era de madrugada y el Tigre seguía bailando. Una de las señoras se me acercó, sólo recuerdo que se llamaba Sonia. A esa el Tigre le decía que era un poema: ella era alta y morena de caderas muy anchas, tenía una voz con mucho rango, cada vez que hablaba parecía que daba una orden. Pero me sacó plática y abrió con una pregunta:

–Oye plebe, ¿ya hace mucho tiempo que trabajas con Raúl?

–Sí, ya hace algo… Bueno ni tanto, un día.

–¿Y usted cuánto tiene aquí?, le pregunté.

–No me acuerdo, no me interesa el tiempo. O más bien no me conviene sacar cuentas del tiempo, para qué. Cuando una llega aquí es como si te hubieras muerto, o como si volvieras a nacer, que pos en este caso es la misma cosa, es la misma cosa, es la misma……………  Me contestó bajando la voz, haciendo pausas y clavando la barbilla en su pecho como si se fuera a dormir.

–¿De dónde es usted? Le pregunté con una cierta dosis de morbo.

–Yo soy de Sinaloa, de Badiraguato, Sinaloa. Nada menos que de Santiago de los Caballeros, la tierra de muchos capos.

–¿Y  qué pasó? Le seguí preguntando.

–Yo tenía mis plebes y mi marido, aunque mi marido tenía otra vieja, era una prima mía. Pero me cumplía bien, lo que sea de cada quien. Pero pues lo mataron, también mataron a mi papá. Fue cuando llegó la Operación Cóndor a Sinaloa. Así que ni mi madre ni yo teníamos hombre. Luego a mis hermanos se los llevaron los federales y los encerraron en Culiacán. Le dejé los plebes a mi mamá, ella los ha navegado. A mí no me quedó otra más que pensar en el norte, en la frontera; me recomendaron Nogales o Tijuana, lo que fuera. Me decidí por Nogales pero ya ni me acuerdo como fue que me quedé entrampada aquí en Hermosillo. ¡¡Ya verás!! En sí me trata bien la gente, aunque no faltan compas que me quieran tratar como si fuera una puta. Pero lueguito los pongo en su lugar, a mí qué me cuesta.

 

Seguía yo platicando con Sonia, mareado por el perfume que traía y por la peste a orines que salía del baño. Tengo muy presente que repetía mucho la frase ya verás. Sentía como si la estuviera soñando, porque era muy tarde y estaba muy cansado. De pronto fui estremecido por un escándalo que de la nada se formó. El orden se alteró por un zafarrancho en El Tenampa a esas horas de la madrugada. Llegaron los dueños del rancho El Crestón, ellos estaban en El Lucila y alguien les dijo que sus caballos estaban por fuera del Tenampa y que sus vaqueros se decían dueños del Crestón. Volaron botellazos. Los caballos relinchaban, reparaban y golpeaban la banqueta con las pezuñas haciéndola rechinar. En el pleito se tiraban con los tacos de carne asada, la rocola quedó hecha pedazos, era una locura tanto del bando de los Tapia como del bando de los amigos del Tigre: eran los pobres contra los ricos, era un pleito muy desigual, tenía que ser. Yo estaba un poco retirado de la bola cuando vi que se deslizaba una pequeña escuadra por el piso, como si fuera una barra de hielo. Llegó a mis pies y la detuve en seco al pisarla con mi pie derecho. En eso se apareció Sonia y me dijo: “Dámela, es mía, ahora van a ver estos desgraciados quien soy yo”.

 

Se escuchó un balazo pero el pleito seguía. Hasta entonces se acercaron los policías que se encontraban replegados por fuera del bar El Ruletero, mientras la policía militar ni siquiera se asomó. De entre las piernas de una de las mujeres el Tigre salió gateando, se puso de pie y me dijo: “¡Vámonos Tigre!”. Corrimos por la calle principal cuando ya estaba clareando y pasamos por el ranchito que atendía el mocho Sierra enseguida del Río de Janeiro. Después nos fuimos caminando junto con unos guachos que iban  cantando y cayéndose de borrachos. Se dirigían rumbo al control de pizcadores de La Yarda, se jactaban de que habían pasado toda la noche en La Burrita.

 

Llegamos a La Yarda y lo primero que hicimos fue buscar al Chino Trujillo, lo encontramos y nos prestó veinte pesos. Con ese dinero pudimos desayunar unos tacos de cabeza que nos supieron a gloria. Con la feria que nos sobró tomamos el Circunvalación y nos bajamos en la gasolinera El Faro para pedir un raite al Saucito. Nos levantó Lorenzo Ocamura, nos bajamos en El Saucito de en Medio. De ahí caminamos hasta El Saucito. Ya estando en mi casa yo me quedé contemplando al Tigre cuando se dirigía a su casa, agachado, sin sombrero y muy maltrecho. Así vino a encontrarlo un perrito que le brincaba hasta la cintura mientras el falso vaquero sobaba la cabeza y las orejas al animalito. Como cuando en la noche anterior les acariciaba el pelo a las damas del Tenampa, especialmente a aquella sinaloense que para él era un poema.

 

FIN

 

El Tigre es un personaje real y yo también soy real. El Tigre hace veinte años se fue a trabajar de ayudante de albañil con el Nando Corella a Santa Ana. No regresó por mucho tiempo y cuando regreso se volvió a ir. En este momento está en la cárcel de Tucson, cayó por segunda vez por andar de burrero. He pensado visitarlo algún día, si lo hago lo voy a preguntar algo: “¿Por qué es que Sonia no asimilaba su oficio?”. Si ustedes tienen una idea díganme, por si no lo vuelvo a ver.

 

Por Abraham Mendoza Córdova

Fotografía de lo que fue el Restaurant Bar Mary’s en lo que fue la zona roja de Hermosillo, por Benjamín Alonso Rascón

Sobre el autor

Abraham Mendoza vio la primera luz en San Pedro El Saucito el 2 de abril de 1960. Es geólogo de profesión y narrador nato que escribe como Dios le da a entender. Tiene por hobby caminar por todas partes excepto en andadores y le gusta que le lleven serenata aunque no sea su cumpleaños.

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2 comentarios

  1. Muy buena crónica. Felicidades, me topé este artículo buscando el tema. Vengo haciendo como un mapeo del mismo en la Ciudad de México y me pregunté, ¿qué será de Hermosillo respecto de? Tenía un tío que frecuentaba un café cerca de La Yarda, por la Camelia, se llamaba Café Rosita, yo de niño sólo veía salir a señoras tongolelescas y de café nada y mi tío con más rasguños que un cuida gatos, yo creo que porque no pagaba el café.

    1. Bar La Yarda, Billar La Yarda, un hotel de paso, control de piscadores, muchos baldíos, calles sin pavimentar, ruleteros o peseros echando polvo, muchos cafés de esos que dices pues no existía el CAFENIO, dentro de La Yarda una cocina económica con permiso para vender cheve le decían La Peluda…………………….Qué más quieres

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