Cuando en aquellos años llovía temprano poco después del mediodía caía el aguacero y se formaba una fiesta en El Saucito, pueblito ubicado a las afueras de Hermosillo. Al día siguiente de una de esas borrascas el Tigre me invitó a los cerros. Andaba con un perrito que él decía que era un leonero; me dijo que íbamos a traer pitahayas, orégano y una tortuga. Cruzamos la vía del ferrocarril pero antes tuvimos que esperar a que pasara un tren carguero que iba al norte repleto de trampas diciendo adiós. Algunos arroyos traían un poquito de agua todavía, las flores de los guayacanes resplandecían como unas lucecitas y en el potrero los becerros retozaban como niños.

 

Cruzamos la carretera internacional número 15 y el Tigre no se cansaba de contar mentiras. Llegamos a los cerros y nos trepamos a ellos. Cuando ya comenzábamos a agotarnos llegamos al filo de la sierrita. En el mero parteaguas miramos al lado de la falda poniente, ósea a donde se mete el sol. Y lo que vimos fue algo que ni el más mentiroso entre los mentirosos como lo era el Tigre se podía haber imaginado. Lo que teníamos ante nosotros era una resequedad infernal. Por aquel lado los cerros estaban pelones. Los torotes y los palo verdes no tenían hojas. De los peñascos salía lumbre. Allá abajo, en el valle, se levantaban remolinos. A lo lejos vimos unas vacas muy flacas y el único pájaro que miramos fue una churéa. Estábamos totalmente desencajados, era como pasar drásticamente del día a la noche. Pensábamos que el cansancio nos hacía ver visiones.

 

En eso pensábamos cuando escuchamos un estruendo. Era el ruido que se producía en las piedras del cerro por las patas de un caballo cuyas herraduras sacaban chispas. La aparición fue estridente. El jinete que montaba el caballo no necesitaba hablar para comunicarnos que nos estaba tomando como unos intrusos. El caballo era un saino cara blanca, más flaco que el jinete que lo montaba. Pegaba unos resollidos muy fuertes, su nariz parecía que aplaudía, mandaba vapor como si fuera un dragón. Nos quedamos aturdidos pensando que aquella era un fantasma. El semblante del jinete era desafiante y a la vez acusador. A todas luces se veía que era un yaqui. Será porque se le podían contar los pelos de la barba y el bigote. Tenía ojos de vinagrillo, la nariz aguileña, por lo menos le faltaba un diente y sus pómulos los tenía deprimidos. En sí parecía que traía puesta una máscara de fariseo.

 

La malicia del Tigre no le falló. Todo lo intuyó. Todo lo que dedujo era correcto. Estaba en lo cierto (después me lo dijo): el jinete era un vaquero del rancho El Crestón de los Tapia y nosotros estábamos dentro de dicho rancho. En ese rancho se había estado perdiendo ganado. Por eso el vaquero nos miraba como si nos hubiéramos metido a la cocina de su casa. Cuando por fin habló el yaqui habló poco pero muy golpeado. Se sentía respaldado por la carabina y el fuete que portaba. Lo que dijo fueron preguntas y acusaciones, pero el Tigre echó mano a sus mejores recursos en momentos de peligro que si en otros tiempos los usó nada más por gusto o por fantoche ahora se trataba de salvar el pellejo. Esos recursos eran, por supuesto, la labia y la mentira, que en ese momento los usó magistralmente

 

–Mire, mi estimado, nosotros no andamos haciendo nada malo. Venimos del Saucito a buscar orégano y tortugas. Eso es todo mi amigo. Yo hasta este momento no sé ni cómo se llama usted pero yo a usted lo respeto, mi estimado. Mi nombre es Refugio Tavares Contreras y este chavalo se llama Ricardo Abraham Mendoza. Yo sé muy bien del oficio de vaquero, por eso yo a usted lo reconozco. Cuando estaba muy chamaco fui vaquero en mi natal Jalisco, después fui vaquero en La Peaña y en La Yezca. No no no, yo sé que su trabajo no lo hace cualquiera. Se necesita tenerlos de buen tamaño y muy bien acomodados. Hay que ser muy hombrecito, en pocas palabras .

 

A esas alturas el Tigre ya se había echado a la bolsa al yaqui. Lo tenía encantado y seguía hablando.

 

– En esta región he trabajado en los ranchos La Salada y en El Perú. En El Alamito nunca he querido trabajar, ahí hay puro ganado muerto de hambre, no tiene chiste. Y lo que yo le digo lo pueden atestiguar los Germanes y el Molcas del Saucito, los Muñoces del Pueblo Nuevo y los Tánoris del Zacatón. Ellos le dirán que yo no falto a la verdad. Yo traía un caballo muy bonito, así como el suyo…

 

Y así se lo fue llevando el Tigre al yaqui. De tal modo que cuando yo regresé de orinar ya estaban fumando los dos sentados en cuclillas bajo la escasa sombra de una vinorama. Todo estaba decidido, bien definido. El Tigre había conseguido trabajo de vaquero en el rancho El Crestón de los Tapia cuando nunca había montado un caballo. Y yo iba a ser su ayudante, tantito peor. Yo me mantuve siempre al margen por seguirle la corriente al Tigre, por miedo al yaqui o por probar una aventura, no lo sé.

 

El Tigre se acercó al perrito que lo acompañaba, le dijo unas cuantas cosas, le dio un manazo que parecía  orden y parecía un cariño. El perrito se perdió y no lo vimos más. Después el yaqui nos dio agua de su cantimplora y nos montó en su caballo mientras él caminaba para dirigirnos al rancho donde íbamos a trabajar. Al llegar al rancho, ya caída la tarde, encontramos a una señora y a una chamaca haciendo tortillas en una hornilla. El Tigre saludó muy amablemente pero no le contestaron. En el patio había puercos y chivos, había gallinas y patos que ya se comenzaban a trepar en los mezquites. Un papalote sacaba unos cuantos buches de agua que depositaba en una pequeña pila. De la pila salía un tubo que abastecía a un abrevadero donde se remolineaban algunas vacas paridas. Cuando aún no se metía el sol pasamos a cenar en una  mesa que estaba en el patio. Se me concedió el deseo de cenar al aire libre bajo la penumbra de la tarde. Y además una cena de reyes: tortillas de harina recién hechas, chiles verdes deshebrados con tomate y cebolla, frijoles fritos, chiltepines en vinagre, papas fritas con machaca, queso fresco y café colado con leche.

 

Dormimos en el tejaban de la casa del rancho, tirados en el piso. Casi no dormimos de tanto platicar y de tanta de emoción. Aun así nos despertamos muy temprano por el canto de los gallos y unos toros que se andaban peleando en el corral. A mí se me hacía tarde que no nos invitaban a desayunar porque estaba seguro de que nos iban a servir unos huevos fritos de las gallinas del corral. Finalmente así fue y con eso ni de mi casa me acordé. Comenzó el día y el yaqui habló con nosotros:

 

–Se han estado perdiendo vacas y becerros, no sabemos qué es lo que está pasando. Si fuera un león sería muy conocido. No es por ahí, ya avisamos a la judicial pero no han podido hacer nada. A ver ustedes qué pueden hacer

 

Entonces el Tigre no la pensó mucho para comprometerse

 

–No se preocupe oiga, ya me ha tocado en otras partes el problema de los abigeatos. Dígale al señor Tapia que yo voy a dar con esos cuatreros.

 

“Está bueno”, dijo el yaqui hechizado por el Tigre. Luego nos informó acerca del tipo de ganado que criaban en el rancho. Además dibujó en un papel el fierro con el que lo marcaban. Nos dijo que él iría a vigilar al norte y que nosotros nos fuéramos al sur.

 

El Tigre tomó muy en serio su papel de rastreador. Me decía que el tipo de ganado Herford tenía una pezuña muy característica, que en tiempos de sequía la pezuña de ese tipo de ganado sufría una transformación. No sé de dónde sacó tantas cosas que hasta él se la creía y aun a mí también me hacía creer. Caminamos mucho hacía el sur entre la rama blanca y el zacate buffel, siempre fijándonos en las veredas. Y así nos llegó la tarde. Se nos olvidó comer y seguíamos caminando hacia el sur, casi no mirábamos al horizonte. Nos sentíamos unos rastreadores.

 

Pero en una de tantas levantamos la cabeza cuando ya estaba medio oscuro y nos quedamos pasmados. Estábamos ante un resplandor muy puntual. Seguimos avanzando y nos dimos cuenta de que el resplandor era producido por anuncios luminosos, alumbrado público, luces de uno que otro carro. Escuchamos algo de música viva y también de música de rockolas. Atónito me dirigí a ver al Tigre y me imaginé que así era el rostro de alguien que se ha encontrado un tesoro. Rápidamente le pregunté con toda inocencia que si qué cosa era eso, a lo que él me respondió con una sonrisa levemente perversa, en voz muy baja pero bien clara: ¡¡Estamos en la zona, tigre!!

 

(Continuará)

 

Por Abraham Mendoza

Fotografía de Santa López

Sobre el autor

Abraham Mendoza vio la primera luz en San Pedro El Saucito el 2 de abril de 1960. Es geólogo de profesión y narrador nato que escribe como Dios le da a entender. Tiene por hobby caminar por todas partes excepto en andadores y le gusta que le lleven serenata aunque no sea su cumpleaños.

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3 comentarios

  1. Pues esperaremos la continuación de las aventuras del tigre. Muy buena narración, buen personaje el mentiroso, el otro día me encontré uno parecido, jaja. Felicidades a Crónica Sonora, desde la primera vez que la leí, un día que por casualidad la encontré, la crónica sobre el ABC me impactó. En general son muy buenos textos literarios, la crónica, género tan especial por su referente con la realidad inmediata, informa pues como en este caso, tiene trabajo de investigación. Buena escritura y sensibilidad, muy bien!!

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