Hace tres años surgió en la región de Tierra Caliente, en el estado de Michoacán, un grupo de ciudadanos organizados en torno a las armas a los que se les llamó autodefensas. Su objetivo fue defender a su familia, patrimonio, tierras e integridad física, las cuales se veían constantemente amenazadas por los Caballeros Templarios, un grupo de narcotraficantes de la zona que en la reciente década extendió sus actividades a muchos otros renglones: el secuestro, la extorsión generalizada a comercios y servicios, el control de la piratería, la extracción clandestina de ductos petroleros, hasta el rapto y violación de las jovencitas de la zona. Las grandes sumas de dinero provenientes del narcotráfico otorgaron al crimen organizado una fuerza excesiva para corromper a los cuerpos policiacos y castrenses, al aparato de justicia, a las autoridades civiles. La descomposición social llegó a tal extremo que los delincuentes financiaban campañas electorales para colocar en el poder a autoridades que respondieran a sus intereses.

 

A este fenómeno se le trató de justificar de distintas maneras: desde la legítima defensa, el Estado fallido, el inalienable derecho del pueblo a modificar su forma de gobierno consagrado en el artículo 39 constitucional, entre otras, todas la cuales tiene un poco de razón. Pero lo que me interesa explorar aquí es como se construye la legitimidad de las instituciones y si esta legitimidad sólo es susceptible de estar representada por el Estado, como afirman quienes tacharon de revoltosos e ilegítimos a las autodefensas.

 

Pues hubo quien pedía el desarme de las autodefensas, esgrimiendo en su contra el concepto clásico de soberanía, el cual señala que el Estado es el único actor autorizado para sancionar e imponer un sistema normativo con eficacia; este es el supuesto primordial de toda la filosofía política occidental del siglo XVIII en adelante. Pero existe un presupuesto básico para poder constituir un poder Estatal soberano: se requiere de un elemento que no estaba presente en la forma de ejercer el poder de quienes gobernaron en complicidad (ya sea por omisión o contubernio) con los Templarios, que es la legitimidad y el respeto a los derechos humanos.

 

El mismo Max Weber en su tipo ideal definió al Estado como la comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el “territorio” es elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima. Pues la legitimidad de la ley y las autoridades en la teoría de la soberanía se sustenta en la idea de que el ciudadano cede sus derechos mediante un contrato, para convertirse luego en súbditos de un poder representado por las reglas que ellos mismos ayudaron a construir en base a sus intereses, deseos y aspiraciones, cuando ese derecho se ejerce sin atender a esos intereses generados por consenso el poder se ejerce de forma ilegítima.

 

Pero la sociedad no es homogénea, siempre hay diferentes grupos que compiten entre sí para imponer orden. Es decir, para imponer cada uno su visión del orden. El Estado nunca ha sido el único actor capaz de generar normas. Al contrario, es siempre uno entre varios, muchos actores, más o menos institucionalizados, más o menos formales: iglesias, familias clientelas, redes, corporaciones, comunidades…

 

Y el Estado no es obvia, natural e inmediatamente superior a todos los demás actores, aunque aspire a serlo. En algunas ocasiones se pueden imponer las reglas Estatales por encima de otras cualquiera, en algunos campos puede cumplirse la ley con perfecta regularidad, pero no podemos dar por descontado que vaya a ser así. Cuando el Estado logra someter a los demás poderes es  consecuencia de una larga lucha y cuyo resultado nunca es definitivo (Migdal, 2011).

 

Según Foucault el poder es el poder concreto que todo individuo posee y que cede, total o parcialmente, para constituir una soberanía política. Este poder no se da, ni se intercambia, ni se retoma, sino que se ejerce y sólo existe en actos. El poder no es prórroga ni mantenimiento de las relaciones económicas, sino primeramente una relación de fuerza en sí misma (Foucault, 1975).

 

Comparto la idea de Migdal cuando señala que en la sociedad existen distingos grupos en competencia por imponer sus versiones del orden y que en esta lucha no necesariamente triunfa el Estado, como sucedió en Michoacán con la imposición de un régimen de terror por parte de los Caballeros Templarios.

 

Por todo ello, considero que el fenómeno de las autodefensas michoacanas constituye una reconstrucción de la soberanía en el que la voluntad ciudadana se organiza en torno a un interés legítimo que aglutina a todos los sectores de la sociedad civil (agricultores, médicos, amas de casa, obreros, campesinos, empresarios…) en un nuevo pacto social construido en torno a las autodefensas para brindar seguridad a los habitantes de Tierra Caliente.

 

Por Mario Aníbal Bravo Peregrina

Fotografía de Juan José Estrada Serafín

Movimiento de Auto defensas en Michoacan Mexico 

Sobre el autor

Mario Aníbal Bravo es licenciado en derecho por la Universidad de Sonora, con especialidad en historia y derecho por el Consejo de la Judicatura Federal, y maestro en ciencias sociales por El Colegio de Sonora en la línea de investigación de ciencia política y políticas públicas. Ha colaborado en medios como Radio Bemba y Proyecto Puente.

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2 comentarios

  1. Buena reflexión Mario; ¿Leíste Zero Zero Zero de Saviano? El hace una pequeña reflexión de las auto defensas pero no solo las que conocemos ahora; sino desde que llegan los carteles de Sinaloa en los setenta para el cultivo del opio. Vale la pena darle una leída.
    Saludos!

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