Muy contentos de anunciar el estreno de Niria Andrade, con ilustrador y toda la cosa

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Cuando el maestro de Filosofía nos invitó a compartir en clase algo que quizá nos marcó o nos dejó con un buen o mal sabor de boca, nadie en el salón habló. Yo estuve a punto de levantar la mano. No lo hice. Ahora, 12 años después, encuentro el espacio ideal para retomar esa gran experiencia preparatoriana.

En ese tiempo vivía al norte de la ciudad de Hermosillo y utilizaba para trasladarme de la casa a la escuela, y viceversa, la Ruta 3, la combi amarilla, pequeña, litro de leche, que seguramente todavía tarda mil años en pasar.

Estudiaba por las tardes en el Cobach Reforma y al salir de clases caminaba por la avenida Luis Orcí hasta llegar a la calle Reyes para tomar ese camión.

En una ocasión, al salir de la escuela “me sorprendió la lluvia”. Se soltó muy fuerte y empecé a correr. Antes de llegar a mi destino, en una casa ubicada sobre la avenida Luis Orcí, entre General Piña y Reyes, me abordó una señora ya muy mayor.

Me invitó a pasar a su hogar mientras paraba la lluvia. Ella no quería que me mojara, aunque para ese entonces yo ya estaba empapada.

Debí desconfiar, puesto que no la conocía, pero no lo hice. Por el contrario, me senté en una silla mecedora y desde su porche observé el agua caer y recorrer la calle. Disfruté el poder respirar cómodamente el olor a tierra mojada.

Ella se mostró preocupada de que pescara yo alguna enfermedad, de que me atropellara un carro o me cayera un rayo.

No conforme con ofrecerme por unos instantes su casa, me sirvió un vaso de limonada. También debí desconfiar, quizá quería sedarme para después hacerme quien sabe qué tanto, pero no lo hice. Me tomé gustosa esa limonada y al parar la lluvia agradecí la atención y continué mi camino.

Recordé ese episodio semanas después en la clase de Filosofía impartida por el profesor José Pedro Elías, y continúa presente en mi memoria porque ha sido una de las experiencias más emotivas de toda mi vida.

Aunque nunca busqué de nuevo a esa señora, seguramente no tiene idea del enorme impacto que dejó en mí ese pequeño gran acto de generosidad.

Cobra relevancia ahora más que nunca porque a diario leemos, vemos o escuchamos noticias sobre robos, asaltos, violaciones y asesinatos. Día a día perdemos nuestra capacidad de asombro ante tantas ejecuciones y deja de impresionarnos una muerte. Pareciera que estamos a la espera de un nuevo récord de violencia.

Yo misma me percato de ello y me descubro dándole clic a las noticias más sangrientas que ocurren en nuestro país y en el mundo. Comportamiento típico quizá de las y los reporteros, pero también del resto de la población.

Cierto que es necesario reconocer los problemas que existen a nuestro alrededor. Pero también es importante agradecer a las personas que nos ayudan. Transitamos molestos y molestas, sin reparar en el grado de satisfacción que obtendríamos al ayudar a nuestros semejantes.

Pero ayudar no es tan sencillo como parece. Al fin y al cabo, ¿qué obtengo yo por ayudar? Y es aquí en donde encuentro la grandeza de este episodio. ¿Qué ganaba la señora con arropar y ayudar a una niña de 16 años que corría bajo la lluvia? ¿Un vaso de limonada menos para su familia? ¿Una silla mojada? ¿Qué obtendría? ¿La esperanza de que su acto de bondad se reprodujera? A lo mejor sí.

No obstante, mi asombro ante sus acciones habla sobre la nula generosidad con la que nos acostumbrados a vivir. Vemos con asombro a quien nos dice buenos días y en la mayoría de los casos no respondemos, y cuando lo hacemos, reflejamos en nuestra voz un entusiasmo disminuido por la prisa con la que nos conducimos.

No agradecemos a quien cede el asiento en el camión y nos mostramos impacientes ante la lentitud del adulto mayor que cruza la calle.

Un amigo me dijo que cada quince días acostumbra, junto con su esposa, hijos y otras familias, preparar tortas y regalarlas a las personas más necesitadas, o familiares de enfermos y enfermas atendidas en el Hospital General del Estado (Hermosillo). Me gustaría hacer algo así, la generosidad no está tan lejos como parece, está cerca, muy cerca de nosotros y nos acompaña todos los días sin que nos demos cuenta.

Es tal y como la describió Gabriela Mistral, poetisa chilena, en «El placer de servir», párrafo que a continuación reproduzco y con el cual culmino este relato.

Toda naturaleza es un anhelo de servicio.

Sirve la nube, sirve el viento, sirve el surco.

Donde haya un árbol que plantar, plántalo tú;

Donde haya un error que enmendar, enmiéndalo tú;

Donde haya un esfuerzo que todos esquivan, acéptalo tú.

Sé el que aparta la piedra del camino, el odio entre los

Corazones y las dificultades del problema.

Por Niria Andrade

Ilustración de Néstor Pe

 

Sobre el autor

Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Sonora. Ha trabajado en Radio Sonora, Uniradio y Periódico Expreso (Hermosillo), Radio Altiplano (Tlaxcala). Desempleada en estos momentos.

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6 comentarios

  1. Bella crónica Niria. Especialmente me ha emocionado tu frescura y lúcida reflexión posterior. Creo que le atinaste en las respuestas que tú misma te has dado.

    Quiero compartirte una frase que esta semana leí y que creo que resume de forma poeticamente sencilla lo que has dicho:

    «La diferencia entre quién eres y quién deseas ser es lo que haces.»

    Cierto, simple, y contundente, ¿verdad?
    Un saludote!

  2. Muy buen articulo y muchos ahora evitan la generosidad porque luego el otro piensa que lo esta ligando, mas si es mujer y una vez me toco en un negocio donde las empleadas tenian prohibido decir «buenos dias, gracias, por favor» y sonreir, solo se limitaban a trabajar y ya.

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