Totontepec, Mixe, Oaxaca.

La vieja dicotomía entre civilización y barbarie —tan solicitada por los argentinos—, sigue viva en México, aunque a veces con eufemismos. Uno de los que más me molesta, porque me interpela directamente, es el del supuesto contraste entre leyes y “usos y costumbres”, estado de derecho y derecho consuetudinario; entre indios y mexicanos, pues. Quienes así la plantean, aseveran que el mundo civilizado, moderno, lo es por sus leyes; mientras que el bárbaro, el arcaico, tiene un conjunto de creencias esotéricas, muy peligrosas, que rige la vida allí, hace a esas sociedades inferiores y, al mismo tiempo, predispone a sus integrantes contra el imperio de la ley (así dicen, los muy pomposos). Sólo cuatro tipos de personas rechazan las leyes, proponen: los idiotas, los salvajes, los criminales y los niños. Los indios son todas esas, a veces juntas, a veces por separado, de acuerdo con su estado de ánimo (el de los civilizados). 

En alguna clase de la universidad, un profesor proponía lo mismo (otra de las características de estas personas, he descubierto, es la de creer que llegar a tal conclusión supone algún tipo de mérito. Casi siempre se ufanan de pertenecer al selecto club de quienes descubren la causa del “problema indio” de México y, por eso mismo, su solución). Decía aquél que el sistema electoral oaxaqueño debía ser modernizado (¡cómo les gusta esa palabra!), a pesar de las comunidades indígenas pero para beneficio de éstas mismas: “Debemos hacer que pasen de los usos y costumbres al estado de derecho”, recuerdo que dijo. Yo, joven, incontinente, le respondí sin pedir turno: “explíqueme qué son los usos y costumbres porque, para mí, un perro y usted, ambos, tienen usos y costumbres. Y no sé de otros, pero los usos y costumbres de mi perro me agradan más que los de usted, porque él no va por ahí menospreciando sociedades que no comprende”.

Mi intención era provocar —y recibí una amonestación—, pero la comparación es más profunda, fértil y polisémica de lo que puede parecer a primera vista. Sobre todo si, cuando hablo de perros, pienso en el mío, en Midas. Cuando era niño, en la casa de mis abuelos hubo varios perros: la Chica, el Ñaka Ñaka, el Oso, etc; pero ninguno fue mi amigo. Los perros de mi casa —la de mis abuelos en donde crecí—, nunca entraban en ella. Recibían comida, caricias y nos acompañaban en las caminatas, pero la relación perro-humano no traspasaba los límites de la puerta. La verdad es que en mi pueblo los perros son maltratados, su actitud nerviosa, sus reacciones intempestivas ante los intentos por acercarse a ellos demuestran que están acostumbrados a recibir patadas y pedradas.

Con Midas fue diferente. Llegó a mi casa cuando yo estudiaba la universidad. Mis hermanos y yo le pedimos a mi mamá un perro (no voy a fingir una adopción, no era algo que nos planteáramos en ese momento) y, tras años de insistencia, cedió. Emocionados, encontramos una camada adorable de Golden. Recuerdo que me paré a unos metros de ellos y les hablé. Tímidos, dudaron en acercarse, pero uno de ellos (distinguible por una línea irregular que le recorría el rostro y partía su pelo, de entre los ojos hacia la trompa: esa línea nunca se le quitó) se acercó juguetón y me lamió los dedos. Siempre me conté que nos elegimos mutuamente. Mis carnales y yo hicimos una lista de nombres, casi todos ridículos o pretenciosos: Légolas, Iverson, Ares, Aquiles, Shaka, Uncas, etc. Al final decidimos llamarlo Midas, por dorado. Muy pronto nos mostró que su don era contrario del de su epónimo: en lugar de convertir las cosas en oro, las convertía en basura. La primera noche durmió en el estudio y, a la mañana siguiente, encontramos el cuarto decorado con su suciedad verdosa. Sería muy fácil escribir una parábola a partir de éste su don, pero eso sería simplón además de injusto: Midas nos dio mucha alegría; más que un buen perro, fue mi amigo y lo extraño mucho. Todavía espero encontrarlo siempre que visito la casa de mis papás o cuando hay cuetes y me levanto para meterlo a la casa, durante esa fracción de segundo en que siento que todavía vive conmigo.

Mi camarada y yo fuimos muy diferentes, pero dialogábamos y teníamos puntos de encuentro en nuestras costumbres: la principal era que ambos disfrutábamos de la compañía del otro. A mí me gustaba leer (a él no) cerca de su casita, aunque al inicio era imposible: siempre metía su cabeza entre el libro y yo, demandando atención. Después de mucho entendió y se echaba a mi lado, conformándose con recibir caricias en la testa. En algunas ocasiones, recuerdo, llegué de madrugada a casa, ebrio, y los ladridos de bienvenida de Midas alertaban a mis padres, haciendo imposible escabullirme a mi habitación sin ser visto. Varios regaños se los debo a la alegría que le daba mi llegada. Pero, borracho o no, descubierto o no, saludarlo era un ritual ineludible. Cuando enfermé, durante mi recuperación, mis primeras caminatas fueron círculos alrededor del patio y él me seguía, a una distancia prudente y a la velocidad que yo llevaba, sin acelerar su paso. Mi mamá dice que siempre supo cuando yo pasaba noches de dolor (peores que las usuales) porque Midas avisaba. 

Por lo demás, fuimos polos opuestos: él era activo, tragón, saludable, cariñoso, fuerte, encimoso, chismoso y meaba por todos lados. Cualquier persona era de su agrado, incluidos los ladrones de casas. Sabía dar la pata e irse a su espacio para comer, y esa fue toda su educación. Pero, aunque nuestros usos y costumbres divergían mucho —él fue un veterano anarquista y yo me comportaba con él como el estado benefactor/represor—, tuvimos luenga amistad (me gusta la palabra luenga, suena a lengua, a lengua luenga y cuando pienso en una luenga lengua, siempre me acuerdo de mi compa). Al final, de entre todas las que tienen, fue la más fea costumbre de los perros, la de morirse pronto, la que nos separó, tras catorce años de amistad. Cuando me despedí de él para ir a vivir a San Luis Potosí, le dije que me esperara, pero no me hizo caso: murió durante mi ausencia. Midas rehusó el imperio de la ley hasta el final: siempre fue muy desobediente. En eso fue un gran mixe.

Sobre el autor

Totontepec, Oaxaca, 1986. La declaración de amor más hermosa que alguien me ha hecho: "¡Tío Mito, tío Mito, escóndete que te van a inyectar!". Cofundador de Catástrofe Revista.

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