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El luchador es un psicólogo natural que mueve a las masas

Alfonso el Doctor Morales

La lucha libre mexicana es un referente obligado para la explicación del quehacer popular mexinaco, perdón, mexicano. Somos más de tres generaciones los que traemos bien puesta una máscara en la cabeza: si bien la diseñamos nosotros mismos, y hasta inventamos y practicamos la llave que nos diferencia de las técnicas de los demás. Caray, heme aquí hablando otra vez de mí: de lo particular a lo general. Lo siento, no puedo evitarlo.

Aún recuerdo aquella máscara color blanco con una corona de espinas, sangrando… y cuyo portador recibía el nombre de Cristóptero. Su llave era la sufridora e infalible “Cruz Invertida”. A nadie, por supuesto, le pareció graciosa mi creación por rudimentaria y castigadora. Tampoco resultó conveniente a mi maestra de catecismo autorizarme a orar al Enmascarado de Plata, para que no se me apareciera una temible momia o el terrorífico Espectro Estrangulador.

Queda claro que la cosmogonía de la lucha libre no se limita al espectáculo televisivo, a la danza cuerpo a cuerpo perfectamente creada para el disfrute teatral; ni al caos interno de quienes tienen ganas de gritar vituperios terapéuticos y sanadores al por mayor a quien está arriba del cuadrilátero jugándose el trabajo y el asombro del respetable a dos de tres caídas sin límite de tiempo… No, la lucha libre es esa pasión de clase que se ha creado, tal vez involuntariamente, para diferenciar entre el bien y el mal, según el primigenio entendimiento que la prole se apropia como franquicia: los rudos y los técnicos.

Debo aceptar que con lo anterior me fui hasta el último caso del consciente colectivo, ese que nombra a mi generación como tal vez la última que se emocionó con los héroes enmascarados del pancracio. Con las películas aquellas donde El Santo acabó con los zombis y los vampiros… Por el amor de dios, ¿le llaman zombis a los esperpentos plásticos de hoy, que pecan de bobos e inconmovibles? No, lo siento, muchachos, pero El Santo acabó con los zombis desde principios de los años sesenta. Ni los comparativos sociológicos de vanguardia salvan a los quesque muertos en vida de hoy (dicen unos mamones que los zombis “son la sociedad pobre, pasiva y dormida que…” ¡nah!). Las películas de luchadores mexicanos ahí están como testigos, y para que vean que no miento, apuesten máscaras o cabelleras.

Cuando hay que hablar de lucha libre, es muy bueno acudir a los que tienen anécdotas que son dignas de recordarse. Esa anécdota que se convierte en voz de cultura popular o de plano en “algo que contarle a los nietos”.

Venga, tuve una novia cuya hermana anduvo con un sobrino de El Matemático… Por dios, ¡El Matemático!, ese gran héroe del Toreo de Cuatro Caminos; aquel coliseo donde luchaban los pesos medios y pesados más taquilleros: Canek, Tinieblas, Fishman, El Rayo de Jalisco, Silver King… Esos enmascarados que irían delante de los ejércitos si a la tierra llegaran invasores de otros planetas a esclavizarnos. Total que el novio de mi cuñada se hacía llamar “El Libertador”, quien era presentado en el Pancracio como sobrino del famoso técnico genio de los números. Fue combatiente de la arena San Juan y de la Neza, allá en el estado.

Por allá en los incipientes noventa, alguna vez me vi cenando en casa de una muy querida amiga, al lado de sus hermanas y cuñados. El comensal de honor esa noche fue ni más ni menos que el luchador Atlantis, cuyo título nobiliario es El Rey de los Niños. El gladiador andaba de gira, y al terminar la pelea, mi amiga lo invitó amablemente a degustar una suculenta cena.

Fue maravilloso. No sabía que los luchadores tenían máscaras especiales para comer, para luchar, para cuando los invitan a la tele e incluso para cuando van a fiestas de gala. Regresé a casa con una playera autografiada, con un apretón de manos y el haber escuchado mi nombre desde la voz de un luchador profesional. Para no agrandar la anécdota, Atlantis regresó un par de veces más a la ciudad y a saludar muy bien a mi amiga.

Cuenta mi amiga que años después de esa cena el luchador regresó a la ciudad. Y que al finalizar el encuentro se acercó a saludar a Atlantis como otras veces… Caray, dice que no la conoció. ¿Quién eres? Le preguntó el enmascarado. Dijo mi compa que el cuerpo del Atlantis de esa noche no era el mismo; era parecido, pero no el de anteriores ocasiones en que lo había visto. La voz de él era otra, no la reconoció y no la saludó con la enjundia de siempre. «No era el mismo. Me sentí decepcionada», se quejó mi amiga. Tranquila, le dije, puede ser que el verdadero Atlantis andaba por ahí protegiéndonos de alguna amenaza perversa contra el mundo. Vaya don de la ubicuidad.

O aquella vez que en un pueblo pesquero venido a menos, como casi todos los de este país, ofrecieron un cartel de lucha libre de lo más paupérrimo e insólito. Durante la función se fue la electricidad una tercia de veces. Era más cómodo sentarse en un espinoso cactus que en las sillas alrededor de aquel ring, que fue construido con colchones viejos rodeados de mecates deshilachados. Pero si los luchadores no se quejaron del entarimado donde montarían su espectáculo, ninguno de los presentes tampoco lo hicimos.

Después de dos peleas, me acerqué al portón de la improvisada arena a comprar palomitas con una soda. El que me atendió en la mesa donde vendían chuchulucos me dijo deliberadamente:

-Apúrate a pagarme, compa, que yo voy en la siguiente lucha. Soy El Tarrayero Maldito. Ahí te encargo la porra ruda.

A huevo, le dije, mientras me vino a la cabeza una frase que leí por ahí o alguno me la dijo: «Lejos del mal los seres se marchitan»… ¡Arriba los rudos!

Fue en esa aldea pesquera cuando caí en cuenta que la realidad se sube voluntariamente al ring con la gente que no puede pagar un terapeuta, pero que, ah, qué bien grita la broza, libre de todo estrés y con sobrado ahínco: ¡Rómpele la madre! ¡Desmáyalo con una quebradora! ¡Sangre!…

Oh, lucha libre y fiestas patronales atiborradas de color, ficción y fantasía, libérennos de los primeros lugares en las estadísticas de países con mayor número de suicidios en el mundo, que de la maldad ya sabemos quiénes nos protegen.

Por Omar Gámez Navo

Fotografía de Luis Gutiérrez / Norte Photo,

de una vez que vino Blue Demon Jr. a Hermosillo.

Sobre el autor

Narrador. Originario de Navobaxia, municipio de Huatabampo, Sonora.

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2 comentarios

  1. …de pronósticos reservados un tiro entre «El Tarrayero Maldito» y el «DesalmadoAlmada»…máscara contra cabellera a dos de tres ballenas de por medio y sin límite de time…pinchi Navo te la sacaste maestro…

  2. Con este volar espectacular desde la tercera cuerda y el regalo de poder volver a caminar a lado del Santo y Blue Demon venciendo al hombre lobo, drácula y los zombis.
    Me queda claro que no estas en el bando del Cavernario Galindo!.

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