La condena de los desamparados es andar errantes por las calles sin una ruta definida o siquiera divagada: buscar trabajos puerta a puerta en las colonias que se presuponen de mayor caché, estacionarse en los cruces viales disparando chorros de agua a los vidrios de carros cuyos conductores mueven el dedo índice con fervor  horizontal, o el simple mendingueo a cualquiera que pase. Todas éstas son opciones rapaces, comunes, incólumes. Ante ellos se dibuja una frontera infinita, por demás acuciante, un círculo vicioso que parece nunca cortar: el eterno retorno de los habitantes urbanos.

 

Y todos ellos son profesionales en el deporte de la supervivencia: ni el infernal calor, la sed, el hambre, la droga, el alcohol, la violencia, los entresijos burocráticos, la negativa social de atender esta problemática ha mellado en lo que hacen: sobrevivir.

 

Es más, esta absoluta falta de recursos los ha llevado a crear una sociedad paralela, una estructura ajena a los convencionalismos del resto; un código distinto de valores donde el dinero es sólo un artificio pasajero que carece del símbolo del futuro y los días, tiránicos obstáculos que se van apilando en las caras ajadas, las ropas desechas, las migajas encontradas.

 

I

 

Rulo es un hombre de 28 años, nacido en Pótam, el tercero de 5 hijos que han llevado al paroxismo la idea de la desigualdad social. De tez morena y origen yaqui, Rulo viste unos pantalones que le quedan muy grandes, una camiseta morada ya desteñida, tennis deshilachados y un paliacate que esconde debajo de su gorra. Sus ojos de color café se mueven incesantemente, escrutiñan todo lo que se mueva en búsqueda de información que le sirva. Esconde, también, detrás de esa mirada avispada, un cúmulo de experiencias que lo han llevado a ser uno más de esa masa flotante de personas sin hogar que vagan por la ciudad.

 

Es ese pasado el que le hace quebrar un poco la voz, como un amago de llanto: la conciencia de que la sordidez de su pasado ha borrado de raíz la ilusión de un futuro estable. Ha sido apuñalado dos veces, una en el tórax lo dejó al borde de la muerte. También estuvo internado en la Clínica Nava donde dice haber visto películas que le emocionaron y lo han motivado a buscar algo más. La violencia ha sido el hilo narrativo de su vida. Cuenta que desde que estaba en la Secundaria 24 tenía peleas y corretizas. La espiral de violencia, falta de ingresos y problemas de diversa índole disolvieron su núcleo familiar.

 

“Yo fallé. Mordí la mano de los que me daban de comer: empecé a robarle a mi abuela para drogarme. Después me consiguieron un trabajo en un expendio y también lo robé”, confiesa Rulo con una tristeza palpable, sabedor de que sus errores tienen que ser enmendados. Su madre y dos de sus hermanos comparten la condición de Rulo. Su hermano mayor, dice, se ha perdido entre las drogas: famélico y casi en estado vegetativo, ya no es una persona racional.

 

El axioma-ya aceptado después de debates estériles y happy-go-lucky- de que es más fácil ser inmortal que escalar en la pirámide socio-económica es el epítome de la historia de la familia del Rulo. Al contrario: han descendido hasta estar al borde de la extinción. Una familia desollada hasta su desaparición, la célula de la sociedad convertida en individuos díscolos, sórdidos, profundamente perdidos.

 

II

 

Para definir qué es la indigencia habría que ir a diversas fuentes: desde la socióloga holandesa Sassia Sasken, quien advierte de una alarmante tendencia en las sociedades modernas a excluir a las personas que no le representan una utilidad tangible (es decir, que no se alineen a los cánones de la vida pre-establecida) hasta lo que la académica María Carretero Rangel acuñó como el ‘humano trashumante’.

 

[Las diversas instituciones gubernamentales hacen gala de una completa falta de comunicación entre sí y los planes de desarrollo son a menudo superficiales, atacan las necesidades inmediatas pero sin buscar cambios realmente estructurales para evitar esta condición.]

 

Amparados a su propia suerte, a sus vicios, a sus pasados tenebrosos (bien decía Emile Cioran que no se debe observar mucho tiempo al pasado pues quien lo haga corre el riesgo de quedarse estático), las personas que viven en la indigencia han tenido que crear sus propios códigos de conducta, sus valores que muchas veces antagonizan con ese hipócrita ideal modernista de la sociedad; en suma, han construido una estructura perpendicular  para sobrevivir.

 

Javier Torres ‘El Negro’, joven que trabaja muy de cerca con la gente que vive en la calle, relata que existe un acuerdo tácito entre todos y que suelen moverse bajo las pretensiones, un tanto primitivas, de la pertenencia de espacios. Cada uno de los humanos trashumanos se apropian de un espacio y rara vez se toman la libertad de dejarlo. También las pocas pertenencias que tienen, y para no andar cargando con ellas en el inclemente clima hermosillense, las dejan en árboles, bancos u otros lugares que quizás no cobran demasiada importancia en la geografía urbana.

 

“Duermen donde pueden, los refugios no dan abasto para recibirlos a todos y además no a todos les gustan las condiciones que estos lugares ponen”, cuenta Torres. “Hay quienes duermen abajo de los puentes, apilados en las estructuras de las obras”.

 

Ocurre en la naturaleza humana que ante la precariedad nace el ingenio.

 

Las casas abandonadas se antojan como un pequeño oasis en el trágico devenir de las personas nómadas. Existe una ubicada en la colonia Centenario que alberga a tantos como puede y esa mansión, arquitectónicamente ostentosa, ha pasado a ser una especie de comuna surreal, casi anacrónica.

 

III

 

Cuando entramos a la mansión (porque no encuentro mejor palabra para definirla) nos topamos con un olor penetrante a efluvios del cuerpo humano, ventanas rotas y tapadas con madera hinchada y podrida. La puerta principal estaba derruida y en el interior se alcanzaban a leer mensajes con plumón negro (o quizás chinola):

 

Vengo al rato, dejé mis cosas en el cuarto de arriba.

 

Fui al Centro, vengo mañana.

 

O mensajes de otra índole, amenazadores y subyugantes, como una declaración de principios:

 

Autoguardia del Carmen. No te metas con nosotros que nosotros (sic) no andamos con juegos.

 

Nos recibe un hombre que lleva un jersey de los Dallas Cowboys. Le queda infinitamente grande, como un camisón que usaban las mujeres de antaño cuando ya se iban a dormir. Nos invita a pasar al patio (el interior de la casa está prohibido, la luz mortecina que entra por los huecos de las ventanas rotas le da un aspecto lúgubre, casi funerario). En el patio nos espera Rulo.

 

Nos ve a los ojos y empieza esa liturgia edulcorada: “¿Por qué están nerviosos? No les haremos nada”, dice con una voz serena y firme. No encuentro una velada amenaza en sus palabras ni en su tono, pero sé que es uno de los códigos que tienen ellos: la idea de la violencia sobrevolando como el método -quizás el más eficaz- para darse a conocer, para gritarle al mundo que no los olviden, que no son fantasmas ni parias.

 

Surge desde las entrañas de todos los que estamos en esa mansión como invitados, el concepto que acuñó la investigadora española Adela Cortina: aporofobia. Es decir, el miedo que registra la población económicamente activa hacia los desposeídos de recursos monetarios. Es inevitable y Rulo y su compañero lo saben.

 

Llegan a esta casa erosionada por el tiempo entre 5 y 7 personas por noche; algunos se van, otros se quedan. Es una parada obligatoria para el descanso y la tranquilidad. Decía Jorge Luis Borges que a la vida le gustan las ironías y los leves anacronismos. ¿Qué mejor ironía que ver la mansión de los caídos?

 

IV

 

A partir de esta experiencia con Rulo y la mansión, empecé a recordar cuando era el encargado de los reportajes especiales en El Imparcial -periódico sonorense de corte conservador-. Y de ahí todas mis experiencias con el relato adyacente a la indigencia: es un tema de profunda importancia porque es el recordatorio del fracaso y de lo superado que está el sistema.

 

Viene a mi memoria -tramposa y a veces demagógica- cuando entrevisté a un hombre michoacano que vagaba, itinerante, por el Parque de El Mundito, como una dilogía macabra, tensa. Dormía bajo la sombra de la estatua de ese planeta Tierra que, quizá, en su interior daba algo más que sombra. En otra ocasión -aunque esta ocasión sin estar como reportero- recuerdo a un hombre que estaba semidesnudo a las afueras del único Sanborn’s de Hermosillo.

 

Fue un hombre. No sé si llamarle vagabundo, más bien alguien que su renuncia a la vida estila de otra forma: desde la negación que dan los químicos. Estaba sentado en una jardinera que está al lado de Sanborn’s, justo donde se ubica el desagüe.

 

Está desnudo, sólo le queda como última prenda sus calzoncillos. Parece la escena inicial de una película de zombies o de algún virus que arrasará con la humanidad. Todo su cuerpo está cubierto en lodo y desechos, apenas y se mueve: con movimientos desarticulados lleva su mano a la cara para quitarse algo de la suciedad (nota: la suciedad ya es una costra imposible de expulsar con ese movimiento). De vez en cuando se lleva agua sucia a la boca. Intenta vomitar pero no hay nada que sacar.

 

Gente va y viene. Algunos lo voltean a ver como si fuera una exhibición de circo que ofrece Sanborn’s. No extrañaría que en plena época del espectáculo se ofreciera una performance de este calado: “Vea los últimos minutos de esta persona”. (Quizá nadie se alarmaría, quizá lo vieran como un evento cultural. A la manera de aquel video de 17 minutos que hizo Steve McQueen -el director de raza negra, no el actor de la época dorada del cine gringo- donde muestra un caballo moribundo). Otros le tratan de hablar sin recibir respuesta alguna. Hay quienes incluso le compraron un pan y un jugo pero se cansaron de esperar. El hombre está sentado en la mierda y sólo se mueve para limpiarse la cara con la mano sucia y hacer el ademán de vomitar. Tiene algo de hipnótico.

 

Por Omar Quintana Nagano

Fotografía de Benjamín Alonso Rascón

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Sobre el autor

Omar Quintana Nagano estudió periodismo a pesar de que su padre le dijo que se moriría de hambre. Escribe ocasionalmente y ganó el Concurso del Libro Sonorense 2015. Contacto: omar.qn@gmail.com

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5 comentarios

  1. Muy conmovedor, en los últimos 5 años viajando a Hermosillo, ha sido muy notorio el incremento de las personas sin techo sobreviviendo por la ciudad, lo mas impactante ha sido escuchar quiénes son, qué tragedia los llevó a las calles, en muchos casos, personas jóvenes con familias conocidas, no necesariamente de origen humilde, el sistema colapsado, como dice la crónica.

  2. Gracias por compartir, te felicito por inclinarte a ver esa problemática. Hay cada historia de indigencia, y no todas tienen que ver con alcohol y dorgas, es más, ni con violencia. Hace poco platique con Jose Guadalupe Montes, ex bracero, del estado de Durango, ochenta y dos años de edad, ya no va a la costa a trabajar porque no tiene fuerzas, no se reportará con sus hijos que tiene en Chihuahua porque no los vio de chicos, no regresará a Durango porque no quiere regresar ruino…………….

  3. Si, buena crónica. Este es el submundo hermosillense, al que quieren borrar porque ofende. Yo me pregunto: a quién? Porqué? Acaso es la forma de no encontrarse con algo tan molesto como la conciencia que aún queda??

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